Hay en el primer Gabriel García Márquez una imagen que se repite con insistencia: la del muerto del que crece un árbol cuya savia parte del cadáver y alcanza las frutas que serán el alimento de los vivos. Una imagen tan pueril y tierna como la que hermana muerte con vida, horror con amor, olvido y memoria. Contrastes melancólicos que vinculó un universo en apariencia mágico (Macondo) con los de un contexto violento (Colombia). La visión mítica de Macondo es tan real y contundente porque, como el propio autor señaló, “a medida que trataba de escudriñar la memoria de los otros, me iba encontrando con los misterios de mi propia vida”.
Esas raíces en los muertos parecen haber sido obviadas, a fuerza de reivindicar el exotismo de la dimensión onírica que ha terminado convertida en la fórmula de la cocacola y no en la receta que revela la violenta realidad colombiana de los últimos siglos. El secreto de la literatura de Gabo fue alejarse del reflejo de su contexto fabricando uno nuevo, no para escapar de la ferocidad de su pueblo y sus poderosos, sino para denunciarlos. Eso es lo que hizo de Gabriel García Márquez, junto a Juan Rulfo, la gran aportación de la literatura latinoamericana del siglo XX.  
ASTRACANADA DEL PODER ARBITRARIO
Macondo no es un lugar imaginario, inspirado en su Aracataca natal, es mucho más: un personaje central de su literatura. Es la oportunidad de dejar correr sus demonios y de exorcizar el crimen que ha vivido desde niño en su entorno. La corrupción también es una forma de violencia y en Macondo se dan las más variopintas formas de podredumbre moral de una sociedad. El escritor se muestra muy crítico con la alianza entre Estado e Iglesia, usada como símbolo de orden para legitimar leyes. Sus personajes religiosos alcanzan el máximo poder terrenal en la localidad fantasma y tocan el paranormal: recuerden la leyenda popular que otorgaba al cura del pueblo natal de García Márquez la virtud de levitar.
Una imagen de Aracataca o Macondo. (EFE)Una imagen de Aracataca o Macondo. (EFE)
FAULKNER QUE ESTÁS EN LOS CIELOS
William Faulkner se le podría nombrar alcalde de Macondo o padre todopoderoso de este tinglado. Al colombiano le impresionaron las sagas familiares, el mundo local sumido en la violencia del norteamericano, su estilo senillo, directo y transparente, que el autor retomó en El coronel no tiene quien le escribaCien años de soledad o Crónica de una muerte anunciada. En todas ellas, el poso de las sagas es poco confortable. A fin de cuentas, ambos son escritores naturales de pueblos apartados y desconocidos, que crean personajes apasionados, aislados en familias que son el símbolo de la crítica contra una sociedad desigual, injusta y decadente. 
UNA ISLA TORMENTOSA
Macondo está incomunicado con el resto del universo. Sólo el río o el tren aparecen como escapatoria. Tanto las sendas de las montañas como la selva son insondables. Ni siquiera es posible la acción fuera del pueblo. Es un ámbito infernal y tormentoso. Los periódicos traen las noticias desde el más allá. El aislamiento es total, el simbolismo también: es la viva imagen del suplicio de Colombia, sin contacto con el mundo exterior.
RUINA, SOLEDAD Y HOJARASCA
“Hace diez años, cuando sobrevino la ruina, el esfuerzo colectivo de quienes aspiraban a recuperarse habría sido suficiente para la reconstrucción. Habría bastado con salir a los campos estragados por la compañía bananera; limpiarlos de maleza y comenzar otra vez por el principio. Pero a la hojarasca la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos”, escribe en 1978 sobre su Macondo, creado en 1955, con la novela La hojarasca. No es necesario insistir en el notable carácter antiimperialista norteamericano de nuestro autor, para quien la metáfora de la hojarasca es el desperdicio, la soledad, la falta de esperanza, la frustración ante un futuro oscuro.
Exposición de Leo Matiz, sobre Macondo. (EFE)Exposición de Leo Matiz, sobre Macondo. (EFE)
VIVA EL MAL, VIVA EL CAPITAL
La visión del latifundio imperante -secuela del modelo colonial impuesto durante siglos en el país- es la muestra del poder económico que mantiene a la oligarquía. El poder político presiona sobre el pueblo de Macondo aprovechándose de su ignorancia y utilizando la conciencia religiosa: “En ese territorio ocioso, sin límites definidos que abarca cinco municipios y en el cual no se sembró nunca un solo grano por cuenta de los propietarios, vivían a título de arrendatarias 352 familias. Todos los años en vísperas de su onomástico, la Mamá Grande ejercía el único acto de dominio que había impedido el regreso de las tierras al Estado: el cobro de los arrendatarios”, escribe en el cuento grotesco y sarcástico Los funerales de la Mamá Grande(1962).
TARANTINO, UN ÑOÑO
En Cien años de soledad: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”. Ese es el origen y el final de los Buendía, la saga a la que somete a las experiencias del mundo extravagante de Macondo. No hay concesiones al pudor: la Colombia de García Márquez es un mundo cruel y sangriento, donde el aniquilamiento del ser humano es retratado sin compasión: “A las doce, cuando Aureliano José acabó de desangrarse y Carmelita Montiel encontró en el blanco los naipes de su porvenir, más de cuatrocientos hombres habían desfilado frente al teatro y habían descargado sus revólveres contra el cadáver abandonado del capitán Aquiles Ricardo. Se necesitó una patrulla para poner en una carretilla el cuerpo apelmazado de plomo, que se desbarataba como un pan ensopado”.
Macondo no tiene una explicación lógica ni científica, un lugar entre lo racional y lo irracional, que figura en las cartografías literarias como reino de Gabriel García Márquez.