lunes, 5 de octubre de 2015

LIBROS RECOMENDADOS. "Después del invierno", de Guadalupe Nettel. Primeras páginas


   Así comienza la novela:

CLAUDIO

   Mi departamento está sobre la calle Ochenta y siete en el Upper West Side de la ciudad de Nueva York. Se trata de un pasillo de piedra muy semejante a un calabozo. No tengo plantas. Todo lo vivo me provoca un horror inexplicable, igual al que algunos sienten frente a un nido de arañas. Lo vivo me amenaza, hay que cuidarlo o se muere. En pocas palabras, roba atención y tiempo y yo no estoy para regalarle eso a nadie. Aunque algunas veces logre disfrutarla, esta ciudad, cuando uno lo permite, puede llegar a ser enloquecedora. Para defenderme del caos, he establecido en mi vida cotidiana una serie muy estricta de hábitos y restricciones. Entre ellos, la absoluta privacidad de mi guarida. Desde que me mudé, ningunos pies excepto los míos han cruzado la puerta del departamento. La sola idea de que alguien más camine por este suelo puede desquiciarme. No siempre me siento orgulloso de mi manera de ser. Hay días en que anhelo una familia, una mujer silenciosa y discreta, un niño mudo, de preferencia. La semana en que me instalé, hablé con los vecinos del edificio –la mayoría inmigrantes– para dejar claras las reglas. Les pedí, de una manera correcta, con un dejo de amenaza, que se abstuvieran de hacer el menor ruido después de las nueve de la noche, hora a la que suelo volver del trabajo. Hasta este momento, mi orden ha sido acatada. En los dos años que llevo aquí, nunca se ha hecho una fiesta en el edificio. Pero esa exigencia mía también me obliga a asumir ciertas responsabilidades. Me he impuesto, por ejemplo, la costumbre de escuchar música únicamente con audífonos o susurrar en el auricular si llamo por teléfono, cuyo timbre mantengo inaudible igual que el contestador. Una vez al día, reviso a un volumen casi imperceptible los mensajes, por lo demás bastante escasos. La mayoría de las veces los recados son de Ruth, aun si le he pedido, en varias ocasiones, que no me llame jamás y espere a que sea yo quien lo haga.
Compré este departamento por una buena razón: su precio. Durante la primera visita, cuando la vendedora de la agencia inmobiliaria pronunció la cantidad, sentí un hormigueo en el estómago: por fin me sería posible hacerme de algo en Manhattan. Mi sentido del ridículo –siempre vigilante– me impidió frotarme las manos, y la alegría se concentró finalmente en la zona intestinal. Nada me gusta tanto como adquirir cosas nuevas a un precio bajo. Sólo una vez terminada la transacción, constaté un poco decepcionado que no tenía vista a la calle. Las dos únicas ventanas debían de medir como mucho treinta centímetros cuadrados y ambas daban a un muro.
Pensar en la casa me es desagradable y a pesar de ello me ocurre todo el tiempo. Lo mismo sucede con esa novia que se inmiscuyó en mi vida sin que yo pudiera evitarlo. Ruth es cuidadosa y obstinada como un reptil, capaz de desaparecer siempre que mi bota está a punto de estamparla en el suelo y también de esperar a que quiera verla. En cuanto me sereno, vuelve a deslizarse hasta mí, suave y resbalosa. Decir que es inteligente sería exagerar. Su habilidad, desde mi humilde opinión, tiene que ver más con su instinto de supervivencia. Hay animales adaptados para vivir en el desierto y ella pertenece a esta categoría. ¿Cómo justificar, si no, que haya resistido mi carácter? Ruth es quince años mayor que yo. Sus ojos siempre parecen al borde del llanto y eso les confiere cierto tipo de atractivo. El sufrimiento silencioso la beatifica. Las arrugas, comúnmente llamadas patas de gallo, le dan un aire semejante al de los iconos ortodoxos. Ese martirio reemplaza su ausencia objetiva de belleza. Una vez a la semana, sobre todo los viernes, salimos juntos a cenar o vamos al cine. Duermo en su casa y templamos hasta el amanecer, lo cual me permite limpiar el sable y satisfacer las necesidades de la semana. No negaré las virtudes de mi novia. Es atractiva y refinada. Pasear con ella es casi ostentoso, como pasear del brazo de un escaparate: bolso Lagerfeld, espejuelos Chanel. En pocas palabras, tiene dinero y estilo. Sobra decir que una mujer así, en la ciudad donde vivo, es una llave que abre todas las puertas, un Eleguá que despeja los caminos. Lo que no le perdono es que sea tan femenina. Aumentar la frecuencia de nuestros encuentros sería imposible. Le he explicado en más de una ocasión que no soportaría pasar más tiempo con ella. Ruth dice entender y sin embargo sigue insistiendo. «Así son las mujeres», me digo casi resignado a compartir mi vida con un ser de segunda.

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