domingo, 10 de mayo de 2015

PRENSA. Charla entre Emilio Lledó y Manuel Cruz

   En "Babelia":
DEBATE

Esa mirada inocente sobre el mundo

El maestro Emilio Lledó y el discípulo Manuel Cruz hablan del pasado, la vida, la esperanza y la enseñanza en los viejos años del franquismo


Emilio Lledó, detrás de Manuel Cruz. / BERNARDO PÉREZ

A Emilio Lledó (Sevilla, 1927) le otorgaron, a finales de 2014, tantos premios que el profesor sintió que se habían equivocado de destinatario. Le dieron el premio de los editores españoles, el Premio Nacional de las Letras y el Henríquez Ureña de la Academia Mexicana de la Lengua. Él es académico de la Española y ha tenido a lo largo de su vida un número incontable de discípulos. Entre ellos, el también filósofo Manuel Cruz (Barcelona, 1951), con quien dialoga para Babelia sobre el aprendizaje y el magisterio, y sobre esta época como heredera de una que aún pesa mucho, el franquismo.
PREGUNTA. ¿Qué es un maestro? ¿Cómo se aprende?
MANUEL CRUZ. Creo que cuando conoces a un profesor, el vínculo que se establece con él no es el de maestro, sino el de profesor. De un profesor se admira su sabiduría, su deslumbrante información. La relación tiene que ver con el conocimiento. Con el paso del tiempo, cuando el alumno ya no es del todo ignorante sigue valorando el conocimiento, pero ya está en condiciones de apreciar otras cosas.
Es en ese momento cuando el alumno empieza a darse cuenta de que esa persona, además de tener mucha información y de saber mucho, tiene otras cualidades. El modo de entender y la relación que tiene con la filosofía, con el pensamiento, y el modo en que va por la vida con todo esto. Lo empieza a identificar como maestro cuando empieza a ver en él cosas que cuando eres joven no estás en condiciones de ver. Cómo vive un filósofo no pueden apreciarlo hasta más tarde.
EMILIO LLEDÓ. Me haces evocar nuestra propia historia en un contexto muy curioso. Nunca he tenido conciencia de lo que es la maestría, pero lo que acaba de decir Manolo me lo ha puesto en la memoria, tus palabras me evocan qué es lo que yo era para mí mismo y no tengo conciencia de ello. No tengo conciencia como maestro, sino como profesor que iba a cumplir una misión determinada, una función, una obligación, un trabajo en definitiva.
Sí es verdad que quise hacer de ese trabajo algo distinto a lo que yo había encontrado en la universidad de Madrid en la que me formé. Yo estaba lleno de entusiasmo porque en la experiencia de la universidad franquista que padecí flotaron dos o tres figuras muy respetables, y en el campo de la filología clásica, figuras de primerísima fila.
Suspendí la primera cátedra a la Universidad de Valencia; a los pocos meses conseguí la de La Laguna y llegué allí con unas ganas enormes de captar mi ser, mi función. Tengo que recordar una anécdota con Delibes. Montse [su esposa] y yo ya teníamos casa en Madrid y La Laguna nos parecía que estaba muy lejos. Delibes me dijo: “Lejos, ¿de dónde?”.

No tengo conciencia como maestro, sino como profesor que iba a cumplir una misión determinada, una función, una obligación”
E. Lledó
No lo dudamos desde luego y los tres años en La Laguna fueron inolvidables, me encontré con un calor, un eco y una acogida maravillosos. Me di cuenta de que yo quería a aquellos jóvenes que se sentaban frente a mí y que ellos me querían. Aquellos años no publiqué ni una línea, sólo preparaba las clases, me enrollaba, valga la expresión, y creo que unas de las mejores clases que he dado han estado inspiradas en aquella preparación previa, totalmente distintas de las demás.
P. ¿Qué quiso enseñar usted, don Emilio?
E. LL. En los años de comunes, Fundamentos de Filosofía e Historia de los Sistemas Filosóficos, como pomposamente se llamaba la disciplina. Pero lo que quería era abrir el riquísimo horizonte que la filosofía arrastra. Quería enseñar lo mejor que sabía.
Claro, en esa enseñanza se transmitía lo que yo era, un hombre con 36-37 años con 10 años de experiencia en la Universidad de Heidelberg; jugaba con mucha ventaja, y no porque hubiera aprendido muchas cosas que mecánicamente transmitiera a mis alumnos, era totalmente ajeno a esa idea. Pero fue un shockencontrarme con la vieja Universidad de Heidelberg en 1953, llena de novedad, donde no había asignaturas, donde los profesores hablaban cada semestre de temas distintos dentro de su especialidad con total libertad.
Se ve que cuando llegué ya llevaba ese espíritu, esa inquietud, y me sentí entusiasmado. Me fui al acabar el servicio militar, con 53 kilos de peso y con una maleta de cartón con las esquinas metálicas.
M. C. El maestro emerge tarde, como decía. El maestro era un modelo con otra forma de hacer las cosas para entender la filosofía, pero también para transmitirla, para enseñarla. Es lo que en primera instancia nos llamaba la atención, otra forma de enseñar filosofía, el no estar pegado al programa de la asignatura; él se quejaba mucho del “asignaturismo”, era como remover las fichas del dominó y transmitir lo que sabía de otra manera, todo distinto. La transmisión del saber.
Con el tiempo te llama la atención una constante que aún se mantiene en él, esa mirada inocente sobre el mundo, que no ingenua. Una mirada limpia, desprejuiciada en la medida de lo posible; eso es lo que nos llamaba la atención porque no lo encontrábamos en otros profesores.
Se repite mucho la frase “no se enseña filosofía, se enseña a filosofar”, pero nadie explica en qué consiste enseñar a filosofar. Pues nosotros a lo que asistíamos era al ejercicio vivo del filosofar. Es lo que sale tiempo después, te das cuenta de que en la gente que ha estado en sus clases ha quedado una memoria viva de esas clases, y que no existe la misma memoria ni con la misma intensidad con otros profesores.

Se empieza a identificar a un maestro cuando ves cosas en él que de joven no estás en condiciones de ver”
M. Cruz
Fue una experiencia del filosofar realmente impactante para nosotros. Creo que es lo que ha quedado en toda la gente que estuvo en sus clases.
P. ¿Se siente reconocido con esa mirada inocente?
E. LL. Tendríamos que pensar qué significa esa inocencia. Aunque Manolo lo ha querido evitar, también había una cierta ingenuidad, sinceridad o sencillez.
La idea del profesor que se sube a la tarima e impone cosas siempre me ha parecido repugnante, no iba conmigo, con mi manera de ser. Me escandaliza que algún político de nuestro país diga que al profesor hay que darle autoridad: la autoridad se la gana uno mismo, enseñando cómo es él en la manera de entender la materia que tiene que transmitir.
Es verdad que yo tenía esa inocencia porque me sentía parte de una pequeña familia mientras duraba la clase, aunque los alumnos casi siempre estuvieran callados. Éramos una familia que nos queríamos, en la que yo hacía funciones de padre o hermano mayor que enseñaba algo que a mí me interesaba y que me parecía fundamental para que ellos se enriquecieran. Era un transmisor (con mayor o menor fortuna) de ese enriquecimiento.
M. C. Está muy bien traído lo de la ­autoridad porque la gran diferencia entre autoridad y poder es que la autoridad te la atribuyen, no puedes decir que tienes autoridad, pero sí puedes decir que tienes poder. La autoridad te la han de conceder los demás, es absolutamente democrática. Ese reconocimiento por parte de los que han estado en sus clases es un reconocimiento de autoridad que tiene que ver con el mérito, no con el escalafón o cosas por el estilo.
En la época de Barcelona, finales de los sesenta, principios de los setenta, los últimos años del franquismo, a punto de la Transición, esa actitud estaba en el ambiente, no podíamos ser resabiados, no teníamos derecho a serlo; hoy mucha gente lo es. Teníamos la oportunidad, incluso el deber, porque algo nuevo estaba a punto de irrumpir. En esa disposición, la mirada inocente era la que correspondía, mientras que la mirada resabiada, por ejemplo, de algún profesor, era la mirada de lo viejo, del que cree que está de vuelta y que en el fondo se iba a quedar descolgado.
En ese sentido, las generaciones posteriores han arrastrado un peculiar déficit, lo que llamaría el piterpanismo, una generación, a la que nosotros pertenecemos, a la que le ha costado asumir su lugar, lo digo con la boca pequeña, y que por eso tampoco ha sabido darse cuenta de la responsabilidad que significaba que los demás te reconocieran un poquito de autoridad.
P. ¿Está de acuerdo con esta visión de aquel momento?


Cruz y Lledó, durante la charla. / BERNARDO PÉREZ
E. LL. Hace 20 años que estoy alejado de la práctica universitaria, lo que ha sido mi vida. Es cierto que teníamos algo esperanzador, todos estábamos contra aquella universidad del régimen con el que no estábamos de acuerdo, esperábamos algo. Estábamos en una dictadura, en un ambiente asfixiante, y sin embargo nunca he sentido más libertad que en aquellos años de La Laguna y del patio de la Universidad de Barcelona donde latía la vida.
En los 11 años que estuve en Barcelona descubrí lo que realmente era vivir, la vida de un profesor universitario, la de intentar transmitir también la esperanza que todos sentíamos de que aquello acabaría en algún momento, como así fue. En el fondo, la filosofía tenía que ver con conceptos esenciales como la justicia, el bien, la sabiduría, la comunicación y la palabra. Estar intentando tocar a través de la filosofía esos grandes conceptos y que pudiera modernizar, esperanzar un eco para un futuro que estaba llegando era mi función como profesor, aunque entonces no fuera consciente de ello.
Ahora estamos desesperanzados; entonces luchábamos para algo y contra algo desde nuestro pequeño espacio, desde el mío como profesor y el de aquellos alumnos que gritaban contra el franquismo desde el patio de la Universidad de Barcelona. Era algo que nos unía.
M. C. El piterpanismo marca una diferencia entre una generación y las otras en la práctica en la que se expresaba. El piterpanista no se reconoce como el padre; como mucho, como el hermano mayor que usted decía, el colega de los alumnos. Esa actitud, que se prolongó demasiado tiempo por parte de las generaciones posteriores porque lo inauguraban todo, la democracia, el gobierno de izquierdas, vivían en excitación permanente… creo que hizo que no pudieran o no quisieran asumir su papel de la manera que usted sí pudo asumir.
Estoy pensando en lo que decía Hannah Arendt: “¿Cuál es la función del educador? El educador es la correa de transmisión de la herencia recibida”. La herencia llega, se ve, se examina, se critica, se mejora, se limpia y se traspasa a las siguientes generaciones en las mejores condiciones. Es lo que usted hacía. Nos hablaba de Platón, pero nos aclaraba que no era ese Platón del que nos hablaron, sino otro, el que él veía o el que podía servir. Asumía la tradición explícitamente, la trabajaba y la transmitía.
Las siguientes generaciones no se han atrevido a hacerlo. El concepto tradición era como el de autoridad. Un hándicap que nos ha lastrado durante mucho tiempo ha sido el miedo a algunas palabras como tradición o autoridad, hay que reconsiderar lo que quiere decir tradición y a continuación reivindicarlo.

La autoridad se la gana uno mismo, enseñando cómo es él en la manera de entender la materia que quiere transmitir”
E. Lledó
En ese sentido creo que don Emilio pudo asumir ese papel de una forma plena, con todas sus consecuencias, mientras que las generaciones posteriores han estado dudando.
P. ¿Qué consecuencias ha tenido?
E. LL. También había una especie de sinceridad, de naturalidad. Yo pude ser catedrático en aquella época franquista y para mí fue una enorme sorpresa en el sentido más hondo, feliz y alegre porque en esa profesión se realizaba algo de lo que yo tenía, de lo que yo sentía. Mi manera de entender la filosofía y transmitirla era también mi yo, y me parecía que en esas clases —puede parecer un poco narcisista, pero no lo es— mi trabajo era importante y es lo que provocaba esa apertura, esa inocencia, ese no tener excesivos prejuicios aunque tenía el maravilloso prejuicio de ser quien era. Si eres quien eres, esa quienidad, valga la expresión [risas], se tiene que transmitir.
En esa quienidad —¡Dios, qué palabra! Me van a echar de la Academia— se transmitía una buena voluntad, sin la menor duda, el querer algo que brota de algo que tú tienes, que no es del todo malo sino bueno, y además esa transmisión es bondad.
Quisiera añadir algo sobre la memoria viva. Todos somos lo que hemos sido —por eso hay que seguir insistiendo en la memoria histórica, los defensores del olvido acaban en el alzhéimer colectivo más feroz e inaceptable—, la memoria es lo que hemos sido, lo que hemos aprendido, lo que consciente o inconscientemente ha ido posándose en nuestro ser, es lo que nos constituye. Estar siempre presente siendo desde lo que hemos sido, siendo en lo que hemos sido o siendo hasta para lo que hemos sido, la memoria viva, vivir esa memoria, revivir esa memoria.
Yo revivía a Platón, a Kant, a Sartre, a Nietzsche o a quien se me pusiera por delante que yo hubiera estudiado bien. La misión de un profesor es revivir: lo dices tú, lo enseñas tú y lo haces palabra tú. La palabra está mojada, digo muchas veces que nacemos en una lengua materna y que somos una lengua matriz, estamos montados en nuestro matricismo.
P. Decían que buscaban una esperanza. Don Emilio vivió la guerra, Manuel no; los dos vivieron el franquismo. ¿Cuál era la esperanza de cada uno de ustedes? ¿Cómo se ha ido constituyendo la esperanza, en decepción o en otra esperanza diferente?

La autoridad te la han de conceder los demás, es un reconocimiento absolutamente democrático”
M. Cruz
E. LL. Tuve la desgracia de vivir la Guerra Civil, de saber lo que es, de haber visto la muerte, cuerpos destrozados en bombardeos. Mi padre era militar en Vicálvaro; algunas veces me trajo a Madrid y recuerdo esas imágenes desde niño, he visto que la sangre mancha, que la pólvora huele; he sentido la destrucción real después de caer una bomba y no se olvida jamás.
Tengo clarísimas las imágenes de la Guerra Civil y es una suerte poder evocarlas y referirme a ellas porque es una experiencia única haber vivido los horrores de nuestra guerra. Ahí descubrí que tenía que buscar algo que no fuera aquella violencia y que se pareciera más a aquella escuela pública de Vicálvaro con don Francisco López Sánchez.
En aquella atmósfera de inseguridad, muerte y asesinatos, y no digamos en la del hambre real de la posguerra, cuando expulsaron a mi padre del ejército, y que duró casi 10 años, teníamos que esperar un país donde aquello no fuera posible, donde esa miseria mental que procuraban inocu­larnos y la material por la ausencia de comida no se repitiera jamás.
P. El franquismo. ¿Qué supuso esa ­época para vosotros? ¿Qué herida dejó en este país?
E. LL. Era una herida estimuladora, no infectada, queríamos curarla de verdad. Si hubiera seguido aquí, habría sido distinto. Cuando llegué a Heidelberg sólo estábamos dos o tres españoles allí, fue un poco antes de la gran oleada de trabajadores españoles que salieron, sobre todo andaluces.
Me parece injusto cuando hablan de la pereza andaluza: se fueron a Alemania huyendo del hambre. Una de las grandes esperanzas que quedan y que tenemos que revisar es esa idea de los topicazos que coagulan nuestra mente y que nos impiden pensar. Tiene que ver con la educación y con lo que hablábamos antes. Yo no pensaba que como profesor pudiera servir para algo. Ese para algo era para esperanzarse o para esperancearse —van a acabar echándome de la Academia—, una cosa es esperar y otra esperancear. La esperanza era algo lleno de interés, de conocimiento y sobre todo de afecto, pasión, deseo porque este país fuera distinto del que estábamos viviendo.


Manuel Cruz y Emilio Lledó. / BERNARDO PÉREZ

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