En "El País" (25 abril 2015):
jueves, 30 de abril de 2015
PRENSA. "Lieber Günter". Grita Loebsack
En "El País":
‘Lieber Günter’
La intérprete de conferencias internacionales Grita Loebsack recuerda el paso de Günter Grass por las Waffen SS, donde entró a los 16 años, al final de la Segunda Guerra Mundial
Ya no puedes oírme o tal vez sí, pero más allá de tu muerte aún se oyen voces de reproche, dentro y fuera de Alemania, porque tú, al que solían llamar la conciencia moral de Alemania, te habías callado durante años un hecho que suena a muerte, a tormento, a criminalidad: tu pertenencia a las Waffen SS. ¿Por qué?
A los 15 años, siendo un buen chico de las Juventudes Hitlerianas, quisiste ir a la guerra y te ofreciste voluntario para el servicio de las armas. Como hijo de la ciudad de Dánzig, a orillas del mar Báltico, pediste servir en los submarinos, pero te dijeron que ya no admitían a nadie en la Marina y que a lo mejor te podrían acoger en una unidad de carros de combate, y que de todas formas tendrías que esperar a cumplir los 17 años. En septiembre del 44, pocos meses antes de cumplirlos, te llamaron a filas y te comunicaron que ibas a pertenecer a la unidad de los carros de combate de las Waffen SS.
Cuando llegaste a Berlín, la ciudad estaba en llamas. Desde allí te mandaron a Dresde para “formarte”. Pero, mientras tanto, en el Oeste, las fuerzas aliadas avanzaban hacia la frontera, y en el Este los rusos habían cruzado ya la frontera y avanzaban hacia Berlín. Todos sabían que la guerra estaba perdida y en los frentes y en las ciudades alemanas reinaba el caos.
Helmut Frielinghaus, hasta su muerte lector y amigo tuyo, y sólo un poco más joven que tú, nos mandó, en 2006, a todos los traductores de Pelando la cebolla (también a mí porque colaboraba en la versión española de mi marido Miguel Sáenz) una carta como “testigo de aquellos tiempos” en la que nos explicó cuál había sido la situación: “Quien fue llamado a filas en aquella época (otoño de 1944) ya no podía elegir el arma (Waffengattung) ni la unidad. Los muy jóvenes como yo o los ancianos fueron enviados al Volkssturm (asalto popular), y formados en el manejo del lanzagranadas. Los incluían en algún comando y los mandaban al frente. La retirada de las tropas alemanas estacionadas en el Este había empezado hacía meses, pero ni siquiera se trataba de una retirada organizada. Los soldados, sobre todo los de escasa formación y sin experiencia, se utilizaban como carne de cañón. La gran suerte de Günter, y lo que le salvó la vida, fue que muy poco después de mandarle al frente le hirieron. Y la otra suerte: que después le hicieran prisionero de guerra los americanos”.
Pero más impresionante es la segunda parte de su carta, en la que Frielinghaus dice: “Después del fin de la guerra lo primero (algo que podía durar años) fue sobrevivir de un día para otro (buscar comida, techo, material de calefacción), muchos vivían entre ruinas... Todo esto hoy es difícil de imaginar. Pero muchísimo más terrible fue lo que iba sabiéndose sobre los campos de exterminio, los innumerables crimenes, los crímenes de guerra y mucho más, al encarar los 12 años de la época nazi. Lo menciono [dice Frielinghaus] porque todo alemán pensante acarreaba este peso, se sentía dominado y marcado por él, y a menudo lo ha hecho aún hasta hoy, como yo por ejemplo. Desde nuestra perspectiva, todo, de la mera pertenencia al partido nazi NSDAP hasta la participación en los innumerables crímenes, tenía más peso que una pertenencia obligada por el mando a una unidad de las Waffen SS. Y lo digo [sigue] porque me imagino que Günter probablemente durante decenios ni siquiera tuvo la idea de que hubiera sido correcto y mejor contar este hecho”.
Lieber Günter, creo que así puede haber sido y creo también lo que un día me contestaste —lo que decías a mucha gente, pero que nadie más que los que escriben pueden creer— cuando te pregunté pero por qué, por qué no lo contaste antes; dijiste: “Yo tenía que encontrar una forma literaria para expresarlo. Cuando la tuve, salió por sí solo”.
No sé si nunca alguna vez te lo conté: yo tenía un hermano que se alistó voluntario y que murió dos meses antes de terminar la guerra, como carne de cañón, a los 18 años. Nunca me he preguntado si también fue de las Waffen SS...
Sé cuánto has sufrido por aquella polémica y sé cuánto has expiado. Como todos los traductores con los que has trabajado en las famosas reuniones que organizabas para cada libro, te recordaré siempre así, por tu mejor lado: como un ser generoso, noble, sencillo, comprensivo, con muchísimo sentido del humor y con una sensibilidad exquisita.
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PRENSA CULTURAL. Sobre Cervantes. "Marcado por la mala vida". Luis García Montero
Luis García Montero
Marcado por la mala vida
Actualizada 25/04/2015
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Entró la desgracia en la familia cuando el abuelo Juan abandonó a su mujer y a su descendencia. Fue el anuncio de una nube oscura que cruzó el cielo en forma de destino. No tardó mucho en volver a llover de mala manera. El padre cumplió siete meses de cárcel por deudas y convirtió los barrotes y las cadenas en una herencia.
El protagonista de nuestra historia tuvo que lidiar con la justicia desde muy joven. Pero su primer delito grave lo cometió a los 22 años, cuando hirió a un hombre. Huyó de España para evitar el castigo, buscó acomodo en la Roma de los césares y los pontífices, encontró amparo en el ejército y libró batallas importantes que lo dejaron manco.
Otro golpe de fortuna volvió a conducirlo al cautiverio. Preparó algunas fugas que resultaron fallidas. Una mala lengua corrió la noticia de que la vida amable en la prisión se debía a tratos pecaminosos con uno de sus carceleros. Recobró la libertad gracias a la ayuda de su familia o a una suma de dinero conseguida con relaciones poco decentes.
Probó fortuna en la literatura y en la vida, publicó libros, se casó, decidió repetir la aventura del abuelo Juan, dejó el hogar y desempeñó el oficio de recaudador de impuestos por los caminos del sur. Fue excomulgado, dio con sus huesos en la cárcel, recobró la libertad, volvió a entrar en prisión, volvió a salir a la calle y sobrevivió en un ambiente de modestos escándalos y de mala fama, ese rumor picante que arrastraban sus hermanas, sus sobrinas y una hija natural que había decidido imitar la suerte de las mujeres de la familia. Un crimen perpetrado cerca de su casa le costó el último enredo serio con la justicia.
Penosos antecedentes familiares, deudas, rumores malintencionados, fracasos en las aspiraciones cortesanas, celdas y jueces soberbios caracterizaron su vida. Los partidarios de la mano dura y de no permitir las segundas oportunidades encontrarían hoy en Miguel una víctima propicia. Su historia hubiese servido para criminalizar la pobreza y convertir el pensamiento disidente en un problema de orden público.
Pero la historia sucede con frecuencia como un acontecimiento irónico, el mito y el olvido se dan la mano. Los muertos se ríen de los vivos en cuanto se les ofrece una oportunidad. Nuestro personaje es hoy respetado por los académicos, aplaudido por los reyes, celebrado por los ministros, citado en los discursos políticos y estudiado en los colegios.
Entre agobio y agobio, celda y celda, escándalo y escándalo, acertó a escribir a los 58 años uno de los libros más importantes de la literatura universal, ganando así la partida a las convenciones más que a la desgracia. En cualquier caso, el éxito de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha no carece de chiste o ironía. Los personajes literarios también aprovechan la oportunidad que dan los lectores para reírse de sus padres. Marcado por una realidad más que dura, Cervantes quiso denunciar la mentira y la grandilocuencia de una España que había convertido los valores tradicionales en una gran farsa. Por eso imaginó las aventuras de un loco, tan humano como ridículo, que se empeñaba en vivir a destiempo el mundo de las novelas de caballería. Lo que necesitaba la vida española era lo contrario, un comportamiento alejado de los códigos de la Iglesia, la superstición y el feudalismo.
La posteridad lo hizo célebre, pero lo traicionó con su personaje. En los elogios se aplaude la fuerza del soñador, la audacia del héroe que ataca a los gigantes y libera a los bandidos, a los que confunde con pobres víctimas de la injusticia. Cervantes, sin embargo, quería un mundo humanista en el que los molinos fuesen molinos de viento, los bandidos fuesen bandidos y los locos no se convirtieran en un modelo social. Su fama póstuma lo ha empujado a la orilla contraria. Hay más quijotistas que cervantistas. España no es país de discursos serios y meditados, sino de locuras simpáticas. Es el lugar que nos ha reservado la civilización.
Los que somos cervantistas nos alegramos de que la vida le diese a Miguel de Cervantes la oportunidad de escribir y de superar las malas andanzas del destino. Sentimos también una ternura suave por el personaje. Pero, sobre todo, levantamos la copa por el autor cada 23 de abril.
PRENSA. Sobre el terremoto de Nepal. "Escombros de cine en Bhaktapur". Bernardo Bertolucci
En "El País":
Escombros de cine en Bhaktapur
El director de cine italiano, que acudió a Nepal en varias ocasiones, espera que "la respuesta del mundo ante la tragedia sea potente"
Entre las imágenes de los escombros retransmitidas por la televisión intenté, en vano, reconocer los lugares de mi memoria; entrever la gran estupa que se erige no muy lejos de Bhaktapur. Y tuve ganas de llorar. Katmandú, Patan y Bhaktapur son los lugares simbólicos de la cultura de Nepal, país al que estoy profundamente vinculado. Y es grande el dolor que siento por las miles de víctimas.
Descubrí esos lugares en 1973, cuando por primera vez puse rumbo a Oriente con mi mujer, Clare. La idea fue suya: ella era una viajera, yo no. Fue un viaje en el que nos conocimos y nos reconocimos. Un viaje de iniciación que derrumbó todos mis estereotipos sobre esos países. Un descubrimiento total. Fuimos a Tailandia, luego a Bali, y después a Benarés, y a Katmandú, donde vivimos durante un mes. Recuerdo el estupor y el asombro ante los edificios de Patan, donde luego filmaría Pequeño Buda. Aquello era el triunfo del horror vacui, del miedo al vacío: todo estaba decorado, cada centímetro. Arquitecturas y esculturas admirables donde el arte budista se funde con el hinduista, y encontramos a Buda junto a Visnú, Kali y Ganesh.
Me acuerdo de la primera vez que llegué a ese valle aislado, casi inaccesible. Nos quedamos sin aliento ante la belleza de Bhaktapur y Patan, a la que llamábamos Patan City. Emocionados ante esos tejados sobre los que crecía la hierba, algo extraordinariamente poético que me recordaba a un pueblecito de los Apeninos de Parma. El encuentro humano fue emocionante. Ese pueblo tenía una enorme cultura de la acogida. Esa gente parecía sacada de los sueños de Pier Paolo Pasolini, cuando hablaba de la inocencia arcaica en los países más pobres y espirituales. Frente a un río a las afueras de Katmandú presencié por primera vez una cremación. Había algo limpio, puro, en aquella carne que se convertía en fuego y humo.
En 1973, Katmandú, Bhaktapur y Patan eran destinos hippies, meta de un turismo pobre y respetuoso con aquellos lugares. Cuando regresé 20 años después para estudiar la zona y, más tarde, grabar Pequeño Buda, a principios de 1990, había un aeropuerto capaz de recibir los enormes vuelos chárter llenos de ese turismo que lo arruina todo. Nosotros también llegamos como una especie de ejército de ocupación: montones de camiones y grupos electrógenos que sin duda contribuirían a aumentar la contaminación. La pequeña posada donde nos hospedamos en 1973, que se llamaba Yak & Yeti, se había convertido 20 años después en un lujoso hotel de cinco plantas que sirvió de cuartel general durante el rodaje. Tiemblo con solo pensar que haya podido derrumbarse. Allí hacíamos las proyecciones con los materiales que nos enviaba la Technicolor desde Roma; eran tiempos de un cine que ya no existe.
En Bhaktapur grabamos todas las escenas ambientadas en el palacio de Siddharta antes de convertirse en Buda. A aquella estructura añadimos una parte que hicimos nosotros y que los nepalíes quisieron conservar. Ahora, los escombros de una ciudad tan antigua se han mezclado con los escombros del cine que nosotros llevamos allí. Cerca de Bhaktapur hay una enorme y preciosa estupa, con los ojos de Buda, donde el niño americano pregunta qué significa la palabra “impermanencia”.
Los budistas tibetanos crean maravillosos mandalas de arena repletos de color, que luego serán destruidos por una ráfaga de viento. Eso es la impermanencia. ¿Somos capaces de imaginar la tragedia que supondría para nosotros la pérdida en unos segundos de alguna de nuestras extraordinarias ciudades toscanas? Es difícil.
Ante la tragedia de Nepal ya se ha producido una respuesta del mundo. Espero que sea potente, que haya una gran solidaridad hacia esos pueblos remotos. Son lugares y personas muy lejanos, montañeses testigos de algo que hay que salvar a toda costa.
© La Repubblica. Texto recopilado por Arianna Finos.
Traducción de News Clips.
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miércoles, 29 de abril de 2015
PRENSA. "Escalas". David Trueba
En "El País":
Escalas
La confluencia de fenómenos estrictamente humanos con accidentes naturales despierta el desasosiego, y más a quienes se empeñan en atar el origen de la vida a su bibliografía religiosa
Es imposible sentirse ajeno a las imágenes de devastación que llegan desde Nepal. A las muertes y la precariedad asistencial se suma el derrumbe de muchos iconos de su cultura y tradición. Las estatuas de budas enterradas entre escombros en Bhaktapur o los restos de la anteayer erguida torre de Dharara en Katmandú son imágenes que golpean desde cada medio de comunicación al mundo entero. La noticia llega embutida entre dos fallas irremediables del sistema: la enorme desigualdad que genera oleadas de emigración trágica, en huida permanente del caos, la violencia y la corrupción hacia lugares más acomodados, y la respuesta radical del integrismo religioso al progreso de las costumbres. Estos dos polos informativos generaban en las últimas semanas una tremenda ansiedad que finalmente ha roto por la parte más débil en uno de los países más castigados de Asia.
La relación entre estos fenómenos solo se sustancia en la realidad mediática, esa que tiene la obligación de ordenar jerárquicamente el mundo cada seis horas en los servicios informativos. La confluencia de fenómenos estrictamente humanos con accidentes naturales despierta el desasosiego, y más a quienes se empeñan en atar el origen de la vida a su bibliografía religiosa. Ante la violencia geológica despertada en Katmandú, muchos no pueden evitar reconocer que había más inteligencia en las tribus que se pasmaban ante la autoridad de los elementos naturales. El Sol, la lluvia, la Luna o la montaña mostraban a los hombres su pequeñez antes de que la imposición violenta de explicaciones más intelectuales imprimiera a sangre y fuego un sentido de la existencia.
Los montañeros que acuden al Everest, donde se vienen denunciando los excesos de tráfico turístico, se motivan con un juego desafiante de escalas naturales ante los ochomiles. Así como los espectadores consienten, durante el informativo que narra las vicisitudes del Nepal tras el terremoto, someterse a un mismo rigor de escalas. El de asumir que por debajo de todo hay azares geológicos que insisten en corregir nuestras tentaciones trascendentes y muestran lo ineptos que somos por no centrarnos en arreglar los problemas de los hombres, tan cercanos y escandalosos, mientras nos envalentonamos con imponer nuestras deficiencias mentales al orden del universo.
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PRENSA CULTURAL. "Juego de tronos". "Hierro, sangre y sexo". Jacinto Antón
En "El País":
Hierro, sangre y sexo
El secreto de 'Juego de tronos' estriba en convertir lo remoto en cercano
Sentado el otro día en el Trono de Hierro, el incómodo asiento de Aegon el Conquistador, forjado con las espadas de sus enemigos caídos, mil de ellas, calentadas al rojo blanco en las forjas de Balerion, el Terror Negro, volví a experimentar todo el poder de la serie creada por George R. R. Martin, el simpático Falstaff de la fantasía reconvertido en Midas del género. No era el trono verdadero, por suerte, porque ello me hubiera puesto en peligro —el trono mismo según se cuenta era capaz de matar a un hombre— y sin duda llevado pronto a engrosar la inacabable lista de muertos de la historia, sino el que habían instalado para hacerte un selfie junto a Jon Nieve en el Salón del Cómic de Barcelona. De la fuerza de Juego de tronos da prueba el que todo un hombre maduro como yo —y me quedo corto— se emocionara sin pudor instalado en aquel decorado. A punto estuve de preguntarle al joven Nieve -tan falso como el trono pero muy bien caracterizado- si me aceptarían en la Guardia de la Noche para defender el Muro y si convalidaban mis años de periodista. Probablemente no.
Leí en su momento con pasión los primeros libros de Canción de hielo y de fuego y he sido un seguidor inconstante de la serie televisiva. Recuerdo como un relámpago de acero la primera entrega, rematada con la ejecución de Eddar Stark (momento comparable por lo traumático a la muerte de Tom Jordache-Nick Nolte en Hombre rico, hombre pobre), y cierto progresivo cansancio a medida que la serie, en papel y en imagen, se iba dilatando mucho más allá de los planes originales de Martin, un autor con muchísimas más cosas interesantes, y no me cansaré nunca de recomendar Muerte de la luz —una de las historias de amor más hermosas que se han escrito jamás— y Sueño del Fevre (lo mismo pero en amistad).
Juego de tronos es por supuesto un destilado, muy a menudo genial, de numerosos ingredientes. Se ha señalado mil veces la clara influencia de la Guerra de las Rosas inglesa, con sus dos dinastías envueltas en una lucha despiadada por el trono: hacedores de reyes que cambian de bando, reinas infieles y crueles, niños asesinados, monarcas débiles, y un príncipe deforme como uno de los grandes personajes de la trama (aunque curiosamente mientras asistíamos al encumbramiento del menudo Tyrion Lannister el hallazgo de los restos de su inspirador, Ricardo III, ha revelado que al parecer era bastante normal). En cambio, se suele pasar por alto, seguramente por su adscripción a la ciencia-ficción, la influencia de Dune, de Frank Herbert, con sus casas nobles enfrentadas en un juego de poder por la primacía del imperio, que me parece importantísima (hay un texto que recita Arya Stark para conjurar su miedo que es casi igual que el que repite Paul Atreides: “El miedo hiere más que las espadas”).
Uno puede reírse de la engolada épica bárbara del Conan de Howard (y Milius) pero, ¡diablos!, a ver quién se toma a broma las intrigas de los Lannister
Por supuesto toda la fantasía heroica —Leiber, Moorcock, Donaldson—, está en Juego de tronos, y con ella la amalgama de novelas de caballería, literaturas germánicas y escandinavas, relatos artúricos, poesía romántica y cuentos de terror que han impregnado el género desde sus inicios. Las espadas famosas (¡quién no querría una!), los guerreros, los dragones, las tierras fabulosas, los brujos, son elementos que la serie comparte con un sinfín de creaciones. ¿Qué la hace pues tan conspicua? El secreto está en haber convertido todo un material remoto en algo increíblemente cercano. Uno puede reírse de la engolada épica bárbara del Conan de Howard (y Milius) pero, ¡diablos!, a ver quién se toma a broma las intrigas de los Lannister. Hielo es una espada que corta de verdad y no como la fantasmagórica come almas Stormbringer de Elric de Melniboné. Juego de tronos chorrea sangre real -en eso se ha beneficiado de la moda de las novelas (Cornwell, Scarrow) y películas bélicas realistas- y también rezuma, con perdón, sexo. Ciertamente la serie ahí ha apretado. Cada uno recordará su imagen erótica, de las muchas, muchísimas. Acaso las del gañán Drogo con su khaleesi o algún incesto en detalle. A mí me sube un calorcillo —y mira que hace temporadas— cada vez que recuerdo al malogrado Viserys Targaryen metido en una bañera con una jovencita esclava hablando de política hasta que él la hace pasar a mayores, y no me refiero al jabón. Antes, en el género fantástico el sexo nunca había sido enteramente satisfactorio (y valga la frase). Las princesas y guerreras quedaban un poco de calendario. Vamos yo no me metería en una bañera con Red Sonja ni bien armado (¡). Por no hablar del pureta padre Tolkien, cuya mejor imagen de la libido es la Torre Oscura de Barad-dûr.
Martin posee también —sin perder el sentido de la maravilla y de la épica— una buena mano para describir sentimientos y emociones, que nunca fue el fuerte en la Sword & Sorcery. He ahí una delicadeza que nunca encontraremos en Cimmeria.
PRENSA. En la muerte del historiador Raymond Carr. "Re-pensar España". Juan Pablo Fusi
En "El País":
A PROPÓSITO DE RAYMOND CARR
Re-pensar España
El historiador rememora la figura del fallecido hispanista británico
La cubierta del primer tomo de memorias (Más de mi vida) del filósofo A. J. Ayer era una fotografía en la que aparecían, sentados en el banco de un jardín de un college de Oxford, Raymond Carr, el propio Ayer y Hugh Trevor-Roper, el historiador en aquel momento (1962) Regius Professor de Historia en Oxford, la máxima posición profesional alcanzable en la universidad británica (puesto, por cierto, que Carr pudo haber alcanzado en 1980). Lo que la fotografía indicaba es que Carr, que en 1962 no había publicado aún ningún libro, que no era doctor —nunca lo fue—, era ya una personalidad distinguida de Oxford y, añado por mi cuenta, una de las más atractivas e interesantes de todas ellas: “Distinguido”, “divertido”, “encantador”, comentaba The Sunday Times en 1980 al analizar las candidaturas a la cátedra citada (cito de la biografía de Carr escrita por María Jesús González, Raymond Carr: la curiosidad del zorro, 2010), si bien el periódico también aludía a la supuesta “frivolidad” de Carr, a su estilo narrativo y a su poco interés en las cuestiones administrativas (lo que no era del todo cierto: Carr dirigió St. Antony’s College de Oxford entre 1968 y 1988, e hizo de éste uno de los centros más dinámicos de la universidad). Añadamos: alto, desgarbado, irónico, excéntrico, escéptico.
Desde que llegó allí como becario en 1938, Carr fue, en efecto, un hombre de Oxford, que entendió al instante lo que Oxford era: socialmente, ingenio, agudeza, originalidad, conversación brillante; historiográficamente, horror a las generalizaciones, jugar con las ideas, iconoclastia, narrativa inteligente. Carr, un hombre de origen modesto (su padre fue profesor en pequeñas escuelas locales del sur de Inglaterra), triunfó en Oxford de forma inmediata y se diría que por una sola razón: por la asombrosa naturalidad con que, en razón de su personalidad (talento, originalidad, ingenio), se instaló en aquel complejísimo y exigente entorno intelectual y en su aún más exclusivista y excluyente entorno social (aristocracia terrateniente, élite social y política, alta burguesía del dinero). Carr escribió en 2010 que él era un social climber —mejor así, en inglés— habituado a vivir en las casas de la aristocracia (su propia mujer, Sara Strickland, con la que casó en 1950, pertenecía a la alta aristocracia británica). Al joven Carr le fascinaron ciertamente Oxford y la aristocracia, aunque miró a ésta siempre con extremada ironía, como a una clase en declive y snob. Pero lo interesante es lo contrario: la fascinación que Carr ejerció sobre los círculos de la aristocracia en los que se integró y, como decía antes, sobre la élite intelectual de Oxford, un Carr que, como observó su amigo el novelista Nicholas Mosley, fue siempre, donde quiera que estuviese, él mismo: irónico, provocador, singular, agudo, informal, desordenado, distinto.
“Toda mi vida [solía repetir] ha estado dedicada a España”. Fue en gran parte verdad, aunque su ironía le hiciese decir que su mejor libro era La caza del zorro en Inglaterra(1986), un libro excelente, una evocación nostálgica de la Inglaterra rural, la Inglaterra de la aristocracia terrateniente y de la gentry, la Inglaterra de Trollope y Thomas Hardy, sus novelistas favoritos.
España 1808-1939, su gran libro (se publicó en 1966) fue una obra maestra, irrepetible. Apareció en el momento preciso: España 1808-1939 fue la culminación de lo que otro gran historiador por quien Carr sintió profunda estima, Jover Zamora, llamó “la marcha hacia el siglo XIX”, el giro de la historiografía española hacia el contemporaneísmo, que Jover atribuyó al pionerismo de Pabón, Artola, Seco Serrano y otros historiadores españoles, al decisivo influjo de Vicens Vives, a la creación de departamentos de Historia Contemporánea en 1965, al concurso de historiadores de otras disciplinas (Maravall, Díez del Corral, Anes, Nadal…), al propio hispanismo anglosajón (Brenan, Carr, Thomas, Payne, Jackson) y a la escuela de Pau de Tuñón de Lara.
Todo lo cual vino a plantear una sola cosa: que fue en el siglo XIX y primeras décadas del XX —no en los visigodos, ni en la España del Cid, ni en la Reconquista, ni en Castilla— donde radicaban las razones últimas del fracaso de España como nación y Estado modernos. La tesis de Carr era que el liberalismo y los liberales españoles contaron con pocas posibilidades de éxito en su proyecto de reforma y modernización de España, porque se enfrentaron con la resistencia al cambio de la derecha tradicional, y con el doctrinarismo irresponsable de la izquierda.
Carr hizo —repito— la obra maestra del contemporaneísmo del siglo XX. Gracias a su obra —como culminación de los estudios españoles y extranjeros sobre España—, España aparecía no como una excepción o anomalía histórica, sino como un país que en el siglo XX tuvo, como herencia del XIX, ante todo tres problemas: un problema de atraso económico, un problema de democracia y un problema de vertebración del Estado.
Carr fue siempre, decía, irónico y escéptico. Atribuía su interés en España a un accidente: a que Brenan no quiso escribir el libro que luego él, Carr, escribió. Decía no tener otra metodología que leer a los clásicos; insistía en el papel que el azar y lo inesperado tenían en la historia. No decía “azar” sino, siempre, “accidente”, quién sabe si como un guiño a la película Accidente, de Joseph Losey, basada en una novela de Nicholas Mosley, cuyos dos protagonistas, espléndidos, son en realidad Carr y el propio Mosley.
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martes, 28 de abril de 2015
PRENSA. Carta al director sobre la crisis económica concreta
Fotografía de Samuel Aranda
Les escribo, queridos señores, para matar el hambre de madrugada. Sí. Tengo 41 años. Estoy en esa franja de edad invisible para ustedes. Por alguna oscura razón, a pesar de sus leyes, y Constituciones, sobrevivo gracias al arroz blanco, al amor materno y a la amistad. También por pequeños trabajos en eso que ustedes llaman “economía sumergida”. A mí difícilmente me verán llorando por televisión porque no tengo hijos ni suficiente valentía para hacerlo. Pero sí tengo a veces hambre, insomnio y horror de pedir lo que, para mí, constituye un derecho sagrado en toda democracia que se precie: comida. Son ustedes poco dignos, caballeros. Cuando regresen a Europa para hablar de macroeconomía, piensen dos veces antes de decir que España ha hecho los deberes. Esta carta se escribe para engañar el estómago, recuérdenlo. Esta carta es el saldo pendiente de una ciudadana a la que se le está agotando el arroz y la paciencia. No sonrían tanto, queridos dignatarios, porque son los abuelos quienes apuntalan el país con sus pensiones y ayudan a que no se desplome; no son ustedes. Son indignos de una España llena de gente fuerte y agradecida a pesar del abandono y la corrupción. Con el hambre ya cargamos unos pocos. Tengan ustedes la decencia, al menos, de cargar con la vergüenza para hacernos el peso algo más llevadero. Elisa Mollá Saval. Valencia.
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PRENSA. Sobre los inmigrantes que arriesgan su vida en el Mediterráneo
En "El País":
“Arriesgué mi vida una vez en el Mediterráneo, en Alepo era a diario”
Las experiencias de Ahmed, un sirio que pudo llegar a Alemania y lograr asilo, y de Bilal, que busca 6.000 euros para partir, ilustran la esperanza que despierta Europa
Seis días y 12 horas es lo que tardó Ahmed en atravesar el Mediterráneo desde Turquía hasta Italia. Compartió embarcación con otras 209 personas junto a las que sobrevivió a una travesía en la que cada cual huía de su particular infierno. A los 25 años, el sirio Ahmed —nombre bajo el que pide ocultar su identidad— se lanzó solo al peligroso viaje, para el que contaba con la bendición de su familia. Hoy, otros jóvenes, como Bilal —también un seudónimo—, que vive en Líbano, reúnen los 6.000 euros para intentar cumplir el mismo sueño.
“Cuando ves que centenares de personas se quedan en el mar, te alegras de haber llegado vivo. Pero sinceramente, yo arriesgué mi vida una sola vez para cruzar el Mediterráneo. En Alepo la arriesgaba cada día. Me cansé de ver morir [a gente] a mi alrededor”, relata en una entrevista mediante Skype Ahmed, hoy a salvo en Berlín. Según Amnistía Internacional, más de 3.000 personas murieron en 2014 en el Mediterráneo durante la travesía hacia Europa en busca de refugio. Se estima que un millar y medio han fallecido desde enero. Ahmed dice no entender a esos 2.500 hombres y mujeres que han hecho el camino inverso, de Europa a Siria o Irak, para sumarse a la guerra.
Al comienzo del conflicto sirio en 2011, este joven dejó los estudios de profesor de educación física, hizo el servicio militar y luego se quedó sin trabajo. Harto de guerra, de muertes y sin ingresos, decidió cruzar el Mediterráneo. Dedicó varias semanas a salvar los dos obstáculos que le separaban de su pasaje a Europa: negociar con el traficante (el pasador, que le llaman en árabe) y reunir los 6.000 euros requeridos. “Todo el mundo conoce a los pasadores, los hay más baratos, pero no son de fiar”, puntualiza Ahmed.
El 9 de noviembre de 2014 abandonó Alepo y cruzó ilegalmente por tierra a Mersin, en la costa turca. Allí esperó en un hotel a otros pasajeros durante 12 días. “El 21 de noviembre salimos unos 15 chicos en una embarcación pequeña. Tras cinco horas navegando bajo la lluvia y las arremetidas de las olas, nos trasladaron a una embarcación de unos 23 metros de eslora en pleno mar”, relata Ahmed. En el buque compartió viaje con otras 209 personas, entre las que había, asegura, unos 30 niños. Los pasajeros eran de nacionalidad palestina, siria y dos familias iraquíes. “Llevas tu propia comida y agua. Duermes sobre el de al lado, con la cabeza sobre sus piernas o sus hombros porque no hay sitio”.
“Los pobres tienen que arriesgar su vida en una patera para llegar a Europa. Los ricos lo hacen en avión, con un visado de turista para luego obtener una residencia a cambio de comprar una vivienda”, se lamenta en Beirut un diplomático europeo que prefiere no revelar su nombre. Ahmed acabó internado en un centro para extranjeros en Sicilia. De allí fue trasladado en avión a otro centro en Bolonia del que escapó con otros. Un tren le llevó a Milán y otro hasta Alemania, su destino final. Solicitó asilo en Berlín, donde tiene parientes. Hace cinco días que a Ahmed le concedieron el estatuto de refugiado, y en breve comenzará sus cursos de alemán. “No pienso volver a Siria porque la guerra no va a terminar. Aquí no te disparan, ni te insultan ni te cortan el paso. Puedo estudiar y trabajar. Necesito poner en orden mi vida”. Con su historia de éxito contagia a los primos y amigos que dejó en Siria.
Bilal, de 22 años, quiere seguir los pasos de Ahmed como otros miles de jóvenes árabes. Este palestino es uno de los 75.000 que viven en los dos kilómetros cuadrados que abarca el campo de refugiados de Ein El Helwe, en el sur de Líbano, donde viven descendientes de palestinos huidos o expulsados cuando Israel fue fundado. Nacido y criado entre los cuatro controles militares que delimitan el campo, sueña con emigrar. “Estoy a una hora en coche de Palestina y nunca podré ir. Vivo en un país en el que estudiar no me sirve para nada porque nunca podré tener un trabajo decente. Mejor emigrar y cuando tenga un pasaporte europeo iré a Palestina de vacaciones”, afirma.
Tras varios cursos de formación profesional, Bilal cobra 50 euros a la semana en una fábrica de aluminio. “Aquí no tengo futuro. Sé que el día de mañana será tan mierda como hoy, pasado, el otro”, murmura. Desde hace meses intenta lograr los 6.000 euros que le permitan cruzar el Mediterráneo. Su pasador, que cuelga el teléfono al oír la palabra prensa, le asegura que su visado falso para volar a Turquía está listo. Quiere dejar atrás su vida real por una idealizada. Incluso si ello implica perderla en el intento. “Mi madre me apoya. Tiene ojos, ve lo que hay”, se consuela Bilal, cuyos compañeros abandonan las fábricas para cargar con un Kaláshnikov porque los empleos en las milicias locales se pagan mejor.
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PRENSA. "García Lorca: fue un crimen político"
En "El País":
García Lorca: fue un crimen político
Los historiadores y la familia del poeta destacan la trascendencia del informe policial porque reconoce la responsabilidad de las autoridades en la muerte
El crimen de Federico García Lorca pesó sobre la dictadura durante sus cuatro décadas, pero el régimen nunca reconoció oficialmente que hubiese tenido alguna responsabilidad en el fusilamiento del poeta. La trascendencia del informe policial y las cartas ministeriales difundidas por la Cadena SER reside en el hecho de documentar oficialmente la implicación de las autoridades rebeldes en la detención y muerte del poeta, según Ian Gibson, biógrafo y autor de numerosos libros sobre el autor de Bodas de sangre. “No quiere decir que no hubiera otros, pero no han salido a la luz, este es el primer documento oficial. Da idea además del problema que representa la muerte de Lorca para el régimen desde el mismo momento en que se produce. Si el informe policial se llega a publicar pondría en evidencia que lo que habían afirmado hasta entonces es falso”, explica Gibson.
Laura García Lorca, sobrina del autor de Poeta en Nueva York, fue incluso más contundente: “Desde el punto de vista histórico es importante que exista un documento interno del régimen de Franco reconociendo que fue un crimen político”. La difusión de la documentación interna de la dictadura sobre el crimen de Víznar entierra definitivamente versiones “peregrinas” que circularon sobre el fusilamiento como que obedecía a “rencillas familiares” o “pasiones homosexuales”. “La policía reconoce lo que ya sabíamos: que fue un crimen político motivado porque le consideraban, y por ese orden, socialista, amigo de Fernando de los Ríos, masón y homosexual”.
El relato mecanografiado el 9 de julio de 1965 en Granada por un policía que no se identifica no deja dudas sobre la responsabilidad política de las fuerzas sublevadas en la detención y asesinato del poeta en 1936: “En el cuartel de Falange, instalado en la calle San Jerónimo, se hallaban el jefe de bandera don Miguel Rosales Camacho cuando en él se presentaron el diputado obrerista por la CEDA, don Ramón Ruiz Alonso, don Juan Trescastro, don Federico Martín Lagos y algún otro que no ha podido precisarse, con una orden de detención dimanante del Gobierno Civil contra FEDERICO GARCÍA LORCA”.
El mismo documento relata que fuerzas dependientes del Gobierno Civil sacan al poeta del calabozo y lo conducen a Víznar, donde es “pasado por las armas” tras “confesar”. Gibson pone el acento sobre esto: “El informe que piden es contundente. Demuestra que no fue un asesinato callejero, que fue sacado del Gobierno Civil para asesinarlo. Ellos mismos lo dicen”, señala.
Pero el régimen, que había solicitado en 1965 el informe para atender la petición de la hispanista francesa Marcelle Auclair, que preparaba una biografía sobre Lorca, decide ocultar el resultado de la investigación, tal y como se deduce del intercambio de cartas entre los ministros de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, y Asuntos Exteriores, Fernando Castiella. “Lo que más me gusta es cuando Camilo Alonso Vega le dice a Castiella que ‘peor es menearlo”, agrega Gibson, que sin embargo le resta importancia a otros detalles del informe policial, como las referencias al lugar donde muere o de las personas que le acompañan. Un aspecto cuestionado también por los historiadores que trabajan en la excavación de la fosa de García Lorca.
“Públicamente, hasta dónde yo conozco, nunca aceptaron que la muerte de Lorca procediera de una orden desde arriba. Siempre aludían a escaramuzas incontroladas, tiñéndolo de brumas. Es una estrategia típica de la propaganda: crear la sombra de la duda, decir que cabía la posibilidad de que fuese una venganza o incluso una cuestión pasional relacionada con su homosexualidad”, señala José Luis Ledesma, profesor de Historia contemporánea de la Universidad Complutense y autor de varios libros sobre la violencia durante la Guerra Civil en la retaguardia, como fue el caso de García Lorca. Ledesma resalta que se trata de un “documento privado, no destinado a ser público, y por tanto no determinado por su posible trascendencia pública o por intereses de propaganda, donde se reconoce abiertamente lo que ya intuíamos y en buena medida sabíamos: que la orden de detención de Lorca vino desde arriba”.
El único documento oficial que existía hasta ahora era la partida de defunción del poeta, datada en 1940 y extraída clandestinamente de España en un calcetín por el investigador Agustín Penón en los años sesenta, según recuerda Fernando Valverde, profesor de Literatura en la Universidad de Georgia, que ha escrito numerosos artículos sobre la muerte del poeta. “Penón nunca llegó a publicar nada, pero dejó una maleta llena de documentos de la que luego tirarían otros investigadores”, recuerda Valverde.
La partida ayudó a desmontar la versión que corría por Granada sobre la muerte del intelectual que llevó el teatro a pueblos perdidos con La Barraca. “La partida recogía el eufemismo que se usaba entonces de que había muerto ‘por heridas en actos de guerra’, pero al menos dejó de decirse que había sido un ajuste de cuentas”, señala.
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