martes, 28 de abril de 2015

PRENSA. Sobre los inmigrantes que arriesgan su vida en el Mediterráneo

   En "El País":

“Arriesgué mi vida una vez en el Mediterráneo, en Alepo era a diario”

Las experiencias de Ahmed, un sirio que pudo llegar a Alemania y lograr asilo, y de Bilal, que busca 6.000 euros para partir, ilustran la esperanza que despierta Europa


Varios viajeros fotografiados por Ahmed durante la travesía en un buque entre Mersin (Turquía) y Sicilia (Italia).

Seis días y 12 horas es lo que tardó Ahmed en atravesar el Mediterráneo desde Turquía hasta Italia. Compartió embarcación con otras 209 personas junto a las que sobrevivió a una travesía en la que cada cual huía de su particular infierno. A los 25 años, el sirio Ahmed —nombre bajo el que pide ocultar su identidad— se lanzó solo al peligroso viaje, para el que contaba con la bendición de su familia. Hoy, otros jóvenes, como Bilal —también un seudónimo—, que vive en Líbano, reúnen los 6.000 euros para intentar cumplir el mismo sueño.
“Cuando ves que centenares de personas se quedan en el mar, te alegras de haber llegado vivo. Pero sinceramente, yo arriesgué mi vida una sola vez para cruzar el Mediterráneo. En Alepo la arriesgaba cada día. Me cansé de ver morir [a gente] a mi alrededor”, relata en una entrevista mediante Skype Ahmed, hoy a salvo en Berlín. Según Amnistía Internacional, más de 3.000 personas murieron en 2014 en el Mediterráneo durante la travesía hacia Europa en busca de refugio. Se estima que un millar y medio han fallecido desde enero. Ahmed dice no entender a esos 2.500 hombres y mujeres que han hecho el camino inverso, de Europa a Siria o Irak, para sumarse a la guerra.


Ahmed, fotografiado este martes en Alemania.
Al comienzo del conflicto sirio en 2011, este joven dejó los estudios de profesor de educación física, hizo el servicio militar y luego se quedó sin trabajo. Harto de guerra, de muertes y sin ingresos, decidió cruzar el Mediterráneo. Dedicó varias semanas a salvar los dos obstáculos que le separaban de su pasaje a Europa: negociar con el traficante (el pasador, que le llaman en árabe) y reunir los 6.000 euros requeridos. “Todo el mundo conoce a los pasadores, los hay más baratos, pero no son de fiar”, puntualiza Ahmed.
El 9 de noviembre de 2014 abandonó Alepo y cruzó ilegalmente por tierra a Mersin, en la costa turca. Allí esperó en un hotel a otros pasajeros durante 12 días. “El 21 de noviembre salimos unos 15 chicos en una embarcación pequeña. Tras cinco horas navegando bajo la lluvia y las arremetidas de las olas, nos trasladaron a una embarcación de unos 23 metros de eslora en pleno mar”, relata Ahmed. En el buque compartió viaje con otras 209 personas, entre las que había, asegura, unos 30 niños. Los pasajeros eran de nacionalidad palestina, siria y dos familias iraquíes. “Llevas tu propia comida y agua. Duermes sobre el de al lado, con la cabeza sobre sus piernas o sus hombros porque no hay sitio”.
“Los pobres tienen que arriesgar su vida en una patera para llegar a Europa. Los ricos lo hacen en avión, con un visado de turista para luego obtener una residencia a cambio de comprar una vivienda”, se lamenta en Beirut un diplomático europeo que prefiere no revelar su nombre. Ahmed acabó internado en un centro para extranjeros en Sicilia. De allí fue trasladado en avión a otro centro en Bolonia del que escapó con otros. Un tren le llevó a Milán y otro hasta Alemania, su destino final. Solicitó asilo en Berlín, donde tiene parientes. Hace cinco días que a Ahmed le concedieron el estatuto de refugiado, y en breve comenzará sus cursos de alemán. “No pienso volver a Siria porque la guerra no va a terminar. Aquí no te disparan, ni te insultan ni te cortan el paso. Puedo estudiar y trabajar. Necesito poner en orden mi vida”. Con su historia de éxito contagia a los primos y amigos que dejó en Siria.

Bilal, de 22 años, quiere seguir los pasos de Ahmed como otros miles de jóvenes árabes. Este palestino es uno de los 75.000 que viven en los dos kilómetros cuadrados que abarca el campo de refugiados de Ein El Helwe, en el sur de Líbano, donde viven descendientes de palestinos huidos o expulsados cuando Israel fue fundado. Nacido y criado entre los cuatro controles militares que delimitan el campo, sueña con emigrar. “Estoy a una hora en coche de Palestina y nunca podré ir. Vivo en un país en el que estudiar no me sirve para nada porque nunca podré tener un trabajo decente. Mejor emigrar y cuando tenga un pasaporte europeo iré a Palestina de vacaciones”, afirma.
Tras varios cursos de formación profesional, Bilal cobra 50 euros a la semana en una fábrica de aluminio. “Aquí no tengo futuro. Sé que el día de mañana será tan mierda como hoy, pasado, el otro”, murmura. Desde hace meses intenta lograr los 6.000 euros que le permitan cruzar el Mediterráneo. Su pasador, que cuelga el teléfono al oír la palabra prensa, le asegura que su visado falso para volar a Turquía está listo. Quiere dejar atrás su vida real por una idealizada. Incluso si ello implica perderla en el intento. “Mi madre me apoya. Tiene ojos, ve lo que hay”, se consuela Bilal, cuyos compañeros abandonan las fábricas para cargar con un Kaláshnikov porque los empleos en las milicias locales se pagan mejor.

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