El lenguaje también puede llorar. Lo sabemos por él. Las palabras nacieron para consolar a una especie desollada de miedo y frío. Y en Collioure rompieron en desolación por el maestro del maestro, don Antonio Machado. “El lenguaje, el universal,/ el susurro de Dios, el alba/ del mundo, el abogado santo/ de la humillación y la pena,/ la puerta de todos los tiempos;/ el Lenguaje, la gran cancela/ que abre el palacio del perdón”. Ha muerto Félix Grande, pero nos ha dejado la esperanza en el hombre. Buscadores interminables de la fraternidad, como les llamó haciendo hueco entre las migrañas de la España doliente y rencorosa.
El poeta cantaba al lenguaje, la criatura que crea a todo lo creado. “El manto de saber que alivia la tiritera humana; la mano que disminuye la tiniebla y le acaricia a la ignorancia/ sus canas de desolación”. Con cada libro un homenaje, un mensaje: el libro no es un muerto viviente, la palabra es un ser vivo, el poeta cuenta y participa con sus vecinos, en su mundo. Grande reivindicaba la intervención, no el aislamiento.   
Y en los últimos años cantaba a las aventuras de la serenidad, mientras recordaba su infancia y nos adelantaba que el tiempo es ininteligible. “Siempre fuimos más jóvenes que hoy”. Mírale a la cara a las palabras, decía. Palabras como “ahora”, de “cinco letras omnipotentes”. Del poeta grande hemos aprendido que desde la edad del bronce cada beso es mineral iluminado.
Que la felicidad convulsiona cuando se presenta, que no hay que tener miedo al pronunciarla. "Felicidad, novia formal/ brújula femenina de mi tránsito de lo oscuro a lo oscuro, / calcio monumental de todo el esqueleto de mi vida, / pomada apoteósica en cada llaga de mi nombre”. Sabemos que el premio a toda una vida es la vejez, eso es todo. Eso es mucho.
Es el resultado de todos los “obreros de la angustia, jornaleros de la alegría, esquiroles de los resentimientos, orfebres del perdón…” Todo junto, todo eso es la vejez. Cuando llega el tiempo se vuelve una masa empastada indescifrable. Ni siquiera los recuerdos son lo que eran: “Algo les pasa a los recuerdos. Aquellos/ animalitos insurrectos, roedores/ medrosos y altaneros, agazapados/ en su fragilidad irresistible/ ahora miran sin ver, chillan sin voz,/ se desesperan lejos, cerca, se caen/ de la corona del silencio. Y suplican:/ lo saben todo. Lo recuerdan todo”. Los recuerdos con los años, nos dice, se convierten en insectos exuberantes.
Sabemos, gracias al poeta, que un matrimonio de larga duración es posible y compatible con la sed inmensa de vivir. “No tardaremos en morir, señora./ Oye crujir mi corazón:/ Escucha aquí, en lo calentito, en el rescoldo de mis goteras, en la hoguera de tu piedad, /cómo a este medio siglo que hemos vivido juntos/ se le desprenden y se le encenizan/ las flamantes crepitaciones”.
Y vaticina el dolor más grande para su mujer, para su compañera, para Francisca Aguirre. Se pregunta el poeta de manera retórica si es posible que alguien pueda calcular “el tamaño del pasmo, el grosor/ del desconsuelo del primero que se derrame de la vida/ sabiendo que al que se queda Aquí,/ al sentenciado,/ le espera la orfandad desenfrenada, la inundación/ de un mar de soledad prelógica”.
La muerte no es lo peor que te ocurrirá, es lo peor que le ocurrirá a quienes queden para contarlo. “¡Quién deja al otro aquí? ¡Con qué energía/ sobrevivir? ¡Con qué egoísmo ir el primero al delito del abandono?”.
El poeta también apareció para curar nuestro dolor ante el padre fallecido, con un consejo sanador: no raciones ni el llanto ni el dolor, porque “en ese dolor estaremos resucitando para todo tu siempre”.   
¿Y qué más aprendimos? Insaciables, bebimos sus páginas como la luz sobre lo hermético. Supimos reverenciar a los hijos, a extasiarnos con su belleza y a valorar la dote que conservan de sus abuelos: “Y es aún mayor la belleza de su conciencia/ Deduzco que ha heredado ese ardimiento,/ ese don de vivir en justicia,/ esa tonalidad, ese gen suntuoso,/ en la conducta de sus dos abuelos:/ como si en el mantel de las neuronas de mi hija/ usté y mi padre jugasen interminablemente,/ desde hace siglos, una partida de ajedrez”.
Pero también tuvimos, en sus poemas, las primeras noticias del odio. Enseñó que, a pesar del rencor y el lamento, el amor se abre paso, la vida triunfa y ni la guerra para la luz. Félix Grande llegó al mundo en medio de la batalla, en Mérida. Nunca es tarde para hacer las paces con una madre, ni cuando ella se haya acomodado en su mecedora de tierra: “A eso he venido: a merecer dos lágrimas/ con que abrochar por fin tu vida con la mía,/ mi paz con tu destino, mi vejez suntuosa/ con el ojal de tu sudor de miedo”.
Félix Grande, amable, volcánico y gigantón, con quien sacamos a la conciencia del exilio para pasearla por la ilusión. “¡Qué solitario el convoy/ y qué helada la esperanza!/ Españolito de hoy:/ adivina adivinanza”.