miércoles, 8 de enero de 2014

PRENSA. "Cuestión de palabras". Juan Cruz

Juan Cruz

   En "El País":

Cuestión de palabras

No estamos acostumbrados a hablar, a hablarnos, y ese fue nuetro fallo en el siglo XX

 5 ENE 2014

Ningún tiempo pasado fue mejor que este, sobre todo porque este se puede arreglar aún, o enmendar, o enderezar, y el pasado no lo arregla ni Dios, que diría Blas de Otero. Pero lo que sí es cierto es que si no conoces el pasado, o por lo menos si no te acercas a él con cierto ánimo de comprenderlo, jamás vas a entender nada.
Ahora estamos, otra vez, en el grado uno, o cero, del entendimiento, y corremos el riesgo de adentrarnos en el año, y en lo que queda de esta parte del siglo que viviremos, dándonos de garrotazos cada vez que el otro alza su voz.
Porque no estamos acostumbrados a hablar, a hablarnos, y ese es el fallo más terrible de nuestra vida en el siglo XX. En el centro mismo de ese siglo, por razones que están en los libros y, todavía, en la memoria de mucha gente, este país se peleó, en su vecindad, en los campos de batalla, en las escaleras de la casa, entre las familias, y al final se impuso una dialéctica que durante más de 40 años marcó el territorio, se hizo con las escuelas y con los periódicos, controló la palabra hasta extremos de cuyo ridículo hizo crónica, por ejemplo, el No-Do, y barrió, durante un tiempo muy largo, cualquier signo de diálogo, de disensión, de controversia. Fueron tan duros esos tiempos que diálogo se convirtió en una palabra peligrosa. Eso tiene que quedarse en la mente de la gente, es evidente que se ha quedado.
Fue un tiempo ominoso, verdaderamente, que aún pesa sobre los hombros de la educación española. En otros países, en Reino Unido, por ejemplo, en ese tiempo (y desde mucho antes) estaban enseñando a los chicos en las escuelas a honrar la palabra del otro, asumiendo en los diálogos y las controversias la dialéctica del respeto como una forma de entendimiento, también, de lo que era el pensamiento ajeno o contrario. Esa era una asignatura obligatoria en las escuelas, en los institutos y en las universidades: discutir, defender también el argumento del adversario.
Mientras tanto, a nosotros nos administraron el ricino del acuerdo total, que se inauguraba cada mañana con la visión inevitable del Caudillo mirándonos desde la altura del mapa en la clase en la que el maestro cumplía la obligación del adiestramiento, cantando. Formábamos filas, estábamos como soldados juveniles defendiendo la idea de la patria, que ya para entonces había arrojado a las tinieblas a los enemigos que ya habían sido vencidos (¿y convencidos?) en los campos de batalla. Ese fue, digamos, el núcleo de nuestra educación, la interrupción del aprendizaje para armarnos de otra manera: la estrategia del que tiene razón, del que la impone, del que tiene los símbolos de la autoridad metidos en el tuétano de la inteligencia.
Ahora tengo sobre la mesa un libro, Las misiones pedagógicas 1931-1936, editado en 2006 por la Residencia de Estudiantes y la Sociedad de Conmemoraciones Estatales. Es como la arqueología de aquella intención: convertir la palabra en una posibilidad de entendimiento. Ya se sabe qué ocurrió después, ya se conoce la naturaleza ominosa de esa herida. Pues de ese silencio dictado que siguió a la palabra que se empezaba a enseñar entonces nace este momento en el que vivimos hoy, en el que, otra vez, parece que hablar no sirve para entender, sino para desentender, al otro, para anularlo y para burlarlo.
jcruz@elpais.es

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