martes, 6 de diciembre de 2011

PRENSA CULTURAL. Anagrama publica los reportajes de Kenzaburo Oé sobre Hiroshima

Kenzaburo Oé

   En "El Día de Córdoba":
Sobre la dignidad humana

Anagrama publica por primera vez en España la serie de reportajes en los que Kenzaburo Oé documentó los horrores de Hiroshima: una de las cimas periodísticas del siglo XX.

Ignacio F. Garmendia
04.12.2011

   Tenía sólo 28 años. Se había licenciado en Letras por la Universidad de Tokio, cursando la especialidad de literatura francesa, y había publicado dos novelas. Su primer hijo, que acababa de nacer con una grave malformación congénita, agonizaba en una incubadora. En compañía de Ryosuke Yasue, su editor, Kenzaburo Oé llegaba a Hiroshima con motivo de la celebración de una tumultuosa Conferencia Mundial contra las Bombas Atómicas, y lo que vio en la ciudad lo dejó marcado a fuego. El 6 de agosto de 1963 comenzaba la primera de una serie de visitas de las que nacieron algunas de las crónicas más conmovedoras jamás escritas, sobre las consecuencias de aquella tragedia inconcebible y sobre otros asuntos que atañen menos a los efectos de la guerra que a la voluntad de superación del ser humano. Poco después publicaría la primera de las novelas dedicadas a su hijo, que logró sobrevivir -la hermosísima Una cuestión personal (1964)-, pero su experiencia en Hiroshima lo había cambiado para siempre.
   Por extraño que parezca, el libro donde Oé reunió esos reportajes, tantas veces citado, estaba inédito en España, pero la oportunidad de la traducción no puede limitarse a la coincidencia con el accidente nuclear de Fukushima, donde el mundo pudo comprobar de nuevo la capacidad del pueblo japonés para afrontar las peores tragedias sin descomponer el gesto. Como afirma el autor en el prólogo, aquí reproducido, a la edición italiana de 2007, su libro no se detiene en los detalles del poder destructivo de las armas nucleares. Son los hibakusha, los supervivientes del bombardeo atómico, los que protagonizan unas páginas concebidas para dar testimonio de su dolor, de sus preocupaciones, del esfuerzo heroico de los médicos que los atendieron, que en muchos casos pagaron por ello el precio supremo de sus propias vidas. Oé, ya se ha dicho, llegó a la ciudad con el peor de los ánimos, pero el contacto con la gente -"seres humanos auténticos"- actuó como un paradójico bálsamo del que supo extraer la fuerza para salir adelante.
   No fueron los foros institucionales y su retórica a menudo vacía quienes le dieron esa fuerza. El escritor salió al encuentro de los damnificados, los escuchó o compadeció sin palabras, pero en ningún momento cedió a la tentación de hilar discursos grandilocuentes. El sufrimiento extremo de los supervivientes es descrito por Oé de un modo casi insoportable, pero el escritor no se limita a documentar los estragos de la radiación en decenas de miles de personas terriblemente desfiguradas o condenadas a una muerte lenta y dolorosa, sino que refleja todo ese dolor desde una mirada humanista que celebra la voluntad de vivir aun en medio de los peores padecimientos. En cada viaje, comprobaba con amargura cómo ya no estaban muchos de los hombres y mujeres con los que había hablado en la ocasión anterior.
   "La gente de Hiroshima prefiere guardar silencio hasta el momento de enfrentarse a la muerte", le escribió uno de los supervivientes, argumentando el deseo de "evitar que su tragedia personal se convierta en un dato o excusa para las luchas políticas". La sensación de vergüenza de los supervivientes por el hecho de serlo, que pudo documentarse entre quienes sobrevivieron al Holocausto y también entre la humillada población alemana de la posguerra, como explicó W.G. Sebald en su impresionante Sobre la historia natural de la destrucción (1999; Anagrama, 2003), también se dio en Hiroshima, y Oé nos participa del dilema moral que le supuso respetar ese derecho al silencio al mismo tiempo que cumplía con la obligación de dejar constancia del modo admirable en que las víctimas sobrellevaban su desgracia. Una de las crónicas, titulada Sobre la dignidad humana, traza algo parecido a una historia personal del concepto a partir de las experiencias anteriores del novelista, de los libros franceses con los que había estudiado o de la tradición japonesa del honor, hasta llegar a las chicas acomplejadas por las cicatrices que conoció en Hiroshima. El mundo, nos dice, está deseando olvidar la tragedia, pero en la ciudad devastada eso no es posible. "Ellos son los únicos que tienen derecho a olvidar y a mantener silencio sobre Hiroshima. Sin embargo, suelen elegir hablar, estudiar y dejar constancia con toda su energía".
   La edición de Anagrama incluye una reciente entrevista concedida por el escritor a Philippe Pons, con motivo del desastre de Fukushima. En ella, Oé se muestra fiel a las tesis defendidas en los Cuadernos, hace casi medio siglo: "La gran lección que debemos extraer del drama de Hiroshima es la dignidad del hombre". Pero también dice: "Los japoneses, que vivieron la experiencia de la bomba atómica en sus propias carnes, no pueden considerar la energía nuclear en términos de productividad industrial". Y en fin: "El recuerdo de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki nos ha impedido relativizar el carácter pernicioso de las armas nucleares en nombre del realismo político". Son las palabras de un hombre sabio, honesto y compasivo, no las proclamas de un agitador más o menos indocumentado. No es este el lugar para discutir a propósito de los argumentos defendidos por los partidarios de la energía nuclear que merecen ser tenidos en cuenta, esto es, los que no provienen de personas implicadas en la industria, pero las razones de orden técnico no son suficientes para encarar este debate. En cualquier caso, quienes vayan a decidir, aquí o en cualquier sitio, el futuro de esa forma de energía no pueden dejar de leer este testimonio desgarrador que es, entre otras muchas cosas, una de las cimas periodísticas del siglo.

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