viernes, 7 de octubre de 2011

PRENSA. "Las lecciones de Joaquín Costa", por Gabriel Jackson

Gabriel Jackson

   En "El País":
Las lecciones de Joaquín Costa

   A los 100 años de la muerte del pensador regeneracionista, sus ideas siguen vigentes. Fue uno de los españoles que más ha contribuido al concepto de Estado de bienestar que el neoliberalismo socava hoy deliberadamente.

GABRIEL JACKSON 01/10/2011

   Durante mis estudios en la Universidad de Toulouse entre 1950 y 1952, escribí mi tesis doctoral sobre la carrera intelectual y política de Joaquín Costa (1846-1911), y en febrero de este año mis colegas españoles me invitaron a dar una de las conferencias conmemorativas del centenario de su muerte, ocurrida el 8 de febrero de 1911.
   Siempre he recomendado fervientemente la lectura de Costa a los estudiantes que leen español, porque considero que fue uno de los analistas más singulares y brillantes de los problemas que tuvo su país a finales del siglo XIX y en la década posterior a la desastrosa guerra hispano-estadounidense de 1898. Pero hasta que no preparé esa conferencia conmemorativa no comprendí, de repente, la relevancia de la personalidad y el pensamiento de Costa para los problemas a los que no solo se enfrenta España, sino toda la humanidad, un siglo después de su muerte.
   En los siguientes párrafos me ocuparé primero de sus muchos talentos y pasiones, para después centrarme en el valor de su ejemplo. Desde su más tierna infancia hasta el día de su muerte fue un lector voraz, de ficción y de ensayo, interesándose por la historia de las instituciones, la importancia de la naturaleza, el desarrollo a lo largo de los siglos, tanto de la agricultura y la industria, como del derecho y las instituciones políticas, y también por la importancia de la filosofía, la poesía y la religión. Ya en sus años de estudiante dominaba el latín y el griego, y de adulto aprendió por su cuenta a leer inglés, francés y alemán. Sus ensayos sobre temas políticos y sociales contienen multitud de citas de importantes autores del momento que escribían en esas lenguas.
   Al mismo tiempo, durante toda su vida se vio acuciado por problemas de salud que, en su mayoría, no serían adecuadamente diagnosticados ni, desde luego, suficientemente tratados hasta finales del siglo XX. Desde el comienzo de la adolescencia tuvo el brazo derecho atrofiado, algo que le impidió realizar tareas agrícolas, y nunca pudo servirse de herramientas y accesorios que cualquier persona sana utiliza sin darles la mayor importancia. De adulto sufrió problemas digestivos intermitentes, era propenso al sobrepeso y en sus últimos años padeció diabetes, hipertensión y arteriosclerosis. Ninguno de esos problemas le privó de la determinación ni de la capacidad de leer y escribir constantemente ensayos, de gran valor como investigaciones, y obras de ficción, que nunca han tenido muchos lectores, pero que le permitieron expresar sus complejas emociones, permitiendo también a los estudiosos de su obra comprender algunas de sus motivaciones inconscientes o meramente emocionales.
   Era un profesor nato, y de ese don dieron fe tanto personas que le conocieron en su adolescencia como muchos de los alumnos que tuvo durante la década que enseñó en la Institución Libre de Enseñanza madrileña. Aunque los párrafos anteriores ponen de relieve sus extraordinarias capacidades intelectuales, también es un hecho que formó parte de la primera generación de profesores que insistió tanto en la necesidad de hacer trabajo de campo como en la de leer e investigar en el laboratorio. A sus alumnos les enseñaba los mejores edificios y los importantes museos de Madrid, inculcándoles también un hábito de su propia juventud: coleccionar semillas y plantas, actividad que le proporcionó un conocimiento que más tarde utilizaría en sus escritos sobre los problemas agrícolas de España.
   Quizá el más importante de sus muchos textos sobre problemas sociales y económicos fuera el relativo a la por él denominada política hidráulica. Sus recomendaciones, basadas en sus estudios sobre el Aragón rural, eran igualmente aplicables a muchas otras zonas agrícolas de la península. En primer lugar, defendía la construcción de embalses y canales para aprovechar las lluvias anuales que, muy irregulares, terminaban habitualmente por perderse, fluyendo desde las montañas hasta el mar. En segundo lugar, postulaba la realización de estudios científicos del suelo que condujeran al cultivo de especies, de las que saldrían productos de mejor calidad y en mayor cantidad según las características de cada terreno. En tercer lugar, era partidario de mejorar los servicios estatales en las zonas rurales, incluyendo la construcción de escuelas elementales y el asfaltado de carreteras secundarias, la reducción de los costes de transporte por ferrocarril, la fundación de bancos rurales y el establecimiento de dispensarios, tanto para la población rural como para su ganado. Finalmente, estaba la distribución de agua, que él consideraba un bien público, no un bien privado destinado a la obtención de lucro.
   Costa no vivió lo suficiente para ver su programa siquiera parcialmente materializado, pero durante el siglo XX tres regímenes españoles muy distintos se basaron en él y avalaron las tesis del pensador: la dictadura conservadora y relativamente suave del general Primo de Rivera, que en la década de 1920 construyó varios embalses y canales en ciertas zonas de Aragón recomendadas por el propio Costa; la Segunda República, cuyo ministro de Obras Públicas, el socialista Indalecio Prieto, era un admirador de Costa y uno de los pocos españoles que había leído las obras de los socialdemócratas alemanes y del economista británico John Maynard Keynes; y la dictadura militar del general Franco, que finalizó algunos de los proyectos iniciados por la República poco antes de la Guerra Civil.
   Los objetivos prácticos de Costa también conllevaban un elemento espiritual básico: la influencia del krausismo en su pensamiento. Costa y muchos de sus colegas de la segunda mitad del siglo XIX andaban buscando algún tipo de compromiso filosófico-moral entre las acendradas tradiciones autoritarias de la monarquía española, que incluía el control absoluto de la propiedad agrícola por parte de los terratenientes, y el rechazo de los derechos de propiedad tradicionales por parte de los pensadores marxistas y anarquistas. Los krausistas (un pequeño pero prestigioso grupo de españoles, profundamente influido por el filósofo decimonónico alemán K. C. F. Krause) abogaban por el mantenimiento de los derechos de propiedad, pero también insistían en que esos derechos relativos a la tierra, los recursos naturales y el desarrollo industrial en marcha durante el siglo XIX debían contener un elemento ético, es decir, un interés claro en las necesidades económicas del conjunto de la población. El capitalismo estaba demostrando ser lo que, según el propio Karl Marx, era el sistema de producción más eficiente. Sin embargo, en ausencia de socialdemócratas, la distribución de todos los recursos y la producción inevitablemente enriquecería a la minoría rica y empobrecería a la minoría pobre.
   Cuarenta años después de la muerte de Costa, en la estela de la depresión mundial de la década de 1930, los horrores del fascismo, el comunismo y la II Guerra Mundial, conservadores honestos como Konrad Adenauer (canciller de Alemania Occidental) y los generales Charles de Gaulle y Dwight Eisenhower (presidentes elegidos democráticamente de Francia y Estados Unidos, respectivamente) apoyaron el desarrollo del Estado de bienestar que otorgó a los países de Europa, Norteamérica y la "cuenca del Pacífico" las mejores oportunidades vitales que los seres humanos corrientes hayan conocido en la historia. Aproximadamente desde la década de 1980, fuerzas conservadoras de todos esos países han conseguido reducir el calado del Estado de bienestar. Lo que hoy nos falta son capitalistas, financieros y líderes políticos tan comprometidos con las necesidades económicas del conjunto de la población como con su propia y acomodada condición. Creo que Joaquín Costa es uno de los españoles que más ha contribuido a ese concepto de Estado de bienestar que hoy en día se está socavando deliberadamente.

   Gabriel Jackson es historiador estadounidense. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Joaquín Costa

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