Boris Pahor
Durante una visita al campo de concentración de Natzweiler-Struthof, en el cual muchos años antes se había encontrado cara a cara con el horror y la aberración más inconcebible de nuestra historia, Boris Pahor observa a un carpintero que sustituye –en el campo que ahora se ha convertido en un lugar de memoria y peregrinaje para ex deportados como él y para turistas con un alma más o menos consciente de todo cuanto están viendo– algunas tablas podridas de un barracón donde tiempo atrás vivieron (si en tal caso es lícito usar este verbo) prisioneros. "Rechazaba", escribe, "las piezas blancas que rodeaban las tablas de madera ennegrecidas, deslavadas y gastadas. No era el color lo que me molestaba, porque sabía que el hombre iba a pintar las partes nuevas y a igualarlas con las viejas; simplemente, no podía soportar que se añadiesen aquellas piezas de madera cruda, recién tallada. Era como si quisieran injertar el tejido descompuesto a las células vivas y plenas de savia, como si alguien quisiera añadir una pierna blanca a las momias aplastadas y ennegrecidas. Estaba convencido de que la degradación debía quedar intacta. Pero ahora estas piezas añadidas ya no se notan, el mal ha asimilado las células nuevas y las ha impregnado de su savia podrida".
En esta precisa descripción de un detalle, de por sí secundario, se encuentra la fuerza de este libro. La mirada micrológica del autor atrapa lo esencial –el horror difícilmente expresable– desde partículas aparentemente insignificantes y coloca cada cosa, aunque sea mínima, dentro de una perspectiva global, dentro de la totalidad de la vida y de los procesos naturales e históricos. La tranquilidad de la descripción es la fuerza para no sucumbir al mal inaudito ni dejarse envolver; es una tranquilidad que pone en contacto con mayor fuerza cada grito con "el abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la dignidad humana y en la libertad de nuestras decisiones personales".
Al regresar muchos años después a su necrópolis y darse cuenta de que los visitantes -incluso los más conscientes de lo que ocurrió en aquel campo de concentración y los que más se opusieron a que se creara o permitiera- en realidad nunca podrán penetrar en aquel abismo de abyección, Boris Pahor teme que el tiempo, el olvido y las transformaciones de la vida palidezcan la condena, empañen lo absoluto, convirtiéndolo apenas en el devenir de la naturaleza. Por eso, a él le gustaría que la condena y sus señas permanecieran indelebles, eternas, y que nunca sanaran las cicatrices en el cuerpo de la humanidad y de la historia; sanarlas, cubrirlas, integrarlas en la continuidad de la vida sería un posterior ultraje a las víctimas y una amnistía -aunque involuntaria- concedida a una realidad que debe seguir siendo inconcebible. El mal es fuerte, es una savia pútrida que continúa envenenando la historia. Incluso el crecimiento de la hierba en aquel campo, el murmullo del bosque vecino y la caída de la lluvia y la nieve que nivelará las gradas de la ladera fatigosamente recorridas un tiempo por los condenados parecen despiadados, privados de sentido, absurdos en su "obtuso perdurar".
"Sé que soy injusto", dice Pahor con la objetividad clásica del gran escritor. Necrópolis, considerada desde hace décadas una de las obras maestras de la literatura del Holocausto, es un libro excepcional que logra combinar el absoluto del horror -siempre aquí y ahora, presente y ardiente, eterno ante Dios- con las complejidades de la historia, de la relatividad de las situaciones y los límites de la inteligencia y la comprensión humanas. Los turistas que visitan el campo, el guía que se gana el pan con sus explicaciones (mostrando por ejemplo una mesa de disección en la que un profesor universitario de Estrasburgo realizaba vivisecciones y pruebas bacteriológicas a los deportados, especialmente a los gitanos), o dos enamorados que se besan delante de la alambrada, perturbando desagradablemente al superviviente. Sin embargo, con su clásica capacidad de aferrar la totalidad, Pahor de inmediato se dice a sí mismo "que sería muy infantil querer trasladar a estos dos enamorados a nuestro mundo pasado. De esta manerala frase 'Quién hubiera pensado entonces que por aquí iban a pasear parejas de enamorados' carece absolutamente de sentido. Porque en nosotros se había establecido un final apocalíptico en la dimensión de la nada, mientras que estos dos se hallan en la dimensión del amor, que también es infinita y también dispone los objetos de manera incomprensible, excluyéndolos o glorificándolos".
(Traducción de Gemma Santiago)
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