José Antonio Pascual, en su libro No es lo mismo ostentoso que ostentóreo (Espasa, Madrid, 2013), ha quitado hierro, con cierto escándalo para algunos, a la confusión tantas veces recriminada entre los verbos oír y escuchar. Después de documentar lo muy antigua que es en español esta confusión y lo mucho que abunda entre los escritores de hoy, concluye que “no debemos asustarnos” si vemos que “la distinción de estos verbos acaba reduciéndose a combinaciones estereotipadas”. Aquí hay que entender “estereotipadas” por idiomáticamente fijadas y convencionales (no como uno de esos penosos rasgos de estilo que venimos detectando en esta sección): es decir, que probablemente oír y escuchar acaben conservando sus “genuinas” diferencias de significado únicamente en ciertos contextos. Dice Pascual: “si nos empeñáramos en no apearnos de la lógica [o sea, en condenar cualquier uso de escuchar que no signifique ‘oír con atención’], parecería que prestamos más atención escuchando detrás de una puerta que la que habríamos de poner oyendo misa” (p. 54).
Sobre las “combinaciones estereotipadas” de la lengua (sobre lo que nos lleva a decir siempre “oír misa” y nunca “escuchar misa”) volveremos más adelante, pero esta neutralización, esta identidad final de significados más o menos distintos que aquí se observa entreoír y escuchar creemos que se está dando también, sin salirnos del ámbito acústico, entre sonido y ruido. Con una diferencia: creemos que ruido va ganando y va dejando sonido para uso de los más dubitativos, o, lo que tantas veces viene a ser lo mismo, los más finos.
Sonido es, digámoslo así, el gran hiperónimo: incluye todo lo que suena, y, visto de este modo, desde un trueno hasta un susurro pueden ser un sonido. También es el que expresa el fenómeno en abstracto, como bien se ve en locuciones como barrera del sonido o técnico (incluso el anglicado ingeniero) de sonido. El DRAE lo define así: “Sensación producida en el órgano del oído por el movimiento vibratorio de los cuerpos, transmitido por un medio elástico, como el aire”; y aún tiene una acepción más específica, que incluye lo mecánico: “Vibración mecánica transmitida por un medio elástico”. En cambio, ruido es: “Sonido inarticulado, por lo general desagradable”.
Probablemente ‘oír’ y ‘escuchar’ conserven sus diferencias de significado sólo en ciertos contextos
Como veremos a continuación, las cosas no están tan claras, pero sí podemos decir que hay casos en que los dos términos no son intercambiables. Cuando algo “hace ruido”, decimos que hace en efecto ruido, y nunca que “hace sonido”. Por otro lado, aparte de las acepciones físicas que ya hemos mencionado, hay cosas que no parecen estar ligadas al ruido, solo al sonido: la voz humana, por ejemplo, o los instrumentos musicales en manos de un instrumentista decente; también la tecnología (sobre todo ligada a la música):
“Cambió, sobre todo, el sonido del grupo. Desaparecieron los teclados y las cajas de ritmos. La batería adquirió una relevancia que antes no tenía” (José Andrés Rojo, Hotel Madrid, FCE, Madrid, 1988, p. 132).
“Me pareció escuchar, a lo lejos, el sonido de una campana” (Eduardo Mendicutti, El palomo cojo (1991), Tusquets, Barcelona, 1995, p. 70).
“… subió el sonido del televisor de un modo desconsiderado” (Adolfo Marsillach, Se vende ático, Espasa, Madrid, 1995, p. 25).
“… alerta a cualquier variación en el sonido de su voz, en sus gruñidas expresiones de amor” (Santiago Esmeralda, El sueño de América, Mondadori, Barcelona, 1996, p. 132).
“Sandra se levanta y se acerca al equipo de sonido. La voz de Caetano Veloso inunda de pronto el aire” (Mario Mendoza, Satanás, Seix Barral, Barcelona, 2002, p. 215).
De acuerdo en que el sonido de un grupo musical y el de la locución equipo de sonido suenan un poco a inglés. De acuerdo también en que el sonido de una campana bien habría podido ser el “tañido” o el “son”, y el de la voz el “timbre” o el “tono” (o, como veremos más adelante, nada) y en que igualmente habríamos podido subir el “volumen” del televisor en vez de el sonido. Parece, en fin, que la mayoría de las veces hay buenas y más específicas palabras para no decir sonido, lo que no deja de ser curioso. Pero, en cualquier caso, lo que tienen en común estos ejemplos es que, incluso cuando no son usos obligatorios en su contexto o están normalizados, en ningún caso pueden sustituirse por ruido.
Ahora bien, ¿tiene que ser un ruido necesariamente “inarticulado”, o “por lo general, desagradable”? Estamos tan tranquilos en nuestro cuarto y de repente oímos algo en la cocina: da igual si se ha caído un mueble o un trapo, ¿qué es lo que hemos oído? ¿Un sonido o un ruido? Dudamos mucho de que digamos: “He oído un sonido en la cocina”. ¿Tal vez entonces, para decir ruido, la clave no esté en lo inarticulado o desagradable, sino en lo indefinible o desconocido, o bien en lo inesperado?
Estamos tranquilos y oímos algo en la cocina: da igual si se ha caído un mueble o un trapo, ¿qué hemos oído?
Ha llegado el momento de enfrentarnos a unas parejas de ejemplos:
1) “A las cinco y media el sonido del teléfono me sobresaltó” (Jorge Martínez Reverte, Demasiado para Gálvez (1979), Anagrama, Barcelona, 1989, p. 101).
“Me desperté sudando y agobiado. Sobresaltado por el ruido del teléfono” (Cristina Peri Rossi, María la noche, Lumen, Barcelona, 1985, p. 84).
2) “Súbitamente, el sonido de un motor les sorprendió a sus espaldas: era una avioneta que, volando muy baja, seguía la misma dirección del canal” (José María Merino, La orilla oscura, (1985), Alfaguara, Madrid, 1995, pp. 170-171).
“A veces la sorprendía el ruido de los aviones” (Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera (1985), Mondadori, Barcelona, 1987, p. 397).
3) “Eva oyó un ruido sordo, desconocido −¿podría ser el sonido de un trueno?−…” (José María Latorre, Miércoles de ceniza, Montesinos, Barcelona, 1985, p. 190).
“El ruido de un trueno le hizo levantar la cabeza” (Osvaldo Soriano,A sus plantas rendido un león (1986), Mondadori, Madrid, 1987, p. 117).
4) “… ya sola entre las sábanas, escuchaba el sonido de la ducha en el cuarto de baño” (Soledad Puértolas, Queda la noche (1989), Planeta, Barcelona, 1993, p. 17).
“Oigo el ruido de la ducha en la habitación de al lado” (Manuel Vicent, Balada de Caín (1987), Destino, Barcelona, 1993, p. 46).
5) “… y no bajaba a desayunar hasta que escuchaba el sonido de la puerta de la calle” (Almudena Grandes, Los aires difíciles, Tusquets, Barcelona, 2002, p. 520).
“… y no le sorprendió escuchar el ruido de la puerta, cerrándose a su espalda” (Grandes, Los aires difíciles, ed. cit., p. 585).
6) “Cesó el
sonido de la aspiradora” (Rosamunde Pilcher,
Los buscadores de conchas, Plaza & Janés, Barcelona, 2004, trad. de Sofía Noguera Mendía,
Google Libros).
“Más tarde, el ruido de la aspiradora perturbó la tranquilidad” (Rosamunde Pilcher, Alcoba azul y otras historias, DeBolsillo, Barcelona, 2002, trad. de Carmen Camps, Google Libros).
Las cualidades de inarticulado, desagradable o desconocido no pueden aplicarse a muchos ‘ruidos’
En estos ejemplos tenemos pruebas de sobra de que las cualidades de inarticulado, desagradable, repentino, inesperado y hasta indefinible o desconocido no pueden aplicarse a la mayoría de los ruidos: todos ellos se hallan adjetivados (son ruidos inconfundibles: el del teléfono, el de un avión, el del trueno, el de la ducha…), y por tanto identificados; es tan cierto que a veces sobresaltan como que en la misma situación lo que sobresaltan son los sonidos; y, en materia de intensidad y de la fuente de donde proceden, está claro que los sonidos pueden ser igual de estrepitosos (el trueno, la aspiradora) que los ruidos.
La neutralización de significados no ha impedido, sin embargo, que quede un recuerdo −digamos− raro de esa cualidad de “desagradable” que señala el DRAE. Por eso creemos que tenemos algunos escrúpulos con ruido, porque, aunque es obvio que su significado se ha generalizado y que el término es muchísimo más usual que sonido, a veces no parece que estemos seguros de que algo que no suena especialmente bien sea realmente un ruido. Dudamos en utilizar en estos casos la palabra, y entonces es cuando asoma el sonido.
Pero hay, además, otra cosa que debemos considerar: fijémonos en algunos de los ejemplos anteriores en frases con los verbos oír yescuchar, y fijémonos también en los siguientes:
“… y únicamente oyó mientras cruzaba un vago jardín el ruido de sus pasos sobre la grava” (Antonio Muñoz Molina, El invierno en Lisboa (1987), Seix Barral, Barcelona, 1995, p. 155).
“… al pasar ante la ventana del salón de una casa elegante, escuchamos el sonido de un piano y nos quedamos un rato allí, quietas y pegadas a la reja” (Rafael Chirbes, La buena letra (1992), Debate, Madrid, 1995, p. 78).
“Cerró los ojos esperando que el sonido del susurro de las oraciones de su abuela la adormeciera” (Graciela Limón, El día de la Luna, Arte Público Press, Houston, 1996, trad. de Mª de los Ángeles Nevárez, p. 167).
“Con un grito que rivalizó incluso con el sonido del estruendo del relámpago, Nomen se colocó al lado de las fuerzas enemigas” (Óscar Arévalo, Sueños de tormenta, Entrelíneas, Madrid, 2005, p. 270).
“Casi nunca escuchamos el sonido del ladrido de un perro, el llanto de un niño o la risa de un hombre que pasa” (J. Krishnamurti, Meditaciones, Edaf, Madrid, 2004, trad. de Javier Gómez Rodríguez, p. 31).
“Desde un lugar no muy lejano, a Guillam le
llegó el
sonido del murmullo de la voz de Phil Porteous” (John Le Carré,
El topo, DeBolsillo, Barcelona, 2004, trad. de Marcelo Covián Fasce,
Google Libros).
“Armando siempre oía el sonido del chapoteo del agua de un lado y los pasos de los peatones sobre la acera en el otro” (Anabella Schloesser de Paiz, Donde los perros se vuelven lobos, Alpha Decay, Barcelona, 2006, p. 38).
“… el
sonido de los aplausos de un público numeroso
había llegado a sus oídos” (Henry James,
Las bostonianas, Mondadori, Barcelona, 2006, trad. de Sergio Pitol,
Google Libros).
La aspiración a ser exactos nos lleva a creer que hay palabras que definen “exactamente” una realidad
Y ahora probemos a quitar sonido o ruido de las frases precedentes. ¿Qué pasaría? Pues sencillamente nada. Los nombres que complementan a todos esos sonidos o ruidos tienen ya en su significado un componente sonoro (pasos, un piano, voz, aplausos), cuando no son, colmo de la insistencia, formas específicas de sonido o ruido (susurro, ¡estruendo!, ladrido, chapoteo). En algunos casos, además, el componente sonoro se halla también en el verbo (oír, escuchar, llegar a sus oídos). ¿Qué diferencia hay entre “Cerró los ojos esperando que el sonido del susurro de las oraciones de su abuela la adormeciera” y “Cerró los ojos esperando que el susurro de las oraciones de su abuela la adormeciera”? ¿O entre “oyó mientras cruzaba un vago jardín el ruido de sus pasos sobre la grava” y “oyó mientras cruzaba un vago jardín sus pasos sobre la grava”? En el plano del significado, ninguna. En el plano de la lengua, ninguna. Solo puede haber, nos lo temíamos, una diferencia estilística.
La aspiración a ser matizados, precisos, exactos, o bien intensos, vehementes, nos lleva a creer que hay palabras o expresiones que definen “exactamente” una realidad, cuando en la lengua la única relación exacta que puede haber es entre palabras y palabras, entre convenciones y convenciones. Recordamos ahora las palabras de Pascual citadas al principio sobre las “combinaciones estereotipadas”. Pues sí: eso es lo que abunda en la lengua, y eso al final es lo que la hace más exacta. No es más “exacto” decir “oyó el ruido de sus pasos” que “oyó sus pasos”; de hecho, en la primera de estas formulaciones, la exactitud lingüística se pierde, convirtiéndose en redundancia, pues “ruido” está incluido en “oyó” y, reforzado por el “oyó”, también en “pasos”. Y tampoco es más “exacto” decir “el sonido de un motor” porque nos parezca que hace menos ruido que “el ruido de un motor”; lo único que es, igual que si hubiera dicho ruido, es más enfático. La convención, la “combinación estereotipada”, fijada por el uso y seguramente hasta por la tradición, en este caso es “el ruido de un motor”: querer escapar de estas convenciones distinguiendo entre sonido y ruido no tiene nada que ver con el deseo de ser “exactos”, aunque nos lo creamos. Si tiene que ver con el deseo de ser “intensos”, ah, pues bien… ya sabemos lo intensos que les gusta ser a algunos estilistas. Pero aún aventuraríamos que la querencia del inglés por anteponer the sound of a cualquier tipo de cosa que suene tiene algo que ver (inconscientemente las más de las veces) con esta redundancia. La idea de que el énfasis aporta expresividad está muy extendida, pero uno siempre acaba preguntándose si la expresividad consiste realmente en eso.
(Una nota final nada sonora, pero sobre un caso de idénticas características que nos sugiere otra gran redundancia, aquí ya claramente derivada del inglés: contenido. Un solo ejemplo entre los mil que podríamos encontrar:
“El
contenido de las llamadas de auxilio que realizaron los miembros de la escuela Sandy Hook a la policía de Newtown […]
revelan una mezcla de angustia, miedo, ansiedad” (“Una mezcla de temor y de calma…”,
El País,
4/XII/2013).
Habría bastado con “las llamadas”. Y fijémonos en si habría bastado que hasta la redactora de la noticia hace concordar el verbo (“revelan”) no con el singular “contenido” sino con el plural “las llamadas”.)