Dudosa es la democracia donde se silencia sistemáticamente el grito del hambre y la desesperación de los desheredados. Poner sordina a la realidad sólo delata al manipulado
Zenka
Después de las debacles de 1898 y el desastre de Annual, España había quedado, en el contexto del poder internacional, para “vestir santos”,o lo que es lo mismo, en la segunda división del porvenir. El empobrecimiento paulatino del capital acumulado en los días de gloria como indiscutible primera potencia mundial, nos colocó en nuestro sitio a regañadientes, más que todo, por la endémica falta de autocrítica tan proverbial entre la clase política de nuestra nación y que, con los años, se convertiría en crónica e incurable.
El 28 de junio de 1914, un nuevo invierno apareció en la historia de la humanidad. Lo que parecía una trifulca de patio, en el endémico y secular conflicto de los Balcanes, destapó la caja de Pandora con un episodio más de esa forma de horror tan antigua en la galería de recursos de la condición humana, tal que es la guerra. La guerra, una masacre entre hombres que no se conocen, para beneficio de gentes que sí se conocen pero no se masacran, decía Paul Valéry, uno de los poetas más insignes e ilustres de Francia.
A principios del siglo XX el país se modernizaría a costa de tremendos desequilibriosA principios del siglo XX, España era un país atrasado, analfabeto en un setenta por ciento y pobre en el sentido más amplio de la palabra. El “turnismo”, esa forma de gobierno que se había instalado en una alternancia pactada de los partidos que habitaban ese interregno de paz que fue la restauración, comenzó a manifestar signos de agotamiento y los regeneracionistas, corriente de pensamiento que aspiraba a renovar la vida política y social de España, se esforzaron en identificar los orígenes de los males que afectaban al país y el modo de evitarlos. El atraso cultural, la política de aislacionismo, la carencia de infraestructuras dignas de tal nombre, la terrible lacra del caciquismo, etc. eran el lastre que impedía una evolución más armónica con el resto de países europeos, que si habían hecho los deberes.
En los años previos a la primera guerra mundial y en lo que atañe a España,el mundo urbano vivió una tímida revolución que contrastaba de manera brutal con el subdesarrollo de las zonas rurales. El país se modernizaría a costa de tremendos desequilibrios, y la desigual penetración y redistribución de la riqueza traería un notable incremento de la conflictividad social. Mientras zonas de Asturias, País Vasco y Cataluña se colaban en la modernidad por su privilegiada situación estratégica ante los mercados europeos; otras zonas del agro español padecían secuelas más propias de la Edad Media.
Entonces, el 5 de agosto se produciría la declaración de neutralidad de España. Esta elección fue acogida sin reservas en primera instancia. No sólo la magnitud del conflicto que se avecinaba hacía presagiar un enfrentamiento de intensa magnitud, sino que el desgaste de la guerra de Marruecos no permitía muchas veleidades belicistas. También hay que decir que España en aquel tiempo vivía en los arrabales de la diplomacia internacional y al margen de los grandes sistemas de alianzas europeos. A lo largo de los cuatro años de guerra, un fuerte debate sacudió la sociedad española polarizando a las partes, germanófilos y aliadófilos.
Una edad de oro del comercio español
Los germanófilos veían en Alemania a una referencia del respeto por la autoridad, del ideal monárquico, del militarismo y del orden. Consecuentemente, los grupos sociales afines a estos postulados eran la alta burguesía, los caciques, clero, aristocracia, ejército y, como no, la Corona, que estaba perdiendo pie de a poco con el auge de la conflictividad interna. Por contra, los que se implicaban con la entente veían en estos países la representación de los valores humanistas, la lucha por la igualdad social, la libertad y la justicia tan propias de los regímenes democráticos modernos; por lo que entre sus seguidores se encontraban los socialistas, los republicanos, obreros, intelectuales humanistas y la inmensa mayoría de las profesiones liberales.
La posibilidad de enriquecimiento haciendo negocio con los bandos en litigio creó grandes expectativasTras la caída subsiguiente de las bolsas internacionales y el colapso del comercio, a la maltrecha economía española se le abría un enorme abanico de posibilidades en el mercado, pues ambos bandos demandaban ingentes recursos para dar de comer a aquella maquina devoradora de vida y materias manufacturadas, por lo que la posibilidad de enriquecimiento haciendo negocio con los bandos en litigio creó grandes expectativas. La maltratada balanza comercial española comenzó a experimentar entonces una nueva edad de oro con las exportaciones de todo lo que se pudiera producir en el país y ser susceptible de demanda por los contendientes. El precio del carbón asturiano, de los barcos de las navieras vascas, productos del agro y textiles catalanes, se dispararon. La increíble entrada de ingentes recursos beneficiaría a la banca local, proliferando multitud de nuevas entidades al amparo de aquel inesperado cuerno de la abundancia.
Más curiosamente, el reconocimiento de nuestra nación no vendría por la necesidad de aprovisionamiento a los contendientes, sino por la acción humanitaria. El monarca de entonces, Alfonso XIII, sin pretenderlo, acabaría desempeñando una labor de enorme transcendencia a nivel internacional.
La Gran Guerra crearía una quiebra en las comunicaciones entre los países beligerantes, y un caos sin precedentes junto a una desazón entre las familias de los soldados, al no poder obtener información de sus seres queridos cuyo rastro se difuminaba en la enorme carnicería de los campos de batalla de aquella colosal tragedia. Junto a la Cruz Roja colaborarían con eficacia dos países; Suiza y España.
Por aquellos días, ocurrió que una desesperada y joven lavandera francesa acudió al rey de España como último recurso para localizar a su marido en aquel intrincado laberinto de silencio. Una carta crucial llegaría al Palacio de Oriente en un día de septiembre; en esta carta, aquella mujer de campo pedía a S.M. ayuda y respuestas. Dicho y hecho. El rey se puso el traje de faena y no sólo dio con el soldado (que estaba prisionero en Alemania), sino que levantó una ola de solidaridad en Francia con su implicada intervención. La mujer recibió con regocijo la noticia, y además el rey le enviaría una suma para que pudiera sobrevivir a sus adversas condiciones. Aquella sonada intervención del monarca sería el embrión de la famosa Oficina Pro Cautivos.
Buscando soldados desaparecidos
La labor de esta oficina se sustentaría en muchos oficiales del ejército, agregados militares de las propias embajadas y cuerpo diplomático. La localización de desaparecidos, la ayuda a los prisioneros y la intercesión por ellos, fueron sus principales y titánicas tareas. Más de 75.000 civiles que habían quedado tras las líneas enemigas serían retornados, cerca de 25.000 prisioneros con enfermedades extremas y alrededor de 4.000 inspecciones a campos de prisioneros, efectuadas por oficiales del ejército español para comprobar el trato dado a los cautivos, serían una parte de las actividades desarrolladas por este departamento absolutamente financiado por el bolsillo del monarca. Sus buenos oficios permitirían aún más; llegar a un acuerdo entre los beligerantes para dejar de torpedear los barcos hospital, afición ésta muy extendida entre las partes en litigio, como pasatiempo en las horas de tedio.
La guerra submarina con que los alemanes obsequiaban a las potencias aliadas había alcanzado una escalada sin precedentes y salpicaba ya a los abastecimientos desde España. Más de cuarenta buques tanque con refinados, otros de cabotaje y alguna embarcación menor, habían sufrido la intensidad del bloqueo y habían acabado en los brazos de Neptuno irritando sobremanera a las autoridades españolas que no encontraban la manera de atenuar las iras de los parroquianos. El aviso para navegantes del Kaiser era bastante elocuente y no dejaba lugar a dudas.
Alemania no sólo ignoraría las quejas de las autoridades españolas sino que amenazó con tomar represalias si se tocaban sus interesesPara entonces, el gobierno de Romanones había prohibido el abastecimiento de los submarinos germanos en aguas españolas, tarea ésta a la que se dedicaría afanadamente en cuerpo y alma el hábil y lábil contrabandista Juan March. Para colmo de males, ingentes cantidades de dinero alemán servían para comprar voluntades de políticos locales que delataban las rutas de los barcos que proveían a la entente y, al tiempo, servían para agitar movimientos anarquistas. Esta “defensa adelantada” de los teutones iba in crescendo según se inclinaba la balanza de la intervención hacia los aliados. La agresiva diplomacia alemana sólo provocaría alguna protesta formal ante Berlín, más que todo, para salvar la cara ante el respetable. Alemania no sólo ignoraría las quejas de las autoridades españolas sino que amenazó con tomar represalias si se tocaban sus intereses. Afortunadamente, el 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio en el famoso vagón de Compiegne, que 22 años después volvería a reproducir una situación similar pero con los roles invertidos.
En las postrimerías de la guerra, Maura se encontraría con un país con un crecimiento de los conflictos sociales que presagiaban un futuro poco amable. Los problemas estructurales de este modelo social y político no creaban condiciones propicias para una sana convivencia y el estado comenzaba a tener vías de agua difíciles de taponar. La guerra en la que no participamos castigaría nuestra neutralidad con el germen de una nueva forma de violencia sobrevenida por las carencias, el alza de precios, potentes factótum que no querían hacer concesiones dentro del búnker de poder, problemas endémicos por la concentración de la tierra en manos de unos pocos y los incipientes brotes de odios y agravios causados por fanatismos encontrados. Los surcos del azar nos llevarían hacia un  panorama sombrío.