miércoles, 12 de mayo de 2010

PRENSA. "La vida como nunca fue", de Manuel Rodríguez Rivero. LITERATURA. "Las palabras", de Sartre

Jean-Paul Sartre

En "El País":

La vida como nunca fue


MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 12/05/2010
Vista con la limitada perspectiva de los 30 años transcurridos desde su muerte, lo que ahora resulta menos perecedero de la obra de Sartre son sus escritos biográficos (Baudelaire, Genet, Flaubert) y memorialísticos, caracterizados todos ellos por el empeño de evitar la construcción literaria de las vidas (propia y ajenas), como si desde el principio se conociera el resultado. Lo vivido suele guardar escasa relación con el relato apuntalado en el sentido y la finalidad que constituye el núcleo de lo que el pensador francés denostaba como "memorias burguesas". Igual que hacen las novelas con el mundo, las biografías y autobiografías convencionales intentan reordenar el caos de las vidas personales, confiriéndoles un significado impostado desde el presente.
En Les mots et autres écrits autobiographiques, un estupendo volumen publicado recientemente por La Pléiade, la contundente brevedad de Las palabras (1964) aparece como introducción al millar largo de páginas "autobiográficas" seleccionadas por los editores, pero, en realidad, se trata del resultado de un proceso iniciado desde los comienzos mismos de la actividad literaria de Sartre. El "contemporáneo capital" (según lo definió Mauriac) presente en todas las encrucijadas ideológicas y políticas de su tiempo, no muestra ninguna complacencia consigo mismo en su desmitificadora y heterodoxa autobiografía. Dividida en dos partes -Leer y Escribir-, su marco cronológico es la infancia entre los cuatro y los 11 años, esa "etapa dorada" sobre la que casi todos los memorialistas arrojan una mirada benevolente. Sartre, no. En poco más de 140 páginas y utilizando la ironía como escalpelo, el autor emprende una demoledora crítica de su acolchada infancia pequeñoburguesa que supone, de paso, la transgresión de casi todas las convenciones del relato autobiográfico.
A partir del siglo XVIII la escritura memorialística se convierte -antes que la novela- en escenario privilegiado de la experimentación literaria: Rousseau, Casanova, o nuestro Torres Villarroel (quien se refería a su Vida como "novela certificada") son conspicuos representantes de cierto tipo de escritura autobiográfica que va a influir de manera extraordinaria en las ficciones del XIX. Sartre, que ya ha dejado atrás la escritura de novelas, se inscribe en esa tradición, enriqueciéndola mediante la incorporación de elementos habitualmente excéntricos al género: la digresión ensayística, el panfleto antiburgués, el (auto) retrato expresionista, la reflexión moral, la deformación consciente y provocativa de la vida vivida, la mirada ucrónica del adulto de ahora sobre el niño que imagina haber sido. El resultado es que esas memorias "existencialistas", ideológicamente sesgadas desde el presente, contienen una dosis de autenticidad muy superior no sólo a la de la narración autobiográfica, sino también a la de la "confesión íntima": eso es lo que las convierte en una obra maestra del género. Y el procedimiento para conseguirlo, "manteniendo el pasado a respetuosa distancia", es precisamente la buscada confusión de los diferentes "yos" que hablan y se interfieren en la reinterpretación de aquella infancia lejana: el del hombre-Sartre que mira hacia atrás, el del intelectual prestigioso de los cincuenta y sesenta pendiente de su alrededor, el del niño mimado que se observa con (imposible) mirada adulta, el del preadolescente que descubre precozmente su impostura y su fealdad (otro de los rostros de la contingencia) y decide convertirse en escritor para conjurarlas.
En Las palabras, Sartre se construye una autobiografía en la que el espacio de la intimidad queda puesto en solfa por el de la reflexión irónica ("nunca he conocido a nadie más público que yo", decía de sí mismo el paradigma del intelectual del siglo XX). La fuerza de estas "memorias" reside en la interpretación, no en los hechos narrados. Y la herramienta hermenéutica empleada es, naturalmente, la palabra. Con ella (leyendo, escribiendo) Sartre intenta liberarse de un pasado que nunca, ni para nadie, acaba de pasar del todo.


Leemos ahora el principio de Las palabras:
En Alsacia, alrededor de 1850, un maestro de escuela cargado de hijos consintió en hacerse tendero. Pero no quiso colgar los hábitos sin una compensación: ya que renunciaba a formar las mentes, uno de sus hijos formaría las almas; habría un pastor en la familia y sería Charles. Charles se sustrajo a ese designio y prefirió correr por los caminos detrás de una amazona. Se volvió su retrato de cara a la pared y se prohibió pronunciar su nombre. ¿A quién le tocaba? Auguste se apresuró a imitar el sacrificio paterno: entró en el negocio, y se adaptó bien. Quedaba Louis, que no tenía ninguna predisposición acentuada; el padre se apoderó de este muchacho tranquilo y le hizo pastor en un abrir y cerrar de ojos. Después Louis llevó su obediencia hasta engendrar a un pastor a su vez, Albert Schweitzer, cuya carrera es bien conocida. Pero ocurrió que Charles no había encontrado a su amazona; el hermoso gesto del padre le había dejado su huella: durante toda su vida mantuvo el gusto por lo sublime y puso todo su empeño en fabricar grandes circunstancias con pequeños acontecimientos. Como puede verse, no pensaba en eludir la vocación familiar: quería entregarse a una forma atenuada de espiritualidad, a un sacerdocio que le permitiese las amazonas. Su salida fue el profesorado; Charles eligió enseñar alemán. Sostuvo una tesis sobre Hans Sachs, optó por el método directo, del cual más tarde se dijo inventor; publicó, con l colaboración de Simonnot, un Deutsches Lesebuch estimado, hizo una carrera rápida: Mâcon, Lyon, París. En París, en la distribución de premios, pronunció un discurso que alcanzó los honores de la separata: "Señor ministro, señoras y señores, queridos niños; nunca podríais adivinar de qué voy a hablaros hoy. ¡De música!". Descollaba en los versos de circunstancias. En las reuniones de la familia acostumbraba a decir: "Louis es el más piadoso; Auguste el más rico; yo soy el más inteligente". Los hermanos se reían, las cuñadas se mordían los labios. En Mâcon, Charles Schweitzer se había casado con Louise Guillemin, hija de un procurador católico. Louise aborreció el viaje de novios; Charles la había raptado antes de terminar la comida de bodas y metido en un tren. A los setenta años Louise seguía hablando de la ensalada de puerros que les habían servido en un comedor de estación: "Se comía todo lo blanco y me dejaba lo verde". Pasaron quince días en Alsacia sin dejar la mesa; los hermanos se contaban en su dialecto historietas escatológicas; el pastor se volvía hacia Louise de vez en cuando y se las traducía, por caridad cristiana. No tardó ella en conseguir certificados complacientes que le dispensaron del comercio conyugal y le dieron el derecho de tener habitación aparte. Hablaba de sus dolores de cabeza, adquirió la costumbre de quedarse en la cama, se puso a odiar el ruido, la pasión, los entusiasmos, toda la vida ruda y teatral de los Schweitzer. Esa mujer viva y maliciosa, pero fría, pensaba derecho y mal, porque su marido pensaba bien y torcido; como él era mentiroso y crédulo, ella dudaba de todo: "Pretenden que la Tierra gira; ¡qué saben ellos!". Como estaba rodeada de virtuosos comediantes, aborrecía la comedia y la virtud. Esta rea lista tan fina, perdida en una familia de groseros espiritualistas, se volvió volteriana por desafío, sin haber leído a Voltaire. Bonita y llenita, cínica y alegre, se convirtió en la negación pura. Con un movimiento de las cejas o una sonrisa imperceptible pulverizaba todas las grandes actitudes, por sí misma y sin que nadie se diese cuenta. La devoraron su orgullo negativo y su egoísmo de rechazo. No veía a nadie porque tenía demasiado orgullo para solicitar el primer lugar y demasiada vanidad para conformarse con el segundo. "Aprended —decía— a haceros desear". La desearon mucho, luego cada vez menos y, como no la veían, acabaron por olvidarla. Entonces apenas si dejó el sillón o la cama. A los Schweitzer, naturalistas y puritanos —esta combinación de virtudes es menos rara de lo que se cree—, les gustaban las palabras crudas que, aun rebajando muy cristianamente al cuerpo, manifestaban su amplia aceptación de las funciones naturales; a Louise le gustaban palabras veladas; leía muchas novelas ligeras en las que, más que la intriga, apreciaba los velos transparentes en que estaba envuelta: "Es atrevida, está bien escrita —decía con un aire delicado—. ¡Deslizaos, mortales, no os apoyéis!". Esta mujer de nieve pensó que se iba a morir de risa al leer La fille de feu, de Adolphe Belot. Le gustaba contar historias de noches de bodas que terminaban siempre mal: unas veces el marido, con su prisa brutal, rompía el cuello de su mujer contra la madera de la cama, y otras la joven recién casada aparecía por la mañana refugiada encima del armario, desnuda y loca. Louise vivía en la penumbra; Charles entraba en su habitación, corría las persianas, encendía todas las lámparas; ella gemía llevándose las manos a los ojos: "¡Charles, me deslumbras!". Pero su resistencia no iba más allá de los límites de una oposición constitucional; Charles le inspiraba temor, una tremenda desazón, a veces también amistad, con tal de que no la tocase. Ella cedía en todo en cuanto él se ponía a gritar. Él le hizo cuatro hijos por sorpresa: una niña que murió muy pronto, dos niños y otra hija. Por indiferencia o por respeto, él per mitió que los educasen en la religión católica. Louise, que no era creyente, los hizo creyentes por asco del protestantismo. Los dos varones tomaron el partido de la madre; ella los alejó suavemente del voluminoso padre; Charles ni siquiera se dio cuenta. El mayor, Georges, entró en la Escuela Politénica; el segundo, Émile, se hizo profesor de alemán. Éste me intriga: sé que quedó soltero, pero que, aunque no quisiese a su padre, le imitaba en todo. Padre e hijo acabaron por pelearse; hubo reconciliaciones memorables. Émile ocultaba su vida; adoraba a su madre y, hasta el final, guardó la costumbre de hacerle visitas clandestinas, sin prevenirla; la llenaba de besos y de caricias y después se ponía a hablar del padre, al principio irónicamente, luego con rabia, y se iba dando un portazo. Yo creo que ella le quería, pero le tenía miedo; esos dos hombres rudos y difíciles le cansaban, y prefería a Georges, que nunca estaba con ella. Émile murió en 1927, loco de soledad; encontraron un revólver debajo de su almohada, cien pares de calcetines agujereados y veinte pares de zapatos viejos en sus baúles.

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