jueves, 13 de mayo de 2010

LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (fragmentos). "Vida", de Diego de Torres y Villarroel (1694-1770)

Diego de Torres y Villarroel

Sobre los libros:

A los cinco años me pusieron mis padres la cartilla en la mano y, con ella, me clavaron en el corazón el miedo al maestro, el horror a la escuela, el susto continuado a los azotes y las demás angustias que la buena crianza tiene establecidas contra los inocentes muchachos. Pagué con las nalgas el saber leer, y con muchos sopapos y palmetas el saber escribir; y en este Argel estuve hasta los diez años, habiendo padecido cinco en el cautiverio de Pedro Rido, que así se llamaba el cómitre que me retuvo en su galera.
Ni los halagos del maestro, ni las amenazas, ni los castigos, ni la costumbre de ir y volver de la escuela pudieron engendrar en mi espíritu la más leve afición a las letras y las planas. No nacía esta rebelión de aquel común alivio que sienten los muchachos con el ocio, la libertad y el esparcimiento, sino de un natural horror a estos trastos, de un apetito proprio a otras niñerías más ocasionadas y más dulces a los primeros años. El trompo, el reguilete y la matraca eran los ídolos y los deleites de mi puerilidad; cuanto más crecía el cuerpo y el uso de la razón, más aborrecía el linaje de trabajo.
Aseguro que, habiendo sido mi nacimiento, mi crianza y toda la ocupación de mi vida entre los libros, jamás tomé alguno en la mano deseoso del entretenimiento y la enseñanza que me podían comunicar sus hojas. El miedo al ocio, la necesidad y la obediencia a mis padres me metieron en el estudio y, sin saber lo que me sucedía, me hallé en el gremio de los escolares, rodeado del vade y la sotana. Cuando niño, la ignorancia me apartó de la comunicación de las lecciones; cuando mozo, los paseos y las altanerías no me dejaron pensar en sus utilidades; y cuando me sentí barbado, me desconsoló mucho la variedad de sentimientos, la turbulencia de opiniones y la consideración de los fines de sus autores.
A los libros ancianos aún les conservaba algún respecto; pero después que vi que los libros se forjaban en unas cabezas tan achacosas como la mía, acabaron de poseer mi espíritu el desengaño y el aborrecimiento. Los libros gordos, los magros, los chicos y los grandes, son unas alhajas que entretienen y sirven en el comercio de los hombres. El que los cree vive dichoso y entretenido; el que los trata mucho está muy cerca de ser loco; el que no los usa es del todo necio. Todos están hechos por hombres y, precisamente, han de ser defectuosos y oscuros como el hombre. Unos los hacen por vanidad; otros, por codicia; otros, por la solicitud de los aplausos, y es rarísimo el que para el bien público se escribe. Yo soy autor de doce libros, y todos los he escrito con el ansia de ganar dinero para mantenerme. Esto nadie lo quiere confesar; pero atisbemos a todos los hipócritas, melancólicos embusteros que suelen decir en sus prólogos que por el servicio de Dios, el bien del prójimo y redención de las almas dan a luz aquella obra, y se hallará que ninguno nos la da de balde, y que empieza el petardo desde la dedicatoria, y que se espiritan de coraje contra los que no se la alaban e introducen.
Muchos libros hay buenos, muchos malos e infinitos inútiles. Los buenos son los que dirigen las almas a la salvación por medio de los preceptos de enfrenar nuestros vicios y pasiones; los malos son los que se llevan el tiempo sin la enseñanza ni los avisos de esta utilidad; y los inútiles son los más de todas las que se llaman facultades. Para instruirse en el idioma de la medicina y comer sus aforismos basta un curso cualquiera, y pasan de doce mil los que hay impresos sin más novedad que repetirse, trasladarse y maldecirse los unos a los otros; y lo mismo sucede entre los oficiales y maestros que parlan y practican las demás ciencias. Yo confieso que para mí perdieron el crédito y la estimación los libros después que vi que se vendían y apreciaban los míos, siendo hechuras de un hombre loco, absolutamente ignorante y relleno de desvaríos y extrañas inquietudes. La lástima es -y la verdad- que hay muchos autores tan parecidos a mí que sólo se diferencian del semblante de mis locuras en un poco de moderación afectada; pero en cuanto a necios, vanos y defectuosos, no nos quitamos pinta. Finalmente, la natural ojeriza, el desengaño ajeno y el conocimiento proprio, me tienen días ha desocupado y fugitivo de su conversación, de modo que no había cumplido los treinta y cuatro años de mi edad cuando derrenegué de todos sus cuerpos; y una mañana que amaneció con más furia en mi celebro esta especie de delirio, repartí entre mis amigos y contrarios mi corta librería y sólo dejé sobre la mesa y sobre un sillón que está a la cabecera de mi cama la tercera parte de Santo Tomás, Kempis, el padre Croset, Don Francisco de Quevedo y tal cual devocionario de los que aprovechan para la felicidad de toda la vida y me pueden servir en la ventura de la última hora.

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