sábado, 1 de mayo de 2010

LECTURA. NOVELA ESPAÑOLA. PRENSA. "Herrumbrosas lanzas", de Juan Benet (1927-1993)

                                                                                                                                       Juan Benet
Fragmento de artículo en "El País":
Juan Benet busca en 'Herrumbrosas lanzas' las raíces de la guerra civil española

FIETTA JARQUE, - Madrid - 23/03/1985

El escritor Juan Benet presentó ayer en Madrid el segundo volumen de Herrumbrosas lanzas, novela inspirada en la guerra civil española. Esta obra sobre el drama de la historia reciente de España lanza, en este nuevo volumen, una mirada hacia atrás en busca de las raíces de los conflictos íntimos de la familia Mazón, protagonista de la novela. Benet amplía e intensifica su visión de tal conflicto, a través de una indagación en las causas, de la guerra civil. "Aunque no pretendo con esto plantear la tesis de su incubación", afirma el autor.
Juan Benet resucita hechos y estados de ánimo en una reflexión sobre el tiempo con esta segunda entrega de Herrumbrosas lanzas, editada por Alfaguara. "Hace tiempo que quería hacer una novela decimonónica", confiesa el autor, que en estos momentos se encuentra terminando ya el tercer libro de esta serie. Según él, en el tercero estará el nudo de esta novela sobre la guerra civil, con el desarrollo de la campaña militar y sus primeros fracasos."Necesitaba tomarme un tiempo para abordar el tercer volumen de esta obra", afirma Benet. El escritor tenía proyectado en principio limitar su novela a tres volúmenes, y ahora calcula que serán cuatro, cinco tal vez. "Este libro es como una rama de las muchas que salen y representó para mí una posibilidad argumental colateral interesante. Los argumentos requieren a veces ciertas podas de estas ramas, pero en este caso la he permitido crecer porque encontré en ella valor narrativo per se. No pretendo exponer la tesis de una incubación del conflicto que desencadenó la guerra civil ni una metáfora. Me limito a una narración sin pretensiones hermenéuticas".

Ahora, las primeras páginas de la novela:

"La caballería ya no tiene sentido", comentó el capitán Arderíus al término de la reunión del 8 de febrero, martes. Así lo había afirmado en varias ocasiones a lo largo del debate y así lo repitió a un colega —a pesar de la expresa prohibición de comentar los asuntos tratados por el Comité fuera del marco de la reunión— al bajar las escaleras del Colegio de los Escolapios, en cuyo salón del claustro y a puerta cerrada había tenido lugar aquél. El debate resultó más breve de lo que esperaba la mayoría, y no muy entrada la noche se levantó la reunión tras ser tomado por unanimidad un acuerdo, que quedó resumido y expuesto en seis puntos, y emplazar la próxima convocatoria para las cuatro de la tarde del siguiente martes, 15 de febrero, en el mismo lugar.
El capitán Arderíus no era alto ni muy agraciado. Formaba parte del grupo de jefes, oficiales, consejeros políticos e instructores que, acompañando al teniente coronel Fernández Lamuedra, el Gobierno había enviado para colaborar con el Comité de Defensa en la planificación y el desarrollo de las próximas operaciones militares, y pronto acertó a distinguirse por la rotundidad de sus opiniones y por el carácter exclusivamente bélico de sus puntos de vista. Sin embargo, no era militar de carrera, era músico de profesión. Procedía de una conocida familia madrileña, había estudiado en el Conservatorio de París, había ampliado estudios en Viena y de nuevo en París, bajo la dirección de Baty, y el estallido de la Guerra Civil le había sorprendido cuando veraneaba en la casona familiar de la provincia de Santander. De la noche a la mañana se le despertó el fervor republicano y el instinto bélico y, sin pensarlo dos veces (para asombro, dolor y horror de su familia), se trasladó a Madrid vía Francia para unirse a sus amigos, casi todos intelectuales de izquierdas, y colaborar en la defensa de la capital. En contraste con la mayoría de sus amigos, no se limitó a intervenir en la redacción de manifiestos, la convocatoria de congresos de escritores y poetas y la publicación de literatura militante al servicio del pueblo, sino que marchó al frente con el Quinto Regimiento, al sector de Aravaca, donde se batió con tal brío que antes de que finalizara el año había obtenido el grado de capitán. En los primeros meses del año siguiente fue trasladado, a petición propia, al Ejército de Llano de la Encomienda, necesitado de gente fogueada y políticamente segura que pudiera aguantar en todos los terrenos la inminente ofensiva sobre Vizcaya que preparaba el Ejército del general Mola. En el Norte sirvió durante toda la larga campaña a las órdenes de Llano, Gámir Ulibarri y Fernández Lamuedra, hasta la caída de Gijón, de donde escapó por mar hacia Francia para volver seguidamente —no se detuvo en el trayecto cispirenaico sino para arreglar papeles y cambiar de trenes— a Barcelona, a ponerse de nuevo a disposición del Mando. No era militar de carrera ni tampoco de mentalidad; pese a obedecer ciegamente los dictados de su nueva vocación, pese a cierta arrogancia que venía de lejos y a la severa disciplina que se había impuesto (sobre todo en la manera de hablar) en tanto vistiera el uniforme, incluso cuando exponía sus más contundentes y draconianas opiniones no podía dejar de delatar su buena educación. La manera demasiado impecable con que ceñía el correaje y vestía aquel severo uniforme sin entorchados del Ejército de la República, evidenciaba que se lo había embutido por primera vez a los treinta años, no a los dieciocho. La gorra de plato sin ningún distintivo, demasiado ladeada sobre la oreja derecha, ¿era un rasgo más de su comunión con las actitudes populacheras, tan distintas de las castrenses, o reproducía su manera de ponerse el sombrero, adquirida en la rive gauche? Aquellos zapatos en punta, de tafilete negro, que apenas asomaban bajo las anchas bocas de unos pantalones con la raya bien trazada y cuidada, ¿acaso no respondían al tratamiento que su clase y su generación habían concedido a las diversiones a cielo abierto?
Gracias a su ejecutoria durante la campaña del Norte, Lamuedra —en compañía de sus consejeros y oficiales— se había convertido en un especialista en bolsas y acreditado como el hombre que más partido sabría sacar de una campaña local perdida de antemano. Pues si bien por aquellas fechas todavía algunas cabezas en el Gobierno y en el Ejército de la República seguían alimentando cierta confianza en la victoria final —o en la adquisición del necesario número de éxitos para negociar una paz honorable—, todo el mundo daba por seguro que aquel año terminaría por sucumbir la bolsa de Región. De ser un teatro de operaciones apartado y aislado, carente de toda importancia bélica y política, que jamás ejercería la menor influencia sobre el curso de la guerra en los demás frentes, el de Región pasó a ocupar —por espacio de unas efímeras semanas— un lugar preferente en los planes de los Estados Mayores de ambos bandos. Su importancia procedería de una ocurrencia, de una idea un tanto insensata que sólo podría prosperar si se producía una conjugación de anomalías, nunca de un análisis ponderado de las circunstancias que concurrían en aquel excéntrico sector. A veces un destino es independiente de las fuerzas antagonistas que lo dominan y empujan; y si esas fuerzas —en un momento de la historia dominado por la simplificación, por la servidumbre de todos los factores a uno prioritario— se reducen a dos bandos enemigos empeñados en el mismo y opuesto triunfo, es posible que entonces el destino se apareje a las intenciones ocultas de uno y otro para obtener una resultante muy diferente de los móviles y de los objetivos de cada uno de ellos. Y aquel destino quería que la guerra se prolongara, aunque fuera innecesaria; que se prolongara incluso más allá de sí misma, a lo largo de una rencorosa, sórdida y vengativa paz; y quería que hasta donde alcanzasen las vidas de los combatientes —y acaso las de sus hijos—se desarrollasen en un país diezmado y quimérico, en el que ni germinarían las semillas de las ideas nuevas y modernas ni volverían a cultivarse los antiguos jardines. Se trataba de un destino con la vista puesta en un limbo de himnos y colgaduras —un limbo de vocablos—donde hasta las rosas habían de florecer para tomar partido.

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