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lunes, 3 de junio de 2013

PRENSA CULTURAL. "La mujer que no dejó que le pegaran". Laura Restrepo

Con pasmosa sangre fría, Emma Vélez Montes, una joven de 20 años, descuartizó a su amante. / NICK DOLDING ("El país")

   En "El País":

La mujer que no dejó que le pegaran

A Laura Restrepo le aterra el éxito de novelas que parecen celebrar que golpeen a las mujeres

La escritora pone su toque de humor negro con la historia entre ficción y realidad de Emma

 18 MAY 2013

Como Emma, tres cuartas partes de las mujeres que están presas por homicidio, a quien mataron fue al marido o al compañero sentimental.
Los edificios interiores de la cárcel del Buen Pastor están pintados de gris ratón. En medio de un jardincito escaso, como cultivado por alguien prolijo pero sin imaginación, una imagen de Cristo en tamaño natural apacienta tres ovejas. Flota una pulcritud fría y desinfectada. No se ve gente ni se oyen ruidos.
Estoy aquí para entrevistar a Emma, la descuartizadora.
—Va a ser difícil que le hable —me advierte la guardiana que me acompaña—. Los primeros días vino mucho reportero y ella dio mucha declaración. Después salieron esos titulares que la llamaban monstruo y sádica, y ella no quiso hablar más.
Traen a Emma, que resulta ser una mujer muy joven, casi una adolescente, de gafas negras, labios pintados de rojo subido, camiseta y jeans trincados y un corte de pelo a la moda, aunque no sé bien qué moda será, con un copete tipo Alf. Se sienta en un murito al lado de las tres ovejas y se entrega a la tarea de comerse los padrastros. Pienso que desentona con el escenario: ciertamente no parece pécora mansa de ningún rebaño.
—No me pregunte nada. Mejor dicho no me jodan más. Mejor dicho para qué les explico, si después salen a decir lo que les da la gana —me dice sin mirarme, siempre absorta en propios dedos. Vuelve a aclarar que no quiere hablar, pero al parecer sí quiere.
El cuarto alquilado que le puso Isidro había sido un buen vividero, con TV a color, equipo de CD y nevera llena, y ella lo mantenía bien arreglado. Qué más iba a hacer, si tenía todo el día para pasarla bueno, durmiendo a ratos, viendo telenovelas, ganando kilos sin control, pintándose las uñas y comiéndose los padrastros. Hasta que se cansó de tanto no hacer nada y de andar tan descuidada y empezó a hacer dieta, volvió a la minifalda, los tacones altos, el perfume y las candongas, como cuando estaba solterita y a la orden. Una noche al regresar del trabajo, Isidro la pilló en esas, estalló en ira y quiso saber dónde escondía al macho, para acabar con él. Como no lo encontró, decidió acabar con más bien con ella.

Y encima la llaman monstruo, a ella que tanto le gusta estrenar ropa de marca y lucirse por las discos
No era la primera vez ni habría sido la última; Emma ya se había acostumbrado a la escena y sabía lo que tenía que hacer, pedirle perdón mil veces, protegerse la cabeza con los brazos, agacharse sumisa, esperar a que la golpiza amainara, dejarse arrastrar hasta la cama y abrirse de piernas, sin resistir. Pero esta vez Isidro parecía inspirado y golpeaba fuerte y parejo, como dispuesto a liquidar el asunto sin más.
—Ahora sí nos matamos —repetía—, ahora sí.
—Nos matamos es mucha gente —me dice Emma que pensó. Como pudo echó mano de la varilla de trancar la puerta y se la descerrajó al hombre por la cabeza.
***
—Como Emma, tres cuartas partes de las mujeres que están aquí por homicidio, a quien mataron fue al marido o al compañero sentimental —me explicaría a la salida una trabajadora social—. Durante años les soportan golpizas, borracheras, patadas en el vientre, bofetadas a ellas y a sus hijos. Son mujeres que un día se cansan de todo eso y responden. A algunas se les va la mano, y luego pagan condena. No le digo que no haya asesinas aquí adentro, sí las hay, pero a la mayoría le sucedió como a Emma, que mataron al tipo cuando no aguantaron más.
***
Emma pasó el resto de esa noche despierta y sin saber qué hacer, con Isidro ahí tirado con una cara que metía miedo. Hasta que se dijo a mí misma, o te pones las pilas o vas muerta, hermana. Trajo cuchillos de la cocina, un martillo y unos alicates, y se dio a la tarea de despresar.
—¿Usted sabe a qué huele la sangre? —me pregunta, mostrando unos dientes bonitos y acomodando hacia atrás su copete, que tiende a caerle sobre los ojos—. Yo tampoco sabía, pero le juro que no se aguanta. El olor no se iba ni con la caja grande de FAB que restregué con cepillo, dele que dele.
Después de meter cada parte entre una bolsa plástica, se bañó y descansó. Luego empezó con el ajetreo de los buses. Tomó varios, de ida y vuelta, y fue repartiendo bolsas por todo el sur de la ciudad. Un brazo lo dejó por Las Delicias, los entresijos por Héroes de Ayacucho, el corazón por Vista Bonita. Y así, así, por aquí y por allá, hasta que por último tiró la cabeza a una zanja por los lados de Presidente Kennedy. Lo que siguió fue ir al salón de belleza a que le cortaran el pelo, que antes traía bien largo. Tenía que cambiar de aspecto, parecer otra, salir del cuarto alquilado y huir hacia la vida nueva que la estaba esperando.
—Pero antes tenía que platearme, ¿me entiende? —me pregunta—. Todo me lo había gastado en buses y sin plata no iba a llegar a ningún lado.
Así que vendió el televisor por lo que quisieron darle, y en eso se equivocó. Por ahí le seguirían la pista, y la encontrarían tres meses después.
Pero esos tres meses los pasó a lo bien, sin pesadillas ni remordimientos. Cada semana en un barrio distinto, cada noche en un inquilinato nuevo, o con algún desconocido en un amoblado de las afueras, rodando por donde nadie la conociera ni adivinara los recuerdos que guardaba en su cabeza, debajo del copete Alf.
Hasta que la Policía identificó la cabeza encontrada entre la zanja, y las sospechas recayeron sobre Emma. Dieron con el televisor vendido y luego la encontraron, mientras bailaba en una discoteca al otro lado de la ciudad.
***
Suena el timbre en el Buen Pastor y las demás presas salen al patio para sus treinta minutos de receso. Emma vuelve a replegarse sobre sí misma, se encaja los audífonos de su radiecito y de nuevo arremete contra los padrastros. Esa es, murmuran las internas al pasarle por enfrente, esa fue.
—Mire, no insista, ¿sí? No fue más y no voy a decirle más —me advierte ella a mí.
Yo soy romántica, me gusta la música romántica, les había dicho en los primeros días de presidio a los reporteros que venían a preguntarle cómo fue que cortó, con qué golpeó, por qué desmembró. Yo soy romántica, les decía, hasta que cayó en sus manos una de las crónicas de prensa en las que aparecía como protagonista: “Sin inmutarse, con pasmosa sangre fría, Emma Vélez Montes, una joven de 20 años armada de cuchillos de cocina, descuartizó a su amante en un acto de sadismo, empacó los restos en bolsas plásticas y los diseminó por la ciudad”.
Con pasmosa sangre fría, dicen de ella, y la sacan en las fotos seria y fea. Y encima la llaman monstruo, a ella que tanto le gusta estrenar ropa de marca, ponerse zapatos de plataforma y lucirse por las discos, proyectando su reflejo en las bolas de espejos que cuelgan del techo, sintiendo en las piernas la neblina fría que inunda la pista, bañándose en luz negra y en rayos láser.
***
El timbre suena de nuevo y las demás presas regresan a sus celdas. El cielo se ha despejado y Emma se relaja un poco y se estira al sol. Conectada a sus audífonos y entregada a las canciones románticas que deben sonar por su radiecito de pilas, otra vez parece olvidada de mí.
—Todo eso ya para qué —dice un rato después—. Lo único que quiero es que me dejen sola, total a quién le importa, si mi vida yo ya la viví.
De pronto me nace tutearla, y confío en que no va a molestarse ante la pregunta que antes no me hubiera atrevido a hacerle.
—Decime una cosa, Emma, y por qué lo cortaste…
—Eh, avemaría, cómo le meten de misterio a eso, ¿no?
—Bueno, es, digamos… raro.
—Ahora contestame vos a mí, ¿vos sos rica?
—¿Cómo? —me desconcierta su pregunta.
—Rica, ¿sos?
—Pues, ni rica ni pobre.
—Pero carro sí tenés.
—Sí, carro sí.
—Por eso no entendés.
—¿Cómo?
—Supongamos que es a vos a la que le cae la malparida hora y tenés que matar a tu man.
—Supongamos.
—Lo metés entre el baúl de tu carro, lo tirás bien lejos y santo remedio. ¿O no?
—Tal vez.
—Bueno, mija, a mí me tocaba en bus. Qué habrías hecho vos en mi caso, decí. Deshacerte de él de a poquitos, ¿sí o qué?

jueves, 22 de julio de 2010

PRENSA CULTURAL. "Babelia". "Castigos ejemplares", por Laura Restrepo

Laura Restrepo
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
Castigos ejemplares


Laura Restrepo 02/08/2008

¿Era necesario que Madame Bovary se suicidara con arsénico, que Marguerite Gautier muriera tísica y que a Ana Karenina la aplastara un tren? La responsabilidad es de los escritores que las imaginaron en sus novelas

En medio del delirio, Van Gogh se corta el lóbulo de la oreja y lo envuelve en papel periódico. Pese a que sangra por la herida, camina hasta el burdel del pueblo, al llegar pregunta por Raquel, una de las chicas que allí trabajan, y le entrega la curiosa ofrenda. ¿Por qué una oreja? ¿Por qué a ella? No se sabe. Se sabe, sí, cuál fue la frase que le dijo a la mujer en ese peculiarísimo momento, quizá engorroso o quizá sacramental, pero en cualquier caso cargado para él de resonancias: toma esto y cuídalo muy bien. De donde se deduce que consideraba que era ella, una puta, la persona indicada para cumplir con el encargo de cuidar y conservar ese trozo de sí mismo que acababa de depositar en sus manos.
Esta Raquel no fue la primera prostituta en la vida de Van Gogh, que en buena medida transcurrió en los burdeles, donde encontraba compañía, amparo y, según su propia expresión, humanidad. Ya antes había acogido a otra llamada Sein, madre de una hija y además embarazada, con quien convivió por varios años y a quien le hizo un homenaje menos estrafalario que el de Raquel: A Sein la pintó en sus cuadros. En un dibujo, ella hunde la cabeza entre los brazos, abrumada por los pesares, y en un óleo, amamanta a su niño y le sonríe.
O sea que Van Gogh quiso mostrarla tal como él mismo debía verla: no sólo como prostituta, sino ante todo en su condición de mujer. Este reconocimiento es uno de los muchos que a lo largo del siglo XIX escritores y artistas les rindieron a ellas, sus socias en el empeño de arreglárselas en contravía y de asumir la existencia en los extramuros de la sociedad; sus aliadas a la hora de mandar al demonio las normas y emprenderla literalmente a coñazos contra la hipocresía de la moralidad consagrada; sus compañeras de catre, de jarana y de batalla, señaladas y proscritas al igual que ellos por su carácter transgresor, y al mismo tiempo endiosadas por la misma razón.
A las mujeres de la vida les rinde tributo Dumas hijo, quien a través del personaje de Duval deja cada noche un bouquet de camelias junto al lecho de Marguerite Gautier. Émile Zola describe a su Naná entre horrorizado y maravillado, temblando de pavor pero también de expectativa. Con su célebre frase, Madame Bovary c'est moi, Flaubert establece que son uno y el mismo la adúltera y el escritor. Guy de Maupassant las pinta vivaces, amorosas y divertidas, y como en el caso de Bola de Sebo, más íntegras que cualquiera de los buenos burgueses que las repudian. Baudelaire reconoce en su testamento que gracias a ellas logró ser la persona que fue. Y ya desde un siglo antes, Daniel Defoe le ha atribuido a su Moll Flanders el don de pecar y rezar para así empatar.
Ellas, a su vez, les retribuyen ampliamente: al aparecer como protagonistas de sus novelas y develar en sus páginas los vericuetos de sus vidas y sus almas, propician un vuelco en la literatura y le abren caminos más profundos, arriesgados y modernos.
Sin embargo, el pacto de mutuo apoyo tiene fisuras y la traición acecha. La protagonista/prostituta, o adúltera, termina casi sin excepción siendo señalada y reprendida, forzada a reconocer sus pecados y sometida a expiaciones terribles que suelen llegar hasta la pena capital. Ante lo cual el escritor se lava las manos y permanece de brazos cruzados. Peor aún, asume la responsabilidad del castigo ejemplarizante al empujar en esa dirección el argumento, y así el Abate Prévost arrastra a su bella Manon Lescaut por celdas húmedas y barcos de galeotes; Flaubert le depara a su Madame Bovary una muerte por veneno en medio de alaridos y retorcijones; Tolstói hace que su divina Ana se arroje bajo las ruedas del tren. La espléndida Naná, de Zola, termina tirada sobre un colchón, putrefacta y cubierta de pústulas; pese a los bouquets de camelias, la tisis acaba con la dama de Dumas; Hawthorne marca a su heroína con una letra A, de adúltera, bordada en rojo sobre el pecho; Mahfuz decide que la arrogante Hamida, de El Callejón de los Milagros, debe entregarle su virginidad a los oficiales norteamericanos. Para rematar con la Eréndira de García Márquez, si no virgen, sí mil veces mártir, mítica en su tormento de permanecer atada a un catre para que los hombres sacien el apetito en sus entrañas, tal como hacen los buitres con Prometeo encadenado a una roca.
¿Qué ha sucedido? Si el escritor y la prostituta comparten destino y se cubren mutuamente la espalda, ¿por qué él se presta a que recaiga sobre ella tan brutal escarmiento? O para formular la inculpación de manera más directa, ¿por qué él, que es al fin de cuentas quien maneja la pluma y traza el argumento, decide que ella debe pagar con enfermedades inconfesables e incurables, repudio público, destierro y muerte? La respuesta más obvia tiene un nombre: miedo. Una mujer que reta las imposiciones morales es candela, y el escritor que lidia con ella corre el riesgo de quemarse. Como ella amenaza con arrastrarlo más abajo de lo que está dispuesto a caer, él termina cediendo ante el peso de la tradición, y eso implica traicionarla. La libertad con que ella actúa la coloca de lleno en un futuro al cual él sólo se atreve a asomarse, y de ahí que una Madame Bovary, o una Ana Karenina, de alguna manera dejen atrás en el tiempo a sus respectivos creadores.
En este punto conviene preguntarse, ¿y a cuenta de qué tildar al pobre escritor de criminal, si no ha asesinado a nadie con sus propias manos? ¿Si a fin de cuentas sólo las ha utilizado para escribir una historia inventada? ¿Si una cosa es la literatura y otra la realidad? Pues porque una y otra vienen entreveradas, y en todo caso estamos hablando de la literatura como terreno donde se dirimen en un plano imaginario y simbólico los conflictos de la vida real. Aquí va una prueba de que no se trata de meras fantasías: acusado de obscenidad, Flaubert fue llevado a un juicio muy real debido a la historia irreal que contó en su Madame Bovary.
Durante dicho juicio, el abogado defensor adujo que el autor había ahondado en la mala conducta de una mujer sólo para demostrar cómo ésta la llevaba al sufrimiento y a la destrucción. Excusa similar había presentado antes Daniel Defoe en el prólogo a Moll Flanders: "Para ofrecer la historia del arrepentimiento de una vida llena de depravación es necesario que la etapa más pervertida sea presentada tan real como lo permita la narración original, con el fin de embellecer la etapa de penitencia, que es sin duda la mejor y más brillante". ¿Entonces no hay tal traición por parte del escritor, sino que todo se reduce a la treta que monta para eludir la censura de la época? ¿Se trata de argucias suyas para poder hablar de un tema prohibido y publicarlo? Puede ser. Ésa también es una explicación posible.
Y habría una tercera, más seductora que las dos anteriores, y que no necesariamente las excluye. Flaubert ha dicho con todas las letras: Madame Bovary c'est moi. ¿Por qué no creerle? Llegaríamos a la conclusión de que a través de la transubstanciación del autor en su personaje femenino es en realidad él quien se rebela, actúa fuera del molde y en consecuencia sufre discriminación, es incomprendido, censurado, contagiado, castigado y perseguido. Es posible que sea el propio Flaubert, a través de Emma Bovary, quien se esté envenenando con arsénico. Y que junto con Ana Karenina, Tolstói se esté arrojando bajo las ruedas del tren. Si esto es así, entonces habría que reconocer que el escritor decimonónico, lejos de traicionar el viejo pacto, lo lleva hasta las últimas consecuencias y lo sella con sangre.

viernes, 4 de junio de 2010

PRENSA CULTURAL. Entrevista a Laura Restrepo, autora de la novela "Demasiados héroes". LECTURA: principio de la novela

Laura Restrepo (Fotografía en "El País")
En "elpais.com", los internautas han entrevistado a la novelista colombiana Laura Restrepo.

La serie Grandes temas de la literatura del Ciclo Babelia se centra hoy en el tema de la violencia, tratado por la autora colombiana Laura Restrepo en su novela Demasiados héroes. Sobre su obra literaria y la Feria del Libro, Laura Restrepo ha charlado con los lectores.

Éstas son las primeras páginas de la novela:

–Necesito saber cómo fue –le dice Mateo a su madre–. El episodio oscuro, quiero saber cómo fue exactamente.
–Te lo he contado mil veces –le responde ella.
Él mismo lo había bautizado así, el episodio oscuro, porque lo que ocurrió aquella vez fue dañino, pero también porque estaba sepultado bajo una montaña de verdades a medias. Lo peor de todo era su falta de recuerdos; aquello había ocurrido cuando él era demasiado pequeño para fijarlo en la memoria. Palos de ciego. Era una expresión que había escuchado por ahí. Así se sentía él, dando palos de ciego por entre una historia que no comprendía pero de la cual hacía parte y que lo atrapaba como una red.
–Dale, Lolé –dice Mateo, suavizando la voz y llamándola así, Lolé, como cuando era pequeño. Ahora prefiere decirle por su nombre de pila, Lorenza, y cuando se enfurece con ella le dice madre–. Dale, Lolé, cuéntamelo otra vez. Empecemos por lo del parque.
–Tú tenías dos años y medio. Era una tarde de jueves y tu padre, tú y yo estábamos en Bogotá, en el Parque de la Independencia.
–Y él tenía un suéter de lana grueso.
–Puede ser.
–En las fotos he visto que él usaba suéteres de lana gruesos.
–Suéteres no, pulóveres.
–¿Qué son pulóveres?
–Suéteres. Pero él decía así, pulóver. Los colombianos decimos suéter y los argentinos dicen pulóver. Ridículo, siendo en inglés ambas cosas.
–Lo que quiero saber es si también esa tarde, en el parque, él tenía puesto un pulóver de lana grueso.
–Quién sabe. Lo que sí recuerdo es que andaba de pelo largo. En Argentina tenía que llevarlo bien corto, la dictadura no toleraba mechudos. Pero al llegar a Colombia se lo dejó crecer. Si quieres saber cómo era tu padre, Mateo, mírate al espejo y ponte una docena de años más. Así era Ramón en ese entonces.
–No es cierto, yo no tengo los hombros anchos. Mi tío Patrick me contó que Ramón los tenía anchos.
–Dentro de poco los vas a tener así.
–Volvamos a esa tarde, en el parque.
–Vamos paseando Ramón y yo, y te llevamos de la mano. El cielo es de un color azul hortensia, como son los cielos de Bogotá cuando...
–No quiero saber cómo son los cielos de Bogotá –dice Mateo–. Quiero entender lo que pasó.
A veces Lorenza le dice a su hijo que lo más horrendo del episodio oscuro es que sucedió justamente cuando el horror estaba por terminar. Atrás iba quedando la dictadura argentina y Ramón y ella habían sobrevivido a la clandestinidad. Después de cinco años de militar juntos en la resistencia, se habían apartado del partido y habían abandonado el país, desconcertados como monjes que salieran del claustro y asomaran las narices al mundo de afuera. Para Lorenza, que era colombiana, el cambio no había sido tan difícil; al fin de cuentas, el regreso a Bogotá le había permitido volver a estar entre su gente, en un mundo conocido al que se reintegró sin mucho drama. En cambio Ramón, siendo argentino, quedó flotando en el aire. Le dio por detestar todo lo que lo rodeaba, encontró a la familia de ella aborreciblemente burguesa y empezó a verla a ella misma como a un ser desconocido que poco tenía que ver con la mujer de la que se había enamorado en Buenos Aires. Una vez rota la complicidad que los había unido durante la clandestinidad, se habían convertido en dos extraños.
–En Bogotá tu padre se me volvió invisible –le confiesa Lorenza a su hijo.
–Cómo invisible. Nadie se vuelve invisible.
–Tal vez yo andaba demasiado ocupada contigo, con el trabajo, con la familia, a lo mejor conmigo misma. Además, suele suceder entre gente muy unida en tiempos de peligro. Pasa el peligro y descubren que sólo eso los unía. La cosa es que ya no hallaba lugar para tu padre. Haz de cuenta un abrigo muy pesado en pleno verano.
–Un pulóver de lana en pleno verano.
–No sabes qué hacer con eso, no pertenece a ese momento ni a ese lugar. Además Ramón tampoco ayudaba, porque empezó a comportarse de una manera, digamos, rara. No lograba entender de qué se trataba la vida fuera del partido. Pero era todavía más gra-ve, creo que no lograba entender cómo se vive sin la dictadura, sin tener enfrente a un enemigo al que debes destruir para que no te destruya. Todo eso hizo que la convivencia se convirtiera en un malestar permanente, y nos separamos.

sábado, 18 de julio de 2009

PRENSA CULTURAL. "Babelia", 18 julio 2009

1. Una muerte en la familia. Crítica de El encuentro, novela de la autora irlandesa Anne Enright. Los ritos familiares, la culpa, el abuso sexual... son esenciales en la novela. La autora es delicada y audaz reflejando los vínculos entre los personajes; no se arredra al dar un seco lirismo a su prosa, y posee también el talento de lo grotesco. Podemos leer también sus primeras páginas.

2. Sade en la calle. Crítica de Las noches revolucionarias, de Nicolas-Edme rétifde la Bretonne. Además, sus primeras páginas.

3. Amor y militancia. Entrevista. Ficción y realidad. Laura Restrepo publica Demasiados héroes, una novela en la que ajusta cuentas con su propio pasado y en la que narra una historia política contada desde el punto de vista del drama personal. "En el momento en que a las personas las pones a funcionar en el tablero del ajedrez particular de la ficción se te vuelven personajes".

4. El gran cine ama a los gángsteres. Reportaje de Carlos Boyero. El gremio de los clásicos ha sentido la necesidad en algún momento de hablar de los que viven, malviven o sobreviven al otro lado de la ley. Enemigos públicos sigue la estela de un género que nunca ha padecido crisis. La película de Michael Mann, protagonizada por Johnny Depp, posee la capacidad narrativa que acredita a los maestros.