Cuando era pequeña, le daban miedo las inyecciones. Su madre le decía que tenía que ser una chica valiente, que no tenía que llorar. Y aunque estaba aterrada, aunque lo único que quería era echar a correr en dirección opuesta, no lloró una sola vez. No pensaba demostrarle, cuando entrase al comedor, donde él recomponía el jarrón que había estrellado sobre su cabeza, que le dolía el alma. No le dejaría romperla por dentro, aunque la hubiera destrozado por fuera. Era una chica valiente.
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