viernes, 2 de octubre de 2015

PRENSA. HISTORIA. "Una historia de horror en Galicia"

   En "Jotdown":

Una historia de horror en Galicia

Publicado por 
Fotografía: Gabriel González (CC)
Fotografía: Gabriel González (CC)
Así como a veces la literatura no precisa de historia, la historia no siempre precisa de literatura.
Doña Severina, de ochenta y cinco años, es la primera de las personas del pueblo que accede a contarme cómo recuerda ella la muerte de Raúl en 1949. El cura de la parroquia me había facilitado dos días antes y a través de un familiar los teléfonos y direcciones de los más ancianos, pero la mayoría de ellos no se sienten cómodos ante la posibilidad de figurar en un reportaje. Si hay dos temas tabú en la Galicia rural son los incendios forestales y las siniestras historias de posguerra. Doña Severina, que me recibe en el zaguán de su casa y toma asiento junto a la galería que da al camino, ejerce orgullosa de rompehielos. «Todavía cuesta hablar en público sobre los fuxidos —explica mientras me sirve una copa de un licor de hierbas que ella misma elabora—. Tenga en cuenta que en estos pueblos se conocían todos. No es como ahora. Los de una familia se casaban con los de otra y por tanto eran los propios primos, cuñados y vecinos los que denunciaban e incluso ayudaban a la Guardia Civil a sacar a la gente de sus casas. Todavía hoy muchos no se hablan e incluso se marchan del bar si entran los otros. Y eso que son parientes».
Una mujer más joven, convocada por la anfitriona, saluda desde el zaguán y se sienta con nosotros junto a la galería. No me dice su nombre. Escucha con atención la historia de cómo los miembros de una determinada familia, durante las fiestas del pueblo, se colocan todos los años en uno de los extremos del campo de la orquesta para no tener que cruzarse con los de otro clan concreto. En su opinión, los motivos de aquellas delaciones de posguerra tenían muy poco que ver con una cuestión de fidelidad a la militancia o de intransigencia ideológica. Mantiene que en realidad solían ser viejas disputas familiares y no convicciones políticas las que subyacían a la inquina existente entre unos y otros. Doña Severina discrepa, y aunque el analfabetismo de la época y la coyuntura demográfica y sociocultural de una población gallega rural entonces muy compartimentada y endogámica son argumentos que refuerzan la postura de su interlocutora, insiste en la polarización resultante del desenlace de la Guerra Civil: «Recuerdo que a mi padre lo metieron varias veces en el calabozo. Cuando volvía a casa solía permanecer callado, nunca nos contaba nada. Poco después detuvieron a mi tío, su hermano, y jamás lo volvimos a ver. Nos dijeron que había fallecido en una cárcel de Salamanca. Esa clase de cosas no suceden por una simple venganza de alguien del pueblo. Cuántas veces se ejecutaba a gente en el Alto de Curros. Era el castigo de los vencedores sobre los vencidos».
Raúl pertenecía al segundo bando. Visitando el cementerio, un pariente lejano me cuenta que regresó al pueblo poco después de finalizar la guerra. Había huido en el 37, empujado por el avance de las tropas sublevadas —Galicia formó parte muy pronto de la zona nacional—, cuando rondaba los veinte años y el ideario comunista. «Dicen que un sacerdote amigo de la familia, don Carlos, lo ayudó a salir de Galicia vestido de mujer, pero nunca se supo dónde había ido», murmura mientras señala un ciprés cercano en cuya copa se decía que pasaba las noches durante las últimas semanas, cuando ya estaba acorralado. «Son tonterías. Anda que no había bosque suficiente para esconderse como para venir a hacerlo al cementerio, al lado del pueblo». Es probable que nunca llegase a abandonar España para integrarse en el maquis francés, como se comentaba entonces. Tal vez jamás salió de Galicia. Algunos dicen que en realidad se refugió en una cueva y sobrevivió gracias a la ayuda clandestina de los más cercanos. Cuando volvió al pueblo permaneció dos o tres años en casa de sus padres, conviviendo con los vecinos con absoluta normalidad. De él cuentan que era buena persona, muy risueño y de trato amable, «lo que pasa es que pensaba diferente». Doña Severina explica que las cosas empezaron a ponerse feas cuando varios de los miembros de su familia fueron detenidos. «Yo era entonces una niña, pero a veces bailaba con él en las fiestas y lo veía por las tardes en el bar. Era un chico muy cercano y simpático. Cuando empezaron a llevarse a los suyos dejó de hacer vida con la gente del pueblo, hasta que un día desapareció». Nadie recuerda las fechas con exactitud, pero sospecho que la huida debió de coincidir con el auge ofensivo de la Federación de Guerrillas de León-Galicia y la represión posterior a la derrota en el valle de Arán en 1944, en la operación Reconquista de España. Muchos de los derrotados se exiliaron en Francia y en Marruecos, y el resto se ocultó en los montes y los bosques de la geografía española. De ahí que la denominación «maquis» se impusiese en la terminología popular a la de «huidos», tanto por asociación a la guerrilla francesa de resistencia, en la que muchos habían militado, como por la conexión semántica de las expresiones francesa e italiana «prende le maquis» y «buttarsi alla macchia» con la española «echarse al monte», que en los tres casos hacían referencia a una misma realidad.
Raúl no tardó en buscar amparo en un grupo de fuxidos —así eran conocidos en Galicia— liderados por un guerrillero llamado Mario «que tenía fama de revolucionario». La mujer que nos acompaña en la galería de doña Severina cuenta que en su casa se hablaba mucho de él. «Nunca le hicieron daño a nadie. Todo el mundo sabía que se ocultaban en los bosques de los alrededores y a veces en los corrillos escuchabas historias sobre ellos entre susurros. Los niños les tenían miedo, pero lo único que hacían cuando bajaban al pueblo era molestar a los que alguna vez habían detenido o encarcelado a sus familiares. Había un juez con muy mala leche y un alcalde, Pepe “do Sacristán”, que eran muy crueles con los delatados, y se había corrido el rumor de que una noche Mario había matado al alcalde, pero eso en realidad nunca sucedió». Doña Severina interrumpe para afear el comentario de nuestra acompañante y centrar el tema con severidad: «Estamos hablando de Raúl, no de Mario». Un hijo de Severina llega en ese momento y la conversación es desviada a propósito hacia lugares comunes y escenarios más amables.
En el pueblo cuentan que Mario fue capturado y asesinado. También otros fueron «sacados de sus casas» y su destino era la cárcel o la ejecución. Ante la represión, Raúl y uno de sus compañeros se quedaron solos en el monte. Su pariente me lleva hasta una casa en ruinas que antaño perteneció al cura. Está al lado de la iglesia y en su parte posterior, pegado a la casa, hay un viejo cobertizo. «Cuando los buscaban en el monte venían a esconderse aquí. La casa ya estaba abandonada entonces porque el cura, al que llamaban “o Rizo”, vivía en otra parroquia. Los domingos por la mañana decía una misa en cada pueblo, y Raúl y el otro chico aprovechaban que esto estaba deshabitado para refugiarse en el cobertizo». Doña Severina corrobora la historia y recuerda en voz alta la vez en que se los encontró en el bosque, el mismo año que Raúl falleció: «En aquella época no era como ahora, que para coger leña en el monte tienes que pedir permisos y comprársela a su dueño porque todo el mundo se entera de quién ha sido y casi parece un crimen. Entonces, cuando llegaba el invierno, cualquier vecino hacía lo que fuese necesario para no pasar frío. Y si eso suponía coger leña que no era tuya, la cogías. Una tarde, antes de anochecer, mi hermana pequeña y yo salimos a buscar algunos troncos en el bosque. Fuimos hasta una arboleda que está en un cerro muy alto que todos llaman “o diestro”, y al llegar escuchamos cómo alguien removía con el pie unas hojas en el suelo, no sé si para advertirnos a nosotras de que no siguiésemos adelante o para avisar a quien fuese de nuestra llegada. Mi hermana pequeña no se daba cuenta de lo que pasaba y quería continuar, pero enseguida la detuve y le dije que teníamos que dar media vuelta. Raúl apareció entonces de entre unos árboles para cortarnos el paso. Se acercó a mí y me dijo que entrásemos en la arboleda a coger leña, que ellos se iban. Me quedé paralizada. Le contesté que daba lo mismo, que nosotras nos marchábamos, pero insistió. Dijo que eran ellos los que se iban y que cogiésemos toda la leña que necesitásemos. Cuando volvimos a casa fuimos corriendo a contarles a nuestros padres lo sucedido, y entonces mi padre nos llevó a otra habitación, se sentó delante de nosotras, y nos dijo que no podíamos hablar con nadie sobre lo que había pasado. Que jamás comentásemos nada sobre aquello y que nunca más lo quería volver a escuchar. Dijo: “No queremos atraer más problemas al pueblo”. Y aquello se me quedó grabado. Tenía la misma mirada que cuando volvía del calabozo, antes de que se llevasen a mi tío a Salamanca».
Fotografía: Gabriel González (CC)
Fotografía: Gabriel González (CC)
Otra mujer, de nombre Marisol, me cuenta la trampa en la que algunos meses más tarde cayó Raúl. Al llegar a su casa y comenzar a conversar le comento lo mucho que me sorprende la precisión con que detalla el relato. No es difícil calcular a ojo que por aquel entonces sería una recién nacida. Me explica que es una historia que en su familia se ha venido contando desde que era niña y que resulta difícil de olvidar. Terminaré coincidiendo con ella. La localización y captura de los guerrilleros se había convertido a finales de la década de los cuarenta en una de las prioridades del franquismo y su búsqueda se había intensificado. El Partido Comunista de España, que había perdido toda esperanza de contar con apoyos internacionales en su lucha contra el régimen, decide poner fin a la asistencia táctica y logística de las guerrillas y adopta una nueva estrategia en un intento de contrarrestar el descreimiento de la población y la escasa operatividad de los comandos. En otras palabras, los pocos fuxidos que todavía permanecían en el monte gallego se quedaron solos. Raúl y su compañero carecían de recursos y se veían cada vez más asediados en una situación de resistencia ficticia que ya no tenía sentido. La única salida, descartadas la muerte y el exilio, era la amnistía. «En Galicia la guerra fue diferente —comienza diciendo Marisol—. En muchas partes del territorio apenas se sintió. Pero sí se sintieron los fusilamientos y las ejecuciones controladas durante la posguerra. Raúl y el otro chico estaban cansados de ocultarse durante años y de sentirse traicionados por los que hasta entonces defendían sus mismos ideales —se refiere, imagino, a Santiago Carrillo y el PCE—, así que cuando se vieron sitiados optaron por pactar». La autoridad municipal se sirvió de la madre y el hermano de Raúl para trasladar a los dos huidos el mensaje de que se desplazasen hasta un pueblo vecino, donde en una cabaña se reunirían con responsables civiles del Ayuntamiento para tratar de negociar un acuerdo. Raúl y su compañero aceptaron, abandonaron el bosque y, sin llamar la atención, acudieron al lugar convenido en la fecha y la hora que se les había indicado. El hermano y la madre de Raúl aguardaban fuera mientras los dos chicos esperaban a sus interlocutores en la cabaña. Quien apareció, sin embargo, fue la Guardia Civil.
El escenario era el peor de los posibles. Habían caído en la emboscada y sabían que si los detenían serían ejecutados. «La Guardia Civil amenazaba desde fuera con hacer daño a la madre y el hermano de Raúl si no se entregaban. Él y su compañero se pusieron muy nerviosos y comenzaron a disparar». Raúl comprendió que no había acuerdo posible para ellos, y aunque no quería que su familia sufriese percance alguno, tampoco estaba dispuesto a aceptar el deshonor de ser fusilado por el enemigo tras una rendición que con toda seguridad identificaba como un acto de cobardía. «Se desató un tiroteo —continúa Marisol— en el que el compañero de Raúl fue alcanzado y falleció en el acto. Para Raúl tuvo que ser terrible verlo morir a su lado, encerrados entre aquellas paredes. No había escapatoria y al verse acorralado, como cualquier hombre en una situación límite, tomó una decisión extrema». Resistir habría supuesto arriesgar la integridad de su madre y su hermano, al otro lado de las balas. Rendirse era renunciar a sus convicciones y a su identidad, muriendo sin dignidad ante un pelotón de fusilamiento. Los disparos cesaron al advertir que el ataque desde el interior de la cabaña se había detenido. Segundos después se escuchó una detonación. Tras el asalto, los guardias encontraron los cadáveres de los dos chicos en el suelo. Raúl se había introducido la pistola en la boca y había apretado el gatillo.
Al día siguiente les dieron sepultura. Fueron enterrados fuera del cementerio en un último acto de desprecio y humillación, algo que no era del todo infrecuente en el caso de los huidos ejecutados. Nadie recuerda haber asistido al funeral, si es que lo hubo. Paseando con el familiar de Raúl que me había explicado su huida con veinte años y cómo tras la guerra había regresado al pueblo con la ingenua esperanza de llevar una vida normal, este me muestra las lápidas que señalan la tumba de los dos chicos. «Décadas más tarde se decidió ampliar el camposanto por razón de espacio, y sus restos quedaron dentro de los muros. El destino tiene estas cosas». Doña Severina me invita a visitar su jardín y me regala una botella de licor de hierbas casero. Da igual fingir que no puedo aceptar su obsequio. Es una mujer tenaz. «El hermano de Raúl nunca se perdonó haber caído en el engaño —comenta justo antes de despedirnos—. Lo único que pretendía era que su hermano pudiese regresar al pueblo. Y en su situación cualquiera se habría agarrado a un clavo ardiendo. Pero le atormentaba pensar que había sido él quien lo había conducido a la boca del lobo. A las pocas semanas apareció muerto. Nunca supimos muy bien cómo sucedió. Sencillamente, le pudo la culpabilidad. Supongo que por eso a nadie le gusta hablar de este tema. No es más que una historia de horror».
Fotografía: Javier Cobo (CC)
Fotografía: Javier Cobo (CC)
Regreso al coche y el pueblo me parece distinto. Los árboles, las casas, el río, todo parece cuchichear a mis espaldas. A lo largo del día el paisaje ha ido adquiriendo un aspecto siniestro, como si algo oculto me dirigiese la mirada. Como si el sistema detectase un intruso. Lo que por la mañana era un lugar apacible ahora da la impresión de enmascarar algo perverso. Más allá de la vista. Quizá en el aire o en el subsuelo. Pienso en qué otros relatos sombríos se esconden en aquellos prados, bajo aquellas piedras. Y pienso que por ahora prefiero no saberlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario