Una historia alucinante
Partiendo de su breve experiencia como creyente, Emmanuel Carrère recrea los orígenes del cristianismo para destacar la radicalidad de su mensaje y lo inverosímil de su triunfo.
IGNACIO F. GARMENDIA | ACTUALIZADO 05.10.2015
EL REINO. Emmanuel Carrère. Trad. Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2015. 520 páginas. 24,90 euros.
Estamos habituados a que los autores o los editores hagan pasar por novelas -el uso de la etiqueta parece que ayuda o al menos no asusta tanto como la indefinición genérica- libros que sólo forzando mucho el término podrían pasar por tales, pero quienes como Emmanuel Carrère han apostado por dejar de lado la ficción literaria no tienen inconveniente en decir que lo que ellos proponen es otra cosa. Sin abandonar el trasfondo real que ha nutrido su narrativa desde El adversario (2000) hasta Limónov (2011), el escritor parisino plantea en El Reino un híbrido entre el ensayo y la narración que contiene asimismo, del mismo modo que sus entregas anteriores, retazos de autoficción o de autobiografía. Su tema, vinculado por Carrère al episodio de su fugaz conversión y posterior distancia de la fe, es nada menos que el origen del cristianismo en las décadas posteriores a la muerte -y resurrección- de Jesús de Nazaret, cuando los todavía escasos discípulos del Maestro aún no tenían un nombre para definir el nuevo credo ni se habían separado del todo de la religión del Antiguo Testamento.
La primera parte de El Reino nos muestra al escritor, pasada la treintena, en un momento de crisis, creativa, de pareja y en última instancia existencial, del que sale, al menos temporal o aparentemente, cuando se siente -él mismo lo entrecomilla- "tocado por la gracia". Durante casi tres años, a comienzos de los noventa, Carrère se convierte en un practicante estricto de misa diaria, lee y comenta el Evangelio de San Juan y al mismo tiempo asiste a sesiones regulares de psicoanálisis. Además de su mujer, con la que decide casarse por la Iglesia, dos personajes secundarios e igualmente excéntricos, caracterizados pese a las diferencias por la misma vena mística, destacan en esta primera parte, que se ofrece como una memoria de aquel tiempo que el narrador había casi olvidado: la madrina Jacqueline, una viuda, católica ferviente, que antaño tuteló a la madre de Carrère cuando esta perdió a sus padres y ejerce sobre el hijo un influjo especial, también a la hora de prevenirlo de las vacilaciones que suceden a la iluminación primera, y una medio vagabunda a la que contrata para cuidar de los niños, que conoció a Philip K. Dick -autor del que Carrère escribirá por entonces una biografía, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos(1993)- y vive instalada en el desvarío. Al final de esta etapa finalmente infructuosa, anota el diarista: "Te abandono, Señor. Tú no me abandones".
Toda esta parte funciona como extenso preámbulo al relato propiamente dicho, contado por un agnóstico -"No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna"- que se acerca a la época fundacional del cristianismo para narrar, como él mismo dice refiriéndose a los en otro tiempo escandalosos libros de Renan, una historia alucinante, "el modo en que una pequeña secta judía, fundada por unos pescadores analfabetos, unida por una creencia absurda por la cual ninguna persona razonable hubiera dado un sestercio", ha perdurado "contra toda verosimilitud". Carrère no pretende saber más que los historiadores, tampoco demasiados, a los que cita, sino recontar lo que puede rastrearse a partir de fuentes muy cercanas a esa primera época, en particular el Evangelio de San Lucas, los Hechos de los Apóstoles -atribuidos al mismo autor- y las Epístolas de San Pablo. Lucas, el médico macedonio, y su maestro Pablo, antiguo perseguidor devenido en converso, son de hecho los protagonistas de El Reino, severo y dogmático el segundo, principal responsable de la apertura a los gentiles, y más moderado el primero, que lo acompañó en sus continuos viajes a las primitivas comunidades cuando estas se debatían entre la obediencia a la Ley mosaica y el nuevo camino de la Vía. Ninguno de los dos conoció a Jesús, pero ambos contribuyeron de manera decisiva a transformar la oscura figura de un rebelde despreciado por su propio pueblo y ejecutado de modo infamante, en una luminaria universal cuyo mensaje, verdaderamente revolucionario, ha marcado la historia del mundo.
A medio camino entre el reportaje y la quest, desde una perspectiva respetuosa y a la vez distante, en todo caso nada académica, sino por momentos bastante desenfadada, la heterodoxa reconstrucción de Carrère -que interrumpe en ocasiones el relato para dejar constancia de sus dudas o de los pasajes que se ve obligado a imaginar, pero también, por ejemplo, para dar noticia de sus conversaciones con el amigo Hervé, compañero de viajes, o de sus preferencias en materia de pornografía- no teme los paralelismos anacrónicos y recurre más de una vez a la comparación entre los pleitos de los galileos, aún no desvinculados de la religión madre, y las desavenencias de los líderes bolcheviques -Pablo y Santiago, guardián de las esencias judías, como Trotski y Stalin- o el modo en que se disputan los adeptos los maestros del yoga. A decir verdad, El Reino es un artefacto de lo más extravagante que sin embargo funciona, gracias sobre todo a la fuerza de la historia -pero también a la honradez del narrador- y a la frescura y la inmediatez con la que se nos cuenta. En cierto sentido, dice Carrère, la radicalidad y el componente transgresor del cristianismo no han sido superados. Tal vez radique en ello, más que en la fortaleza de la Iglesia, el secreto de su pervivencia.
Estamos habituados a que los autores o los editores hagan pasar por novelas -el uso de la etiqueta parece que ayuda o al menos no asusta tanto como la indefinición genérica- libros que sólo forzando mucho el término podrían pasar por tales, pero quienes como Emmanuel Carrère han apostado por dejar de lado la ficción literaria no tienen inconveniente en decir que lo que ellos proponen es otra cosa. Sin abandonar el trasfondo real que ha nutrido su narrativa desde El adversario (2000) hasta Limónov (2011), el escritor parisino plantea en El Reino un híbrido entre el ensayo y la narración que contiene asimismo, del mismo modo que sus entregas anteriores, retazos de autoficción o de autobiografía. Su tema, vinculado por Carrère al episodio de su fugaz conversión y posterior distancia de la fe, es nada menos que el origen del cristianismo en las décadas posteriores a la muerte -y resurrección- de Jesús de Nazaret, cuando los todavía escasos discípulos del Maestro aún no tenían un nombre para definir el nuevo credo ni se habían separado del todo de la religión del Antiguo Testamento.
La primera parte de El Reino nos muestra al escritor, pasada la treintena, en un momento de crisis, creativa, de pareja y en última instancia existencial, del que sale, al menos temporal o aparentemente, cuando se siente -él mismo lo entrecomilla- "tocado por la gracia". Durante casi tres años, a comienzos de los noventa, Carrère se convierte en un practicante estricto de misa diaria, lee y comenta el Evangelio de San Juan y al mismo tiempo asiste a sesiones regulares de psicoanálisis. Además de su mujer, con la que decide casarse por la Iglesia, dos personajes secundarios e igualmente excéntricos, caracterizados pese a las diferencias por la misma vena mística, destacan en esta primera parte, que se ofrece como una memoria de aquel tiempo que el narrador había casi olvidado: la madrina Jacqueline, una viuda, católica ferviente, que antaño tuteló a la madre de Carrère cuando esta perdió a sus padres y ejerce sobre el hijo un influjo especial, también a la hora de prevenirlo de las vacilaciones que suceden a la iluminación primera, y una medio vagabunda a la que contrata para cuidar de los niños, que conoció a Philip K. Dick -autor del que Carrère escribirá por entonces una biografía, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos(1993)- y vive instalada en el desvarío. Al final de esta etapa finalmente infructuosa, anota el diarista: "Te abandono, Señor. Tú no me abandones".
Toda esta parte funciona como extenso preámbulo al relato propiamente dicho, contado por un agnóstico -"No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna"- que se acerca a la época fundacional del cristianismo para narrar, como él mismo dice refiriéndose a los en otro tiempo escandalosos libros de Renan, una historia alucinante, "el modo en que una pequeña secta judía, fundada por unos pescadores analfabetos, unida por una creencia absurda por la cual ninguna persona razonable hubiera dado un sestercio", ha perdurado "contra toda verosimilitud". Carrère no pretende saber más que los historiadores, tampoco demasiados, a los que cita, sino recontar lo que puede rastrearse a partir de fuentes muy cercanas a esa primera época, en particular el Evangelio de San Lucas, los Hechos de los Apóstoles -atribuidos al mismo autor- y las Epístolas de San Pablo. Lucas, el médico macedonio, y su maestro Pablo, antiguo perseguidor devenido en converso, son de hecho los protagonistas de El Reino, severo y dogmático el segundo, principal responsable de la apertura a los gentiles, y más moderado el primero, que lo acompañó en sus continuos viajes a las primitivas comunidades cuando estas se debatían entre la obediencia a la Ley mosaica y el nuevo camino de la Vía. Ninguno de los dos conoció a Jesús, pero ambos contribuyeron de manera decisiva a transformar la oscura figura de un rebelde despreciado por su propio pueblo y ejecutado de modo infamante, en una luminaria universal cuyo mensaje, verdaderamente revolucionario, ha marcado la historia del mundo.
A medio camino entre el reportaje y la quest, desde una perspectiva respetuosa y a la vez distante, en todo caso nada académica, sino por momentos bastante desenfadada, la heterodoxa reconstrucción de Carrère -que interrumpe en ocasiones el relato para dejar constancia de sus dudas o de los pasajes que se ve obligado a imaginar, pero también, por ejemplo, para dar noticia de sus conversaciones con el amigo Hervé, compañero de viajes, o de sus preferencias en materia de pornografía- no teme los paralelismos anacrónicos y recurre más de una vez a la comparación entre los pleitos de los galileos, aún no desvinculados de la religión madre, y las desavenencias de los líderes bolcheviques -Pablo y Santiago, guardián de las esencias judías, como Trotski y Stalin- o el modo en que se disputan los adeptos los maestros del yoga. A decir verdad, El Reino es un artefacto de lo más extravagante que sin embargo funciona, gracias sobre todo a la fuerza de la historia -pero también a la honradez del narrador- y a la frescura y la inmediatez con la que se nos cuenta. En cierto sentido, dice Carrère, la radicalidad y el componente transgresor del cristianismo no han sido superados. Tal vez radique en ello, más que en la fortaleza de la Iglesia, el secreto de su pervivencia.
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