lunes, 30 de noviembre de 2015

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (5 noviembre 2015):

HISTORIA. "¿Quién votó a Hitler?"

   En "jotdown":

¿Quién votó a Hitler?

Publicado por 
Cartel en una calle berlinesa en 1932, «Nosotros queremos trabajo y pan, vota por Hitler». Foto: Corbis.
Cartel en una calle berlinesa en 1932, «Nosotros queremos trabajo y pan, vota por Hitler». Foto: Corbis.
Uno de los debates más comunes de nuestro tiempo, durante estos últimos días aún más frecuente si cabe, es el que contrapone libertad y seguridad. En realidad se trata de una distinción falaz, pues la segunda es condición necesaria de la primera, ya que nada coarta más nuestra libertad que el miedo que provoca la inseguridad. El origen de este malentendido se lo debemos, al menos en parte, a Erich Fromm y a su libro —por otra parte bastante recomendable— El miedo a la libertad. Para quien no lo haya leído venía a decir que el auge del protestantismo en el siglo XVI y del nazismo en el XX tenían una misma raíz, anunciada en el propio título de la obra. La modernidad traería consigo una ruptura de los lazos que ataban al individuo en las sociedades tradicionales, lo que genera tanta independencia como desasosiego. De manera que, expulsado de ese apacible útero a un mundo en el que debe manejarse en plena libertad, el sujeto intentaría rehacer como fuera ese vínculo primitivo, bien a través de un mayor rigorismo religioso o de una ideología totalitaria. 
El nazismo sería un caso paradigmático de esto, con su énfasis en el colectivo por encima del individuo, con sus grandes mítines en los que cualquier personita, con sus miserias, temores y debilidades pasaba a sumergirse en una masa invencible que lo trascendía: Deutschland über alles. El libro se publicó en 1941 después de que el autor, judío alemán, huyera de unos compatriotas que no tenían nada bueno reservado para él, así que pudo verlo todo desde primera fila. Algo hay de cierto en su planteamiento, sin duda, pero con el paso del tiempo hemos podido saber con mucho más detalle los motivos del ascenso de Hitler al poder y hay algunos puntos que matizar. Para ello deberemos conocer quién y por qué se unió al nacionalsocialismo.
El 14 de septiembre de 1930 las elecciones al parlamento alemán ofrecieron un resultado que marcaría la historia del país y del mundo. El partido más votado fue, tal como era de esperar, el socialdemócrata. Pero estaba seguido de cerca —con más de 6,3 millones de votos y el 18,2% del total— por el NSDAP, una formación hasta entonces marginal que había multiplicado por ocho sus votos respecto a las elecciones previas celebradas solo dos años antes. Fue una auténtica sorpresa y un acontecimiento crucial, pues una vez ganada esa posición ya no hubo vuelta atrás: sus resultados irían en aumento en una República de Weimar ya agonizante hasta que el 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado canciller. ¿Cómo había sido posible? Aunque el partido había sido refundado solo trece años antes, las ideas que en una peculiar mezcolanza lo conformaban ya estaban en el ambiente desde tiempo atrás.
El antisemitismo por ejemplo llevaba siglos firmemente instalado en Europa, aunque en Alemania la población judía (que no llegaba ni al 1%) estaba notablemente asimilada en la vida económica, social y cultural; eran frecuentes los matrimonios mixtos y su identificación patriótica era plena hasta el punto de que muchos se consideraban orgullosos excombatientes de la Primera Guerra Mundial. Curiosamente la Cruz de Hierro al valor que obtuvo Hitler en dicho conflicto fue por recomendación de un oficial judío. Pese a ello el antisemitismo aún era una idea ocasionalmente empleada en algunos discursos políticos, que pasaría a incorporarse con inusual énfasis en el NSDAP, aunque tamizada por un nuevo enfoque que ya no sería religioso sino (pseudo) científico.
Ese nuevo enfoque estaba relacionado con un acontecimiento clave en la historia de la humanidad ocurrido unas décadas antes: la creación en Londres de una red de alcantarillado. Tal vez no suene muy épico, pero aumentó considerablemente la esperanza de vida en todas las ciudades que rápidamente la imitaron. La higiene pasó a ser un principio fundamental, casi obsesivo, de la medicina y de la salud pública, de manera que se extendió a otros ámbitos, se cruzó con otra idea también puesta de moda durante el siglo XIX como el darwinismo y algunos comenzaron a rumiar el concepto de «higiene racial». En 1905 se fundó en Alemania la Sociedad de Higiene Racial, cuyos fundadores reivindicaban la vieja idea espartana de decidir si los recién nacidos debían vivir o ser eliminados si presentaban problemas de salud. Aunque lo debía decidir un médico, ojo, que no eran ningunos bárbaros. El caso es que la eugenesia entusiasmó a todo el mundo de tal forma que los programas de esterilización involuntaria en esa época pasaron a estar activos en nada menos que veintiocho países. En Estados Unidos el simpático doctor Kellogg, por ejemplo, además de promover el desayuno de cereales y los enemas de yogur, también inauguró la Fundación para la Mejora de la Raza. Y por supuesto en el NDSAP la idea también se hizo un hueco. Hitler para 1920 ya había interiorizado a la perfección esa retórica científico-sanitaria para hablar de los judíos: «No creáis que vais a poder combatir una enfermedad sin matar la causa, sin aniquilar el bacilo, y no creáis que podéis combatir la tuberculosis racial si no os esforzáis por que la gente deje de estar expuesta a la causa de la tuberculosis racial».
La Catedral de Luz, ideada por albert Speer con focos antiaéreos para las reuniones del partido en Nuremberg. Foto: DP.
La catedral de luz, ideada por Albert Speer con focos antiaéreos para las reuniones del partido en Nuremberg. Foto: DP.
Como vemos el ideario nazi, aunque exótico y grotesco para la sensibilidad contemporánea, no tenía elementos particularmente lejanos de la cosmovisión de cualquier alemán de su tiempo, que podía votarlo o repudiarlo, pero en ningún caso sentir demasiada extrañeza ante él. Poseía ingredientes tan familiares como por ejemplo el colonialismo, que tanta importancia seguía teniendo para Europa por entonces y que inspiró al geógrafo Karl Haushofer la idea de que Alemania necesitaba expandir sus territorios hacia el este, un «espacio vital» que pasaría a formar parte del ideario del NSDAP por influencia del propio autor, que militó en el partido desde su misma fundación… aunque luego caería en desgracia cuando su hijo participase años después en la Operación Valkiria, el atentado frustrado contra Hitler.
Hablar de colonialismo nos lleva a otro elemento con el que está estrechamente emparentado, el nacionalismo, paradójicamente la seña de identidad más íntima del partido y al mismo tiempo aquello que más extendido estaba en la sociedad alemana, facilitando así su crecimiento explosivo. La reunificación del país llevada a cabo por Bismarck unas décadas antes conocida como Imperio alemán o II Reich era un episodio que encendía muchos corazones germanos, al que añoraban con la misma intensidad con la que expresaban su repudio por lo que hoy llamados República de Weimar. El discurso nacionalista-romántico era hegemónico en las universidades del país (y en parte de la alta cultura, como las óperas de Wagner), y el hecho de que estas ofrecieran además una enseñanza de alto nivel que habían colocado a Alemania en la vanguardia científica y técnica reforzaba su prestigio por asociación y marcaba así a las élites que luego ocupaban posiciones influyentes. Parte de esas élites formaron en Múnich la llamada Sociedad Thule, una agrupación secreta cuyo emblema era una esvástica y cuyos intereses oscilaban entre la investigación de los orígenes de la raza aria, el ocultismo y la lucha contra el comunismo. Este grupo fundaría el DAP en 1919, que un año después de su creación sería refundado por Hitler como NSDAP. Su nacimiento al término de la Primera Guerra Mundial no era casual y de nuevo estamos ante una seña de identidad del partido que al mismo tiempo estaba profundamente enraizada en la sociedad del momento. Como dice Richard J. Evans en La llegada del Tercer Reich:
Los modelos castrenses de conducta habían sido algo generalizado en la cultura y la sociedad alemanas antes de 1914, pero después de la guerra se hicieron omnipresentes. El lenguaje de la política estaba impregnado de metáforas del periodo bélico, el partido rival era un enemigo al que había que aplastar, y la lucha, el terror y la violencia se convirtieron en armas ampliamente aceptadas y perfectamente legítimas en la contienda política. Había uniformes por todas partes. La política, invirtiendo un famoso adagio del teórico militar de principios del siglo XIX Carl von Clausewitz, se convirtió en una continuación de la guerra utilizando otros medios.
Buena parte de los altos cuadros del NSDAP empezando por el propio Hitler, así como de las camisas pardas que ejercían de milicias del partido, eran veteranos que habían quedado irremediablemente marcados por el conflicto. Hasta tal punto era importante esa experiencia vital que Goebbels atribuía en los mítines su cojera a una herida de guerra (en la que nunca participó). En ella habían encontrado su lugar en el mundo, una camaradería, unos valores… y repentinamente todo eso había terminado. La censura del gobierno les hizo creer en todo momento que estaban ganándola, de manera que interpretaron el armisticio como una traición judeo-socialista, fue el mito de «la puñalada por la espalda» que les hizo odiar al nuevo régimen surgido tras ella y, muy especialmente, al Tratado de Versalles que le puso fin. Consideraban una monstruosa afrenta al orgullo nacional la cantidad de territorios (más de la décima parte del país) que el tratado exigía, así como el desarme impuesto y las compensaciones económicas exigidas. 
Dichas compensaciones, junto con la carga que suponían las pensiones a veteranos incapacitados y huérfanos, terminaron estrangulando la economía alemana, que en 1923 sufrió una hiperinflación por la que, por ejemplo, un kilo de pan de centeno paso de costar ciento sesenta y tres marcos a doscientos treinta y tres mil millones en algo más de nueve meses. Con el dinero perdiendo todo su valor llegaron esas imágenes que todos hemos visto alguna vez de niños jugando a construcciones con pilas de billetes, muchos pequeños ahorradores se quedaron en la ruina y la delincuencia —obviamente no para robar dinero sino bienes personales y alimentos— se multiplicó. La economía pudo estabilizarse a partir de 1924, pero años después llegaría el crac del 29 y en torno a un 30% de los trabajadores se quedaría en el paro. Una cifra elevadísima, aunque en España no nos llame mucho la atención.
Finalmente, otro factor que no podemos dejar de mencionar es la revolución rusa de 1917. Las noticias que llegaban de la violencia que estaba desatando no eran nada tranquilizadoras y apenas un año después Karl Liebknecht Rosa Luxemburgo fundaron el Partido Comunista de Alemania y casi simultáneamente tuvo lugar la Revolución de noviembre, que derivó en el intento de instaurar una república de inspiración soviética. Aunque finalmente resultó frustrado y ambos dirigentes asesinados, los insurrectos secuestraron y mataron a varios miembros de la mencionada Sociedad Thule, que pasaron a ser mártires e impulsaron así la reacción nazi. La escalada en el enfrentamiento entre comunistas y extrema derecha no se detuvo ahí y la Liga de Combatientes del Frente Rojo encontraría la horma de su zapato en las SA o Camisas Pardas. Hay una novela muy interesante al respecto, supuestamente autobiográfica, que se titula La noche quedó atrás y fue escrita con el seudónimo de Jan Valtin. Digo supuestamente porque la cantidad de aventuras que protagoniza este agitador al servicio del Komintern no se viven ni en diez vidas, irradiando tal heroísmo que fascinó a Pío Moa hasta el punto de fundar el grupo terrorista GRAPO para emularlo. 
En cualquier caso el libro recrea muy bien ese ambiente de radicalismo político y lucha callejera con huelgas constantes, sabotajes, asaltos a sedes de otros partidos, peleas multitudinarias y, en definitiva, cientos de muertos con el paso de los años. Un conflicto que iba polarizando la sociedad y que permitió a Hitler mostrarse como el hombre que llegaría para restablecer el orden. Lo cual no deja de ser paradójico pues buena parte de esa violencia fue originada por los propios nazis, verdaderos maestros de la violencia política. Puede decirse que el nacionalsocialismo era, al menos en este punto, marxista. Pero de la escuela de Groucho: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». Solo que en vez de buscar problemas, los creaban.
Espartaquistas en una barricada en 1919. Foto: DP.
Espartaquistas en una barricada en 1919. Foto: DP.
Los sectores que más lo apoyaron
Este breve esbozo de la doctrina y el contexto del NSDAP visto hasta ahora nos muestran dos cosas, que en parte desmienten o al menos matizan la tesis de Fromm con la que iniciábamos el artículo. El partido tenía arraigo en la mentalidad y las tribulaciones de la sociedad alemana, de manera que no era —al menos de cara al electorado— una organización al servicio exclusivo de un grupo, unos intereses o una psicología determinadas. Era lo que los politólogos llaman hoy un catch-all party con aspiración de ser interclasista y entrar en todos los nichos. No había pues un votante arquetípico de Hitler. En segundo lugar quienes le votaron no es que tuvieran miedo (o no solo) a la libertad. Lo que les daba miedo era la violencia callejera, el desmoronamiento de las instituciones y el caos económico. No se sentían abrumados por las múltiples posibilidades que se abrían ante su futuro, sino por la frustrante ausencia de todas ellas.
Dado que en las elecciones de julio de 1932 lograron acaparar el 37,2% de los votos está claro que llegaron a todos los segmentos sociales, pero aun así pueden señalarse algunos en los que el apoyo fue superior a la media. En primer lugar la población rural, evidentemente muy receptiva al lema de «sangre y tierra» que pregonaban los nacionalsocialistas y que pasaba así a ser la guardiana de las esencias nacionales. De nuevo queda en entredicho la idea de Fromm del votante nazi como un urbanita desarraigado nostálgico de la tribu. De hecho Berlín, una enorme metrópolis de cuatro millones de habitantes, mantuvo hasta que ya no le quedó más remedio unos niveles bajos de adhesión al movimiento.
Otro pilar fundamental fueron los jóvenes. Aquella ocasión en la que Hitler afirmó que «cuando un opositor dice: “no me acercaré a vosotros”, yo le respondo sin inmutarme: “tu hijo ya nos pertenece”» resultó especialmente inquietante y vampírico entre otras cosas porque tenía, además, toda la razón. Su doctrina encajaba como un guante en la mentalidad juvenil y adolescente al primar la acción sobre la reflexión y la visión maniquea de la realidad frente a la escala de grises que suele proporcionar la edad. El énfasis en la fuerza, el vigor, la camaradería y la esperanza en el futuro encandilaba a la chavalería y quedaba reflejado en la importancia que se concedía a la organización de las Juventudes Hitlerianas y en que el mártir oficial del nacionalsocialismo —que dio nombre a su himno y protagonizó infinidad de exequias— fuera Horst Wessel, un joven muerto a los veintitrés años a manos de un comunista. En torno a la cuarta parte de los votos que lograron en 1930 provenían de gente que acudía a las urnas por primera vez.
También logró una gran aceptación entre las mujeres. El propio Hitler se jactaba de ello cuando decía que «las mujeres siempre han estado entre mis apoyos incondicionales» y que «hemos ganado más mujeres para nuestra causa que todos los demás partidos juntos». Cabe suponer que lo apoyaban porque, obviamente, compartían su visión de cómo debía ser el futuro de Alemania. Ahora bien, ¿por qué en una mayor proporción que el sector masculino? Se han planteado varias explicaciones y una de ellas que creo convincente es que se trata de un electorado levemente más conservador. Por poner un ejemplo próximo, en el referéndum escocés el «no» representaba la opción continuista, mientras que el «sí» entrañaba un salto al vacío (o al menos así lo describían sus detractores), de manera que entre los hombres la diferencia fue de seis puntos a favor del no, mientras que entre las mujeres se elevó hasta los doce puntos. Pues bien, en el contexto de violencia desatada en las calles e incertidumbre económica de la República de Weimar, la promesa de orden y autoridad tal vez resultara clave para aquel apoyo incondicional femenino del que hablaba el líder del NSDAP. Para conocer más detalles sobre esta cuestión pueden leer el artículo Our Last Hope: Women’s Votes for Hitler de la historiadora Helen A. Boak.
Por su parte, los protestantes mostraban más del doble de apoyo al partido que los católicos y también tenían mayor representación los funcionarios y la clase media baja, y el norte del país más que el sur. El NSDAP logró atraer a una buena parte de los que previamente votaban a los nacionalistas y a los conservadores aunque su éxito fue menor del que esperaban con los obreros y parados, que permanecieron relativamente fieles a los partidos socialdemócrata y comunista.
En conclusión, en mayor o menor medida en todos los grupos sociales un buen número de electores se inclinaron por esa opción ante la inusual combinación entre unas circunstancias históricas, sociales y económicas excepcionales, el intimidante uso de la fuerza en las calles de las SA y la formidable maquinaria propagandística ideada por Goebbels. La solución que escogieron fue el comienzo de otros muchos problemas y ni con el mayor de los sarcasmos se podría decir que disfrutasen de lo votado pero, de eso no hay duda, hicieron historia.
Hitler da un discurso en la Ópera Kroll. Foto: DP.
Hitler da un discurso en la Ópera Kroll. Foto: DP.

viernes, 27 de noviembre de 2015

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País" (20 noviembre 2015):

PRENSA CULTURAL. CINE. "De héroes, niños y utopías"

   En "jotdown":

De héroes, niños y utopías

Publicado por 
Raiders-of-the-Lost-Ark_3
En busca del arca perdida (1981). Imagen: Paramount Pictures / Lucasfilm
Ah, las corrientes de opinión… a veces se convierten en maremotos que arrasan con el criterio, la razón o la opinión individual. Y, a veces, acaban fijando en esa especie de memoria colectiva popular ideas que damos por ciertas, clavadas en nuestra cabeza como la espada atrapada en la roca. Lo hemos visto recientemente con la última adaptación a cine de los Cuatro Fantásticos, universalmente aclamada como una de las peores películas de la historia del género superheroico, como si viviéramos en un mundo que no ha tenido que sufrir a un Batman con pezones. Y es que basta un visionado sin prejuicios de la película de Josh Trank para darse cuenta de que, entre sus muchos defectos y algún despropósito, asoman virtudes que, si no la convierten en una gran obra (spoiler: no lo hacen) sí la sitúan por encima de mucha, mucha morralla como ElektraBatman & RobinCatwoman o las propias e infames primeras adaptaciones de los 4F. Es tan corto el amor y tan presto el olvido: claro, hoy es fácil pensar en la serie de Netflix y olvidar que tuvimos aquel mediocre Daredevil con la cara de Ben Affleck y una mirada perdida que no se debía a la ceguera.
Pasado el tifón del estreno, los Cuatro Fantásticos no quedará para la posteridad como una gran película (ese tercer acto que lo arruina todo…), pero sin duda tampoco es Josh Trank la reencarnación de Ed Wood que algunos han querido ver. Pero claro, con el ejemplo reciente surge la duda: ¿cuántas veces hemos hecho algo similar, crucificando a una película que no lo merecía? ¿Con qué obras hemos sido injustos, condenándolas a un olvido o desprecio que no se corresponde con la realidad? ¿O quizá, por el contrario, hemos encumbrado como dios de la cinematografía a algún triste hombrecillo que movía los hilos tras la cortina de la Ciudad Esmeralda? Igual es hora de reevaluar algunas ideas preconcebidas…
Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma
oie_2105819vKMuCiDR
Star Wars: Episodio I – La amenaza fantasma (1999). Imagen: Lucasfilm
Quizá con Jar-Jar Binks empezó la gran moda de la lapidación colectiva de películas icónicas. Y ojo: no seré yo quien defienda al bicho, que es sin duda lo peor de la cinta (junto con un par de chistes de cacas y pedos dignos de alguna serie televisiva española). Pero ya hubo que hacer un esfuerzo en El retorno del Jedi para que los ewoks no nos impidieran ver el bosque de Endor, y en esta sucede algo parecido: dejando aparte algunas concesiones a la infantilización, y obviando las comparaciones con la trilogía original, La amenaza fantasma sigue siendo una gran película de aventuras espaciales por sus propios méritos. Con un derroche de inventiva que no se veía desde las novelas pulp de Edgar Rice Burroughs (o desde las épocas doradas de la Marvel, en todo caso). Un villano y un duelo de esgrima que habría firmado encantado Michael Curtiz. Una carrera digna de William Wyler. Y una banda sonora como ya no se hacen. En suma, y aun con gungans y midiclorianos, La amenaza fantasma fue (y sigue siendo, vista hoy) más imaginativa, audaz y emocionante que cualquier otra superproducción estrenada en 1999. No en vano el fallecido Ángel Fernández-Santos la calificó en El País como «cine de riada, porque se sale mejor persona después de bañarse en él». No es poco, y no es fácil hoy en día encontrar películas así.
Y es que, os pongáis como os pongáis, La amenaza fantasma le da mil vueltas a
Matrix
Matrix
Matrix (1999) . Imagen: Warner Sogefilms
Que por mucho que en su día fuera recibida como la segunda venida de Philip K. Dick, esta discretita película de ciencia ficción se ha desinflado con el paso del tiempo como un soufflé mal cocinado. Vale, no es un espanto, y se deja ver como entretenimiento si no ponen nada mejor en la tele. Pero no deja de ser una sarta de tópicos (¿«sigue al conejo blanco»? ¿En serio? ¿A estas alturas de vida?) y malas interpretaciones (Keanu Reeves hace que Ben Affleck parezca Konstantin Stanislavski), personajes planos, pensamientos filosóficos de cuenta de Twitter e ideas recicladas de filmes mejores. Todo ello, claro, envuelto en unos efectos especiales que, en su momento, disimulaban bastante bien las mil carencias de la película. Agotado ya el efecto sorpresa, qué quieren que les diga: me quedo con Dark City y Nivel 13.
Por no hablar de unas secuelas que ríete tú del supuesto declive de Lucas y Spielberg: los Wachowski apenas tardaron cuatro años en alcanzar las más profundas simas de la ridiculez. Hablando de lo cual…
El reino de la calavera de cristal
indy 4
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008). Imagen: Paramount Pictures / Lucasfilm
No, Spielberg no había perdido su toque. No, los aliens no son más inverosímiles que «la ira de Dios». Y no, lo de la nevera no es lo más tonto que ha pasado en una película de Indiana Jones. Pero vayamos por partes…
Lo cierto es que servidor aún se queda perplejo ante el torrente de furia vertido contra Steven Spielberg por Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. El bueno de Steve sufrió en sus carnes las iras desatadas unos años antes por La amenaza fantasma, y por idénticos motivos: sobre todo, la incapacidad de competir con películas que solo existen en nuestra memoria. «Ah, pero yo he vuelto a ver las antiguas y…». Ya, pero cada vez que vemos En busca del arca perdida, en realidad estamos proyectando la película que vimos de niños. No me entiendan mal: creo que es una cinta maravillosa, y otro tanto puede decirse de Indiana Jones y la última cruzada. Pero son aventuras tan inverosímiles como ver a James Bond volar con una mochila propulsora, y ahí radica su encanto. Nos hemos creído el poder del arca porque lo hemos interiorizado, lo hemos hecho nuestro y ahora nos parece que siempre ha estado ahí. Unos hombrecillos verdes del espacio interdimensional no pueden competir con eso. Además, no podemos pasar por alto una de las grandes virtudes del film: si las tres primeras entregas eran un tributo a los seriales de aventuras de los años cuarenta, la cuarta, introducida ya de lleno en la era atómica, homenajea a los seriales de ciencia ficción de los cincuenta, llenos de hombrecillos verdes y platillos volantes. ¿O es que preferíamos una tercera demostración del poder de Dios?
Por otro lado, El reino de la calavera de cristal es una coda impecable para La última cruzada: el spielbergiano tema del padre ausente se invierte de manera magistral, e Indy, hijo desatendido de Sean Connery, se ha convertido no solo en el abuelo entrañable que era aquel (pantalones a la altura de la sobaquera incluidos), sino en un espejo de su desastrosa labor paternal. Todo un ejemplo de autocrítica, madurez y melancolía por parte de un Spielberg que, como su Peter Banning, acabó creciendo a la vuelta de Nunca Jamás.
Y si en esta defensa de la indianidad notan ustedes una ausencia, eso es porque…
… El templo maldito…
templo maldito
Indiana Jones y el templo maldito (1984). Imagen: Paramount Pictures / Lucasfilm
… nunca fue tan buena como las demás. Ya, ya, yo también me he quedado un poco así al escribirlo. Pero es verdad. Imaginen mi sorpresa cuando descubrí que mis mejores recuerdos de Indiana Jones y el templo maldito eran en realidad de El secreto de la pirámide. Que era la misma película, pero mejor hecha. Y es que vale, el comienzo en el club Obi-Wan es brillante (all pun intended), y hay momentos impagables aquí y allá. Y, qué demonios, es Indy, así que mola y punto. Pero de nuevo son los anteojos color de rosa de la infancia… ¿Cómo, si no, podemos criticar la escena de la nevera y dar por buena la del bote salvavidas? ¿Un crío chino de metro y medio haciendo artes marciales contra guerreros gigantes? ¿Indiana Jones frenando un vagón con los pies cual Pedro Picapiedra sin acabar con un muñón a la altura de la rodilla? Súmenle a todo ello a la peor «chica Jones» de la serie (una Willie insoportablemente gritona) y a un protagonista egocéntrico y nada heroico, mucho menos atractivo que el Indy que discutía de igual a igual con Marion Ravenwood… y tenemos la película más descompensada de la, hasta ahora, tetralogía. Tampoco es válido el argumento tan repetido de «pero es la más oscura de las cuatro» como si eso fuera un valor per se. ¿Qué hay de bueno en una película oscura de Indiana Jones? Precisamente el tono que hizo grande al personaje ensalza todo lo contrario: aventuras old-style, no sufrimiento y desolación.
En todo este fenómeno de las opiniones colectivas, es obligado mencionar una curiosa manía que se ha instaurado entre los espectadores del siglo XXI de manera generalizada: el odio visceral e irracional a cualquier personaje infantil o juvenil que se atreva a manchar los recuerdos que atesoramos de nuestras propias sagas de la niñez. Donde antes aceptábamos a Tapón, ahora rechazamos a Mutt o al pequeño Anakin. Escudándonos en unas supuestas carencias interpretativas que no son tales, o en una pretendida construcción deficiente de sus personajes. Y es que podrá decirse lo que se quiera de Hayden Christensen, pero Jake Lloyd o Shia LaBeouf defienden sus personajes con una solvencia que ya hubiéramos querido ver en Ke Huy Quan o Sean Astin. La otra excusa suele ser que «no era necesario meter a un niño». Uno acaba teniendo la sensación de que son celos, pura y llanamente: que somos incapaces de aceptar que otro crío ocupe el protagonismo en esas nuevas historias: un lugar que aún sentimos que pertenece por derecho al niño que fuimos.
Inteligencia artificial
Inteligencia artificial
Inteligencia Artificial (2001). Imagen: Warner Bros. Pictures
Además, ¿quiénes somos nosotros para dar lecciones sobre la infancia a Steven Spielberg? Si el mismo Stanley Kubrick entendió que no había nadie mejor que el director de Hook para hacerse cargo de la historia del pequeño David en Inteligencia artificial… Y aquí topamos con una opinión generalizada que es, además, radical e históricamente falsa (atención, vienen spoilers: si no has visto Inteligencia artificial, te espero unas líneas más abajo, entrados ya en materia de superhéroes). Cuando se estrenó la película, muchos medios la presentaron como la obra semipóstuma de Stanley Kubrick, finalizada por Spielberg tras la muerte de aquel y según sus propios antojos. En realidad, y aunque el proyecto fue impulsado inicialmente por Kubrick, este decidió muy pronto que la adaptación del relato Los superjuguetes duran todo el verano, de Brian Aldiss, necesitaba a un director con unas sensibilidades distintas a las suyas, y rápidamente se lo propuso a Steven. Juntos fueron desarrollando el guion, pero siempre con la idea de que lo dirigiera este último. En cualquier caso, todo ello llevó a la idea errónea de que el epílogo, en el que David despierta después de miles de años para encontrar a los últimos seres (mecánicos) que sobreviven en el planeta, era una concesión de Spielberg al happy ending. La conclusión facilona, superficial y, en definitiva, errónea, era que Kubrick, mucho más frío y cerebral, habría acabado la película con David sumergido bajo el agua, esperando, por toda la eternidad.
Lo cual solo demuestra que a los seres humanos nos gusta más un golpe de efecto barato que la lógica y la coherencia. Porque ese supuesto final kubrickiano, qué duda cabe, nos habría hecho salir del cine impactados. Y luego, al llegar a casa y repasar mentalmente la película, nos habríamos dado cuenta de que faltaba algo. Que no podía acabar ahí. ¿Qué significaba el modo en que el film representaba a los humanos? ¿Cuál era la moraleja de este Pinocho futurista? ¿Qué nos querían decir con la escena (esta sí, salvajemente kubrickiana) del «mercado de la carne»? Todo ello quedaba en suspenso, y muchos de los hilos argumentales que se habían ido tendiendo a lo largo del metraje se truncaban de golpe al llegar esa escena, ese no-final, para resolverse de golpe en el epílogo. Lo mismo ocurría con la historia del propio David. Acabar ahí, por suerte, nunca fue una opción para ninguno de los dos directores. El desenlace de Inteligencia artificial necesitaba un final para el viaje de David, pero los dos cineastas no contaron con que los espectadores nos estamos volviendo cínicos y descreídos, y la ciencia ficción ya no es terreno para soñadores, sino para distopías. No queremos niños en nuestras pantallas, y si por un casual los hay, qué coño… que sufran. Vivimos en la era de las relecturas oscuras de la fantasía, y no se libran ni los géneros más luminosos, como ya demostrara…
Watchmen
watchmen
Watchmen (2009). Imagen: Warner Bros / Paramount Pictures / Legendary Pictures / Lawrence Gordon Productions / DC Comics
Claro, tarde o temprano había que dar una vuelta de tuerca al género superheroico, y allá por los años ochenta, en pleno reinado tenebroso de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, gente como Alan Moore o Frank Miller redefinió el cómic tirando por la borda la esperanza. El mundo estaba jodido (lo sigue estando), y eso siempre da como resultado un buen puñado de obras maestras en cualquier disciplina. Watchmen, el cómic de Moore y Dave Gibbons, hizo lo que nadie había hecho hasta entonces. Entre otras cosas, porque presentaba a los superhéroes como imperfectos, llenos de defectos y vicios, y en definitiva humanos. Pero Watchmen era mucho más que una historia oscura: era una exploración de los límites del cómic como medio artístico. Por eso, cuando Zack Snyder lo adaptó a cine creyendo ser absolutamente fiel, adaptó coma por coma la letra, sí, pero se olvidó de la música. Llena de juegos de espejos y simetrías, de simbolismos, de capas superpuestas de argumentos y temas que se retroalimentaban, la obra de Moore era sobre todo experimentación narrativa. Los ritmos y engranajes del cómic no estaban en la película, y daba la impresión de que el cineasta ni siquiera había sido consciente de esos elementos. Watchmen, el film, no es un desastre, y puede que sea lo más decente que ha hecho Snyder en toda su carrera, pero está muy lejos de ser una adaptación digna del Quijote de los cómics. Por supuesto, buena parte de los aficionados la recibieron como una obra maestra, porque era oscura, era despiadada y era (engañosamente) fiel. Toda una reacción contra aquella encarnación de la verdad y la justicia que una vez fueran los héroes del tebeo como Superman. Oh, a propósito, ¿recuerdan aquella gran película llamada…
Superman Returns
superman returns
Superman Returns (2006). Imagen: Warner Bros / Legendary Pictures / Peters Entertainment / Bad Hat Harry Productions / DC Comics
… que tan injustamente recibida fue? Aún resuenan en alguna parte los gritos enfebrecidos de los fans, quejándose de que no había suficiente acción, que Superman no peleaba, que todo era demasiado cursi y bienintencionado. No querían ver un relato de fuerte carga metafórica (toda la película es un remake de la Pasión de Cristo, como por otra parte ya lo eran E. T. o Matrix) sobre el sacrificio, la inspiración y la esperanza. Ni una continuación de aquellas superproducciones maravillosas con las que creímos por primera vez, Christopher Reeve mediante, que un hombre podía volar. La marcha de John Williams ya no funcionaba, y el público clamaba por un héroe nuevo para un mundo nuevo. Un mundo peor, de colores desvaídos, donde el rojo, el azul y el amarillo resultan ya demasiado ingenuos, demasiado naífs. Tuvo que venir…
El hombre de acero
man of steel
El hombre de acero (2013). Imagen: Warner Bros.
… de nuevo dirigida por Zack Snyder, para hacernos ver que la oscuridad no es un valor por sí misma. Por un lado, porque la tortura existencial que le sienta como un guante de neopreno a Batman no encaja con las coloridas mallas del kriptoniano. Por otro, porque Snyder nunca entendió que lo cool, sin unos personajes que impulsen adelante la historia, apenas da para hacer pósteres molones y fondos de escritorio de Windows (un poco lo que le pasaba a La vida de Pi, solo que sin provocar tanta vergüenza ajena. Pero no voy a entrar ahí). Si algo nos enseñó Joss Whedon en Los Vengadores (qué demonios: ya en Buffy, cazavampiros, muchos años antes) es que una escena de acción no es una pausa en la historia: una escena de acción es la historia. Por eso sus protagonistas no dejan de hablar, sufrir, reflexionar y, en definitiva, evolucionar mientras se pegan entre sí. Cuarenta minutos de hostias como panes a palo seco no son cine, Zack. Caray, ni siquiera son pressing catch.
Y súbele el contraste a la tele, anda.
Podría uno seguir eternamente, porque infinita es la injusticia del ser humano (o quizá porque aquí un servidor es fundamentalmente puñetero y le gusta llevar la contraria). Podría argumentar que en el Spiderman 3 de Sam Raimi, la infame escena del baile y el Peter Parker «emo» no consiguen arruinar una obra coral en la que todos los personajes están unidos por el tema común de la redención y la búsqueda del perdón. O que Los Goonies tiene problemas de ritmo que la sitúan muy por debajo de otras obras míticas de su quinta, como La princesa prometida o Dentro del laberinto. Que en el Dune de David Lynch hay más cine que en toda la filmografía de Michael Bay. Pero en definitiva, la lista sería interminable y tampoco es la intención de este texto sentar una cátedra alternativa a ese extraño pensamiento único que criticábamos.
Lo que quizá sí merece la pena es preguntarse por qué condenamos algunas obras por las mismas razones que antes aplaudíamos otras. Si no será, quizá, que ahora juzgamos las historias de manera sumarísima e implacable porque hemos crecido y, como el adolescente que juega a ser mayor fumando a escondidas, despreciamos los divertimentos infantiles y renunciamos al sentido de lo lúdico creyendo estar, a estas alturas de la vida, por encima de algo tan pueril. Quizá hoy, adultos resabiados, no estamos dispuestos a dejarnos llevar por el disfrute sin buscar detrás de cada rincón dónde está la trampa, el error, el truco que revele que todo es mentira… Queremos historias sombrías, secas, con finales tristes, resignados y convencidos de que la vida, al final, era eso. Pero a fin de cuentas, si la fantasía ha de servir para algo, es para recordarle al niño que fuimos que la aventura y la emoción aún se esconden tras la segunda estrella a la derecha. Nos están esperando.

PRENSA. "La democracia según Alexis de Tocqueville"

   En "jotdown":

La democracia según Alexis de Tocqueville

Publicado por 
Alexis de Tocqueville, por Théodore Chassériau (DP)
Alexis de Tocqueville, por Théodore Chassériau (DP)
El retroceso de lo político frente a formas blandas de tiranía ha sido una obsesión para los intelectuales y académicos desde que existen regímenes democráticos. En ese sentido una de las reflexiones más recientes es la que nos dejó Peter Mair en su libro póstumo Gobernar en el vacío. La idea general es que en las democracias occidentales la participación electoral está en caída libre, igual que la afiliación a los partidos o sindicatos. Esto es el síntoma de una inevitable erosión de todo tejido de solidaridad grupal, una inevitable crisis de los cuerpos intermedios. Estaríamos avanzando hacia unas élites políticas cada vez más profesionalizadas las cuales quedan siempre al albur de un votante cada vez más caprichoso y alejado de este sistema. Un sistema en el que el poder está en otra parte. Un sistema privado de poder de autogobierno, pero que garantiza al ciudadano su seguridad y capacidad para consumir.
Aunque parezca muy contemporánea, esta obsesión tiene un nítido precedente en uno de los padres del republicanismo liberal, Alexis de Tocqueville. Este académico y político de origen francés estableció en una de sus obras más influyentes, La democracia en América, uno de los pilares fundamentales del pensamiento político de su época. En su obra se mezcla la resignación ante la llegada de un mundo nuevo con un análisis concienzudo del espíritu que lleva la emergencia de la joven democracia de Estados Unidos. Para él hay una inevitable tendencia hacia un mundo en el que la pasión por la igualdad estará para siempre en el centro de todas las cosas. A caballo entre filosofía y sociología, su pregunta central es si esa pasión nos arrastra inevitablemente a un tiránico egoísmo individualista o la democracia podrá tener redención que nos haga ser a todos ciudadanos libres.
La igualdad y el individualismo
Entre las muchas acepciones del término democracia, en la obra de Tocqueville pueden destacarse dos sentidos: la democracia como régimen político, que conforma la primera parte de La democracia en América, y la democracia como estado social analizada en la segunda. Según la primera acepción, la democracia sería un conjunto de determinadas formas políticas, entre las cuales cabe destacar el principio de la soberanía popular. Pero la noción tocquevilliana de democracia apunta sobre todo a un estado social cuyo hecho generador, cuyo principio único, es la igualdad de condiciones tras la destrucción del Antiguo Régimen. Esta última implica que no existen ya diferencias hereditarias de condición y que todas las ocupaciones, honores y dignidades son accesibles a todos. La igualdad de condiciones trae consigo la movilidad social.
Mientras que con la aristocracia las relaciones estaban regidas por la obediencia voluntaria, en la democracia las relaciones son meramente contractuales. Se han roto los nexos sociales y políticos que unían a los seres humanos. Ahora todos nos enfrentamos entre nosotros como iguales, independientes pero también impotentes. Este hecho lleva de manera inevitable la difusión del individualismo. Cada quien se vuelve el centro de un minúsculo universo privado, con su círculo inmediato de parientes y amigos, y pierde de vista la sociedad en general. La pasión por el bienestar y las comodidades materiales, una preocupación por el bien privado, con exclusión de toda consideración de los asuntos públicos, y una inevitable mediocridad. Se podría decir que cuando se escuchan ecos sobre la pérdida de identidades (de clase, nacional…) o sobre la crisis de valores —la constante crítica a los jóvenes— parece que llevamos doscientos años dando vueltas en círculos.
Tocqueville dice que el individualismo es un estado natural, pero cuando va unido a la igualdad de condiciones despierta una sed insaciable de comodidades materiales. Se han abierto todos los caminos hacia la satisfacción del deseo de bienestar en una competencia abrumadora —el self-made man, el (cof cof) emprendedor—. Sin embargo, la principal tesis de Tocqueville consiste en definir la igualdad de condiciones como base de la estructura de deseos del humano democrático. Pero cuidado, porque esa igualdad no es un estado real de las cosas, es una percepción. Lo nuevo no es tanto la movilidad social como que las personas que viven en condiciones desigualitarias se sientan iguales. Ello genera la tensión; la inquietud derivada de las expectativas sociales creadas por la democracia y las posibilidades reales de cumplirlas. Como llega a decir Alexis de Tocqueville con rotundidad, en América hay muchas personas ambiciosas y ninguna gran ambición.
La vanidad que descubre Tocqueville en América, la necesidad de halago, es inquieta, ambiciosa y siempre ligada al deseo material. En diferentes pasajes Tocqueville se pregunta con cierta amargura la causa por la cual en los pueblos democráticos el amor por la igualdad es más ardiente que el gusto por la libertad. A su juicio tal inclinación se debe al hecho de que, mientras que la igualdad aparece como un don gratuito, la libertad es un bien por el que es preciso luchar. Asimismo los encantos de la libertad se descubren a largo plazo, mientras que la igualdad ofrece bienes que pueden disfrutarse rápidamente. He ahí la conocida como «enfermedad infantil de la democracia». Lo cómodo es enemigo de lo libre.
El abandono del ámbito público desata un fuerte sentimiento de independencia entre las personas por el que creen bastarse a sí mismas cuando, en realidad, se hacen más dependientes de instancias como el Estado. El repliegue en la intimidad doméstica conlleva una progresiva obsesión por su mero interés material. El individualismo engendra, según Tocqueville, un tipo humano débil, caracterizado por ser moderado pero sin virtud ni coraje. Como telón de fondo, una tranquilidad pública que da pie al desinterés por todo lo político y el abono de la tiranía inevitable engendrada por ese egoísmo.
La Declaración de Independencia, John Trumbull (DP)
La Declaración de Independencia, John Trumbull (DP)
La tiranía de la comodidad, la tiranía de las mayorías
La paradoja fundamental de la democracia, tal como la interpreta Tocqueville, es que la igualdad de condiciones sea tan compatible con la tiranía como con la libertad. La libertad exige esfuerzo y vigilancia; es difícil de alcanzar, y fácil de perder. Sus excesos son evidentes a todos, mientras sus beneficios fácilmente pueden escapar a nuestra atención. Por otra parte, las ventajas y los placeres de la igualdad se sienten al momento, sin requerir ningún esfuerzo.
Según su concepción de la igualdad como «estado de ánimo», las personas son empujadas a desear bienes que no pueden obtener pero la competencia es tal que cada cual tiene pocas probabilidades de realizar sus ambiciones. Además, la pugna por satisfacer estos deseos no es equitativa; la victoria es inevitablemente de quienes poseen habilidades superiores. De este modo la democracia despierta una conciencia del derecho de todos a todas las ventajas de este mundo, pero frustra a los hombres que tratan de alcanzarlas. Esta frustración causa envidia. Por ello el hombre busca una solución que satisfaga su deseo más intenso, liberándolo de la angustia que eso le causa. De este modo, la igualdad prepara al hombre a prescindir de su libertad para salvaguardar la igualdad misma.
En una sociedad en que todos son iguales, independientes e impotentes, solo hay un medio, el Estado, especialmente capacitado para aceptar y para supervisar la rendición de la libertad. Tocqueville llama nuestra atención hacia la creciente centralización de los gobiernos: el desarrollo de inmensos poderes tutelares que, de buena gana, aceptan la carga de dar comodidad y bienestar a sus ciudadanos. Los hombres democráticos abandonarán su libertad a estas poderosas autoridades a cambio de un despotismo blando, que provea de seguridad a sus necesidades y facilite sus placeres. Es decir, el vaciado de la política democrática a favor de un Estado benevolente que nos lo da todo para consumir pero que inevitablemente nos priva de libertad. De nuevo, ecos muy modernos.
Tocqueville argumentaba que semejante gobierno no era incompatible con las formas de la soberanía popular. El pueblo en conjunto muy bien puede consolarse sabiendo que él mismo eligió a sus amos. De ahí que la democracia origine una nueva forma de despotismo: la sociedad se tiraniza a sí misma.
Para el autor francés la aparente homogeneidad de la sociedad democrática oculta que los talentos son fuentes inagotables de heterogeneidad ya que la capacidad intelectual está desigualmente distribuida. Los muchos, si reconocen estos hechos, tratan de anularlos. Por ello sustituyen la superioridad intelectual de los pocos por una superioridad debida a consideraciones de cantidad. Esto, observa Tocqueville, señala un nuevo fenómeno en la historia de la humanidad que obsesionaría a todo el liberalismo de la época. La tiranía de la mayoría exige una conducta conformista. Sostener en un asunto importante una opinión contraria a la establecida no solo es imprudente o inútil, es casi deshumanizador. La tiranía mayoritaria sobre los espíritus de quienes sostienen una opinión contraria y mejor fundamentada hace que la disposición de la democracia a la mediocridad sea absoluta.
En América, refiere Tocqueville, la mayoría ejercía una omnipotencia legislativa, situándose por encima del poder ejecutivo (por la importancia que cobraban las asambleas en la vida diaria) y del judicial (puesto que también los jueces eran elegidos por el pueblo). Pero la mayoría ejerce su tiranía principalmente a través de la conformidad social. Así, actúa sobre la libertad de prensa e impone una sutil censura debilitando la independencia de juicio y la capacidad de crítica hasta influir en el carácter nacional —de nuevo, suena familiar—. Quebrada la opinión disconforme, ejerce una violencia intelectual que engendra un estado generalizado de pasividad y apatía que abre las puertas a esa nueva forma de despotismo.
Los hombres que se rinden a esta blanda y cómoda tiranía son los hombres de la nueva mayoría materialista. Dado que sus deseos han sido superiores a sus oportunidades y están atemorizados por la perspectiva de perder lo que tienen, los de la mayoría se vuelven hacia el Gobierno como único poder capaz de proteger sus derechos y sus bienes. El nuevo despotismo es una forma que puede adquirir la tiranía mayoritaria. Parece pues que el espíritu de la democracia, de la igualdad de condición, haría inevitable la tiranía de la comodidad, la renuncia a la libertad y la autonomía política como un bien preciado. Sin embargo, Tocqueville señala que en la propia democracia puede estar su redención.
Reparando la democracia
Imagen: DP.
Imagen: DP.
Si se quiere resolver el problema de la democracia, la solución debe encontrarse en sí misma, es decir, la solución debe estar en armonía con su principio fundamental, la igualdad. Todo intento por moderar la democracia con principios o prácticas tomados de un régimen ajeno a ella estará condenado al fracaso. Al fin y al cabo, ni siquiera un déspota puede gobernar de acuerdo con el principio democrático sin inclinarse ante la igualdad. De este modo, Tocqueville advierte a sus contemporáneos que la tarea no consiste en reconstruir la sociedad aristocrática, sino en hacer que la libertad proceda a partir del estado democrático de la sociedad.
Por consiguiente, razona el autor francés, la natural pasión por la libertad debe ser complementada por un arte político que se ha practicado de manera ejemplar en los Estados Unidos. La experiencia norteamericana sugiere que, para la solución del problema democrático, hay que recurrir a ciertos «recursos democráticos». En primer lugar, un cuerpo de legistas o jueces independientes. En segundo lugar, la institución del jurado, que enseña la práctica de la responsabilidad cívica y combate el egoísmo particular (aun siendo, simultáneamente, una de las vías de la tiranía popular, contradicción que Tocqueville no llega a despejar) y un prominente rol de la religión, que actúa como freno de las pasiones humanas.
Sin embargo, dejando de lado estas cuestiones formales y espirituales, Tocqueville insiste en que de todos los recursos democráticos, el principal es la libertad de asociación. Tocqueville consideró las asociaciones como sustitutas artificiales de la nobleza de épocas anteriores que, en virtud de su riqueza y de su posición, servía de baluarte contra las intromisiones del soberano en las libertades del pueblo. En una democracia las asociaciones protegen los derechos de la minoría contra la tiranía mayoritaria. Dado que en una democracia cada quien es independiente, pero también es impotente, sólo asociándose con otros podrá oponer sus opiniones a las de la mayoría. Esta es una función política del derecho de asociación. Este es el Tocqueville republicano, el que ve en la participación de los asuntos públicos la única manera de defender la democracia.
Mientras que autores previos habían considerado que fomentar los partidos, las facciones o las asociaciones era una medida divisoria en la sociedad, Tocqueville las consideró absolutamente esenciales para el bienestar de la sociedad democrática. Lejos de contribuir a la destrucción de la unidad de la sociedad, las asociaciones superan las propensiones divisorias de la democracia. En los actos que acompañan a la organización y la operación de una asociación, los individuos aprenden el arte de adaptarse a un propósito común. Hay que asociarse. Hay que participar. Por supuesto, esto lo hemos escuchado muchas veces (a izquierda y derecha) y en esa línea va Tocqueville, que vio en las asociaciones un medio no solo de suavizar la tiranía mayoritaria sino también de superar esa mediocridad a la que era propensa la democracia.
La evolución de un sentido de moral pública, a partir del espíritu de individualismo extremo que caracteriza a las épocas democráticas, es la obsesión de casi toda la obra de Tocqueville. Y para el autor francés el antídoto más efectivo contra el individualismo es, sin duda, la participación en los asuntos colectivos. Si no se quiere que los hombres se retiren por completo a sus propios círculos domésticos, si no se quiere que se desvanezca por completo el espíritu público, habrá que enseñar a los hombres que por un ilustrado interés en sí mismos necesitarán ayudarse constantemente unos a otro, sacrificando una parte de su tiempo y riqueza al bienestar de la comunidad.
El deber del ciudadano
Quizá la contribución más interesante de Tocqueville es que superó el liberalismo clásico intentando conciliar la herencia de Constant y Rousseau. Es decir, por un lado, la libertad de los modernos, la soberanía limitada, el valor de la independencia privada. Por el otro, la libertad de los antiguos, la soberanía popular, el imperativo de la participación pública. En este sentido predijo que el amor a la igualdad podía convertirse en su contrario, en la entrega al despotismo. Este temor es algo que recorre a no pocos autores tras él.
Tocqueville también advierte con vehemencia de los peligros inherentes a un individualismo excesivo. Para él en este fenómeno hay una noción errónea de libertad, entendida como derecho y no como deber. Su problema fundamental es cómo convertir al individuo en ciudadano. El obstáculo principal para realizar tal empresa, el individualismo que seca las virtudes públicas y deja al individuo solo frente al Estado, produciéndose un vacío social y político que la burocracia se apresta a llenar. En las sociedades contemporáneas, de lejos mucho más individualizadas que las que Tocqueville vivió, donde los cuerpos intermedios van a menos, donde como decía Robert Putnam jugamos a los bolos a solas, estos temores parecen bien ciertos. La pérdida de valor de asociarnos y hacer cosas en común, ese vehículo artificial para superar nuestros intereses egoístas, son señales de alarma. Sin embargo, siempre ayuda la reflexión tocquevilleana de que hay tiempos pasados que no volverán y que, sea como sea el nuevo tiempo, deberá hacerse de otra manera.
Es verdad que, como buen republicano, en Tocqueville predomina una perspectiva moral exigente; es fundamental la participación en los asuntos públicos. Eso sí, el presupuesto básico de Tocqueville es que los hombres tienen un poder real de aleación en política. Su optimismo a este respecto no se extinguió jamás. Por esa fe en la condición humana ataca en sus obras cualquier determinismo que menosprecie nuestra responsabilidad individual como ciudadanos. El ejercicio de la libertad es una tensión continua entre distintas fuerzas: es una lucha contra el Estado, contra una mayoría tiránica —moderno Leviatán con disfraz democrático— y contra el hombre mismo, escindido entre su pasión por la igualdad cómoda y el ejercicio racional de su ciudadanía.

jueves, 26 de noviembre de 2015

PRENSA. Viñeta de Forges

   En "El País" (25 noviembre 2015):

"Bodegón", columna de Julio Llamazares

Julio Llamazares

   En "El País":

Bodegón

Las noticias, hoy tan graves y sombrías, se perderán en el tiempo, como sus protagonistas


Vuelvo de Extremadura, la región más desconocida por los españoles y a la vez una de las más hermosas. El veranillo de San Martín, este año un auténtico verano, me ha permitido volver a comprobar lo dicho. En el campo de Trujillo la paleta de colores era tan espectacular que rozaba casi lo fabuloso y los aromas de las granadas, de los membrillos, de los madroños, de los majuetos y los endrinos silvestres, de las higueras ya despojadas de higos, al sol después de las últimas lluvias y vigilados de cerca por millones de pájaros e insectos, llenaba el aire de sensaciones haciéndolo casi carnal. Difícil no emocionarse ante la gama de verdes de las colinas (del verde oscuro de las encinas al verde plata de los olivos y al esmeralda de las hierbas nuevas, las que han brotado con el temporal de otoño) y con las pinceladas de amarillo y sangre de los árboles de ribera y de los huertos y los jardines de las casas de campo y los lagares, éstos con su cenefa de vides rojas y ocres entremezcladas ya de amarillo a punto de caer sus hojas, que salpican el verde general. Si la felicidad existe está en esos escenarios y en esos momentos únicos en los que la belleza del mundo se conjuga y nos da la mano para detenernos ante su consagración.
Mientras las radios y las televisiones desgranaban las noticias de estos días, todas tan graves como para ensombrecer el ánimo pero tan pasajeras como sus protagonistas (basta que pasen unos pocos años), en un pequeño lugar del mundo el otoño hacía explotar su belleza, que es la misma belleza de hace siglos y milenios y la que seguirá explotando cuando ninguno de aquéllos esté ya aquí para poder verla y las noticias hablen de otras personas, que también pasarán después de creerse dioses. Porque el paisaje sobrevive al hombre. Y porque, contra lo que muchos piensan, lo verdaderamente duradero no es nuestra vida ni nuestras obras, sino ese color fugaz que el sol pinta al atardecer sobre una colina, ese mugido animal en la lejanía ya en sombra al anochecer, ese aroma a vino nuevo, a hierba húmeda, a humo de encina seca en la chimenea, que el viento lleva hacia el horizonte, ese bodegón frutal (granadas, membrillos, madroños rojos como la sangre, limones, todos dispuestos sobre la mesa humilde de la cocina) que es el mismo que han pintado a lo largo de la historia todos los grandes pintores y que seguirán pintando los que los sucedan. Las noticias, en cambio, hoy tan graves y sombrías, tan duraderas y tan solemnizadas, se habrán perdido en el tiempo, como sus protagonistas.

LITERATURA. "Cómo escribir 'Crimen y castigo' en cinco pasos"

   En "jotdown":

Cómo escribir «Crimen y castigo» en cinco pasos

Publicado por 
Fiódor Dostoievski. Foto: Gallimard (DP)
Fiódor Dostoievski. Foto: Gallimard (DP)
Todos hemos querido ser Dostoievski alguna vez. Sí, ya sé que la Rusia de los zares es un sitio muy chungo, repleto de gobernantes autárquicos y vodka de garrafón. Pero ¿quién no ha deseado desde el sofá de su casa, con una cerveza en la mano y el mando de la televisión en la otra, verse ahí, rodeado de tipos potencialmente revolucionarios, explorando los recovecos más oscuros de la mente humana? ¿Quién no ha querido vivir en un suburbio del San Petersburgo del siglo XIX, rodeado de ratas, para poder decir que conoció el germen bolchevique de Petrogrado en primera persona?
Todos hemos querido ser Dostoievski alguna vez. Y, sobre todo, hemos querido serlo para poder sentir aquello que sintió Fiódor, fuese lo que fuese, al escribir Crimen y castigo. Porque tan magna obra no se redacta al estiloFaulkner, desnudo frente a una Hispano Olivetti con un cohiba entre los labios. No. Para llegar a la sordidez humana como llegó Dostoievski hace falta más. No basta con esa barba hipster que ahora le copiáis. No bastan las partidas de póker con los colegas. Hay que dar un paso más.
Para ello vamos a exponer en este artículo los pasos que ha de seguir el lector para convertirse en un novelista ruso capaz de idear esta obra de arte. Para aquellos que no lo hayan leído, procuraremos no spoilear demasiado, a pesar de que la propia obra lleva el spoiler en el título. Por ir avisando, diremos que hay un tío que se limpia a sus víctimas con un hacha. También diremos que el nombre del asesino se conoce en el momento mismo del asesinato, poco después del comienzo de la obra y sin suspense al respecto, pero que incluso así mantiene la tensión psicológica hasta el final. Dicho esto, es hora de comenzar a trabajar.
Ponte del lado de los asesinos de tu padre
Para escribir Crimen y castigo, esta condición es indispensable. Dostoievski cumplió la orden al pie de la letra. Su padre fue un hombre déspota y agresivo, amargado, entre otras cosas, por la muerte de su mujer por tuberculosis. Bebía como un cosaco (perdonen el juego de palabras) e incluso atizaba a sus hijos casi a diario. No obstante, les había proporcionado una educación exquisita, en escuelas de prestigio y con acceso a lecturas como CervantesShakespeare o Dickens. De familia noble, el padre también intentó traspasarles su fuerte creencia religiosa, algo que calaría posteriormente en Fiódor. Pero la brutalidad con la que actuaba afectaba especialmente a sus mujiks, humildes trabajadores del campo a los que Mijhail Dostoievski explotaba sin piedad. Por este motivo, en 1839 torturaron y asesinaron a su jefe.
Dostoievski se alegró al enterarse de lo sucedido, celebrando la victoria interiormente y desarrollando un gusto por el socialismo y la clase obrera que más tarde le traería problemas. Por si fuera poco, años después sintió que la culpabilidad de este asesinato recaía sobre él y se deprimió por el recuerdo de aquella pérdida paternal plagada de alegría. Es en esta época, además, cuando se producen sus primeros ataques epilépticos. El sentimiento de culpa no se marcharía hasta escribir Los hermanos Karamazov, una obra que, conociendo ya este primer apartado, se podrá descifrar mejor.
Sálvate de un fusilamiento cuando ya estás contra la pared 
De nuevo, otra condición sin la cual nos resultará imposible redactar una obra como la que aquí nos ocupa. Como ya se ha dicho, Dostoievski fue desarrollando una conciencia de clase y un cariño por el socialismo que, en la Rusia imperial, eran inviables. Por eso, cuando ya se había convertido en un habitual de las tertulias en las que el socialismo utópico brillaba por su presencia, fue detenido junto a varios de los integrantes de dichas tertulias. Eran tiempos recios. Varias revoluciones habían aflorado en Europa y el zar no podía permitir que la historia se le fuera de las manos.
Después de ocho meses encerrado, Dostoievski fue condenado a muerte junto a sus compañeros. De esta manera, una mañana cualquiera fueron conducidos al paredón, sentenciados y colocados en su correspondiente fila. Sin embargo, cuando los soldados ya habían encañonado a los reos, un mensajero detuvo la ejecución. El tipo leyó en alto la misiva: «El zar conmuta la pena de muerte por cuatro años de trabajos forzados».
Sobrevive a cuatro años de trabajos forzados en Siberia 
En este punto, todavía eres un escritorzuelo de tres al cuarto. De hecho, Dostoievski, que ya había publicado algunos textos con cierto éxito, es en este tercer paso cuando realmente se encuentra consigo mismo y se convierte en el escritor que más tarde fue. Para empezar, su pasión por la lectura se ve reducida a la revisión constante de su obra preferida: la Biblia. Esto desarrolla en él una fuerte creencia religiosa, alimentada por el recuerdo de su padre y aderezada con el episodio del fusilamiento (qué no rezaría el bueno de Fiódor la mañana del fusilamiento).
Las condiciones del presidio, además, no eran las más adecuadas para un tipo como él, enfermo y acosado por la epilepsia. Del sufrimiento constante y de su amor por la Biblia desarrolla una pasión por Cristo que se vería reflejada en todas y cada una de sus obras. Sus personajes son personajes atormentados, sufridores. Pero, a la vez, luchadores que no cejan en su empeño de buscar el bien, por mucho que se hayan equivocado en el pasado. ¿Y de dónde podía sacar Dostoievski el ejemplo del mal que busca la redención? Solo habría que echar un vistazo a los barracones siberianos en los que había sido encerrado. Aquello estaba plagado de delincuentes, ladrones, asesinos. Fiódor empatizó con ellos. Los exploró y los comprendió. Es el comienzo de su verdadera literatura.
Abandona a tu pareja para ponerle los cuernos de viaje por Europa
Si has llegado hasta aquí, enhorabuena, tienes pinta de poder ser alguien en el mundo de la novela. Esto le pasó a Dostoievski. Al salir de Siberia, fue obligado a seguir cumpliendo condena enrolado en el ejército ruso. Es en esta época cuando conoce a su mujer, María Dimítrievna, con la que no tuvo una relación, por decirlo así, demasiado estable. Incluso el día de la boda tuvieron que suspender la ceremonia unos minutos, pues Fiódor había sufrido un ataque epiléptico repentino y se había desplomado en pleno altar. Ya de vuelta a San Petersburgo y dado su escaso poder adquisitivo, decidió largarse de viaje por Europa para explotar otra de sus pasiones: el juego. Hay que dejar claro que no se puede ser un santo para escribir Crimen y castigo. Dostoievski dejaba en Rusia una mujer muy enferma (sufría tuberculosis) postrada en una cama y sin nadie que esperara a los pies de la misma.
Durante este viaje se despendola. Cierra los casinos de media Europa y conoce a una mujer de la que se enamorará pasionalmente llamada Paulina Suslova. Entre el dinero que había tomado prestado en Rusia y las pingües ganancias que se había proporcionado gracias al juego, los dos enamorados abusaron de su atracción erótica. Pero el dinero no cae de los árboles, así que Dostoievski se vio obligado a recurrir a su medio de supervivencia favorito. Con Paulina esperando en París, durante meses intentó rentabilizar su depósito sin suerte hasta que liquidó todo su patrimonio. Hay que decir que Fiódor creía poseer dotes adivinatorias, estaba seguro de poder intuir dónde caería la bola. Aunque, a juzgar por los resultados, no parece que su creencia estuviera fundada sobre una sólida base. Al volver a París, por supuesto, Paulina se había largado con el primero que había pasado, un médico bastante bohemio. Como curiosidad, déjame apuntar la nacionalidad del matasanos: no podía ser otra que la española.
Cuando mueran tu hermano y tu mujer, hazte cargo de sus deudas sin devolver un rublo 
Perfecto. Ya eres un escritor que pasará a la historia. Pero si quieres dar el último paso y publicar tu obra magna, necesitas cumplir con este requisito. Dostoievski también redondeó el proceso, y lo hizo al volver a San Petersburgo. Allí vio morir finalmente a su mujer, después de una penosa enfermedad, y también a su hermano. El papel de este es indispensable en la vida de Fiódor. Se habían retroalimentado culturalmente, habían publicado muchos textos juntos e incluso habían fundado revistas juntos. Dostoievski lo quería tanto que al morir asumió todas sus deudas (que no eran pocas) y decidió que se haría cargo de su familia, que quedaba desvalida sin la figura del padre.
Las malas lenguas dicen que Fiódor no devolvió ni un solo rublo de los que debía su hermano, aunque estas deudas lo perseguirían de por vida. Las revistas que fundó también quebraron sin que pudiera ser capaz de reflotarlas. Para colmo, los ataques epilépticos se habían multiplicado. Solo y agobiado, decidió volver a coger la carretera para adentrarse de nuevo en el Viejo Continente. Allí se reencontró con Paulina, que había sido abandonada, como no podía ser de otra forma, por el doctor español. Pero ni despechada quiso retomar su relación con Dostoievski, así que este decidió volver a Rusia y sostener por fin la pluma con la que habría de escribir Crimen y castigo. Por el camino, se volvió a fundir lo poco que tenía en cualquier casino.
Si has llegado al final del camino, mereces toda clase de alabanzas. Eres un novelista de talla mundial y has escrito uno de los mejores libros de la literatura universal. No obstante, tienes cuarenta y cinco tacos y bastante vida por delante. De acuerdo, estás destrozado, eres un ludópata y un enfermo, pero todavía podrás cumplir otras tantas calamidades hasta escribir Los hermanos Karamazov. Si no has conseguido llegar, no te preocupes. Recoge tu cerveza y tu mando a distancia. Olvida tus sueños imperiales y deja que la gloria, con un poco de suerte, la sufran otros.
Raskolnikov y Marmeladov, de Crimen y castigo. Ilustración: Mijaíl Petrovich Klodt (DP)
Raskolnikov y Marmeladov, de Crimen y castigo. Ilustración: Mijaíl Petrovich Klodt (DP)