miércoles, 30 de septiembre de 2015

POESÍA. "Voy a escribir un libro", de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950). Premio Nacional de Poesía, 2015



VOY A ESCRIBIR UN LIBRO

Voy a escribir un libro que hable de las (poquísimas)
mujeres de mi vida. De mi primera novia,
que me enseñó el amor y las puertas secretas
del cielo y del infierno; de Isabel, que se fue
al país de los sueños con el pequeño Nemo,
porque aquí lo pasaba fatal; de Margarita,
recordando unos jeans blancos y unos lunares
estratégicamente dispuestos; de Ginebra,
que le dejó a Lanzarote plantado por mi culpa
y fundó una familia respetable a mi costa;
de Susana, que sigue tan guapa como entonces;
de Macarena, un dulce que me amargó la vida
dos veranos enteros; de Carmen, que era bruja
y veía el futuro con ojos de muchacho;
de la red que guardaba los cabellos de Paula
cuando me enamoré de su melancolía;
de Arancha, de Paloma, de Marta y de Teresa;
de sus besos, que izaron la bandera del triunfo
sobre la negra muerte, y también de su helado
desdén, que recluyó tantas veces mi espíritu
en la triste mazmorra de la desesperanza.
Voy a escribir un libro que hable de las mujeres
que han escrito mi vida.

PRENSA CULTURAL. "Salman Rushdie, la eterna polémica"

   En "El País Semanal":

Salman Rushdie, la eterna polémica

Fue durante más de una década el enemigo público del islam radical. Él solo pudo defenderse con sus obras

Uno de los narradores vivos más relevantes explica, durante un encuentro en Nueva York con el escritor mexicano Álvaro Enrigue, por qué no se rinde ante la intolerancia y el odio


El escritor Salman Rushdie, en Nueva York. / PASCAL PERICH

Quién sabe qué razones tuvo Anis Khaliqi Dehlavi para cambiarse el nombre. Era un joven millonario de una familia de abolengo musulmán de Bombay y un estudioso serio del islam –aun si era militantemente ateo–. Antes de tener hijos, se llamó a sí mismo Anis Rushdie en honor de su filósofo preferido, Ibn Rushd, a quien los occidentales conocemos por la versión latinizada de su apelativo, dado que era cordobés: Averroes. El cambio de nombre resultó visionario, aunque el don profético de Anis no se manifestaría hasta la siguiente generación. Durante los 11 años que duró la fatwa que las autoridades iraníes impusieron sobre él, Salman Rushdie, el hijo de Anis, encarnó la defensa de los ideales seculares de la tolerancia y la libertad de expresión contra las definiciones solo religiosas del mundo.
Borges se preguntaba en El Golem si hay una rosa en las letras de la palabra “rosa”. ¿Está Salman en el apellido Rushdie? Como Ibn Rushd, el escritor inglés padeció una persecución desproporcionada por sostener una visión racionalista del mundo –Ibn Rushd fue traductor de Aristóteles–. Ambos fueron enclaustrados, ambos vieron arder sus libros en piras. Averroes recuperó la libertad en 1197 y dejó Al-Ándalus. Murió en el exilio en 1198. Salman Rushdie ha tenido mejor suerte; desde marzo de 2002 va libre y en paz por el mundo. Es un hombre alegre. Bastan unos minutos en su presencia para contagiarse del entusiasmo casi infantil con que ve las cosas.
Entrevisté a Salman Rushdie en la oficina de su agente, Andrew Wylie. Pudimos juntarnos para hablar durante los días de la canícula de la Costa Este de Estados Unidos, en los que hace tanto calor y la humedad es tal que altera la visión. Nueva York es, en esos días, un espejismo, en el peor sentido de la palabra: se ve toda como detrás de los humos de una turbina de avión.
Rushdie es un hombre de su generación. A pesar de la absoluta inclemencia del tiempo, llegó a la entrevista de camisa, saco y pantalones de lana –todo ligero, pero inaguantable en esos días–. Iba vestido con la formalidad con la que un escritor británico de su edad –68 años– habría asistido a una conversación pactada. Se quitó el sombrero y se sentó en el sillón principal de la sala en la que se han firmado los contratos más caros de la historia de la literatura. Fue hasta entonces cuando noté que los cimientos de su traje no correspondían al resto de su apariencia: llevaba unos zapatos tenis blancos masivos –tal vez la aportación de Nueva York a su look– y no traía calcetines. Es ahí abajo, en lo que está tan al principio que ya no lo vemos a menos que pongamos mucha atención, donde tal vez se defina todo. Rush­die parece lo que uno espera de él, pero de cerca está claro que no lo es. Me preguntó a qué equipo de béisbol sigo. Le dije que a los Orioles. “Entonces lamento informarte”, me dijo, “que somos rivales: soy fan de los Yankees”.

Antes necesitaba una arquitectura previa al concebir una novela. Lo que escribo hoy no responde a ningún plan general”
Cuando los personajes de Rushdie, –incluido Joseph Anton, el de sus memorias– recuerdan la India, tarde o temprano regresan al placer de jugar al críquet por la tarde en las calles de Bombay. Salió de su país de nacimiento a los 13 años, para acudir al colegio como interno en Inglaterra, y nunca volvió; estudió Historia en Cambridge, fue publicista en Londres, pertenece a una generación de escritores deslumbrante: AmisHitchensBarnesMcEwan. Uno se puede esperar lo que sea de él, menos la más dulcemente gringa de todas las actividades: ver el béisbol todos los días, asistir al parque con frecuencia. “Adoro el béisbol”, dijo. “La experiencia del estadio es interesantísima, pero lo que de verdad me gusta es, al final de un día de trabajo, poner el juego de los Yankees y sentarme a verlo durante horas. Te descomprime, te vas quedando dormido, desenredándote”.
Es un hombre de estatura mediana, con el pelo ya muy ralo por la edad. Sus párpados caídos –son una condición, no un estado moral– lo ponen en situación de mirar con cierta distancia aun cuando está atentísimo a la conversación. No tarda nada en olvidarse de que es el autor en una entrevista para ponerse a platicar con soltura sobre esa cosa al final tan rara que es ser escritor: contar historias como profesión. “Es lo único que hago. Me despierto en la mañana, me siento y escribo durante el día. Veo a los amigos o el béisbol cuando termina mi jornada”. En ­Joseph Anton (2012), su autobiografía, ­Rushdie relata que, cuando era niño, su padre le contaba las fábulas e historias míticas de la vasta tradición literaria india. Y dice una cosa clave: que escuchándolas aprendió que las historias son de todos y están ahí para recomponerlas y contarlas como a uno le dé la gana.
Cuando conversamos le dije que Dos años, ocho meses y veintiocho noches, su nuevo libro que publica en España Seix Barral, no parecía producto de esas jornadas cartesianas que me describió. Es una novela muy novela, pero, como las Mil y una noches a las que se refiere su título, está compuesta por una serie de relatos fantásticos que rebotan, se atan y desatan, van y vuelven sin un orden convencional por el tiempo y la geografía. Lo pensó un poco y me dijo: “Es mi propia locura: lo que escribo no responde a ningún plan general. Cuando era más joven necesitaba una arquitectura bien trabajada antes de poder escribir una novela, porque si no me perdía. Ahora tengo unos personajes y unas ideas y los pongo en juego, veo adónde me llevan. Descubro el libro, en lugar de hacerlo antes de hacerlo”. La novela es, al mismo tiempo, una pieza de escritura literaria contemporánea, un libro de ciencia-ficción contado mil años después de los hechos que relata, y una colección de relatos sobre lo que sucedería si el mundo de los genios de Oriente se enconara contra la Nueva York de nuestro tiempo.
Rushdie se extiende hablando de las raíces de su método de trabajo con fruición infantil: “En India, las historias todavía son una versión de la historia. Hay contadores de historias que juntan a grandes cantidades de gente y cuentan cuentos de una manera muy poco convencional. Usualmente empiezan con una anécdota mitológica, que luego se conecta con un evento político contemporáneo, que radia hacia una historia personal, que puede llegar a transformarse en una cancioncita. No hay reglas. Cualquier cosa puede pasar en cualquier momento”.


El escritor indio Salman Rushdie. /PASCAL PERICH
Escuchándolo hablar entendí que en la manera de contar su nueva novela sí había un plan aunque no fuera evidente –es, al final, el británico con zapatillas de basquetbolista–. Lo que se despliega frente al lector es el cuento de la destrucción mítica de Nueva York, contada mil años después por uno de estos narradores. “Cuando hablamos del futuro”, me dijo, “hay una hermosa mezcla de lo que es sólido y lo que es líquido, así que pensé: si trato al presente como solemos tratar al futuro, nuestro presente adquiriría esa textura, sería nuestro presente y al mismo tiempo sería ficticio”.
Más adelante confirmó que no se ve a sí mismo como un escritor solo fantástico: “Kundera dice que la novela tiene dos padres: uno de ellos es la Clarissa de Samuel Richardson, y el otro, el Tristram Shandy de Laurence Stern. Yo vengo de dos tradiciones: las fábulas mágicas del Este, pero también fui un estudiante de Historia. Lo que me interesa es juntar ambos caminos”.
Dos años, ocho meses y veintiocho noches comienza en Lucena, en la España del siglo XI, donde Ibn Rushd, ya viejo, vive exiliado en una comunidad judía que se pretende conversa al islam. Ahí es visitado un día por una adolescente que se queda con él cumpliendo las funciones de ama de casa y amante.
Rushd era el epítome de la racionalidad en su tiempo, así que nunca se dio cuenta de que Dunia, la mujer con la tuvo decenas de hijos, era una yiniri, una genio. Mucho menos sospechó que, cuando 900 años más tarde comenzara la Era de la Extrañeza y los yinn malos y buenos regresaran al mundo, serán los descendientes mestizos del filósofo y Dunia los que podrán negociar la persistencia del mundo tal como lo conocemos. Uno de ellos, el señor Gerónimo, jardinero de Long Island, absolutamente ignorante no solo de que es descendiente de Averroes, sino de que es idéntico a él, es también la primera víctima del sentido del humor salvaje con que atacan los yinn: a partir de cierta mañana ya no puede hacer su trabajo porque ha sido abandonado por la gravedad. Camina, duerme y se sienta unos cinco milímetros por arriba de la superficie de contacto.
Hay mucho del propio Rushdie en el señor Gerónimo, obligado a lidiar con la intolerancia de los yinn; algo de esos zapatos tenis gigantes en la flotación de su personaje. “Mi vida”, dice, “siempre se ha caracterizado por el movimiento, he estado en muchos lugares. A veces envidio a esos escritores que han pasado toda su vida en un solo sitio y lo conocen magníficamente. Faulkner trabajó con un pedacito de terreno. Me interesan las cosas con raíces profundas, pero al final tienes que trabajar con lo que tienes, y lo que a mí me fue dado como artista es lo opuesto, una vida que ha sucedido aquí y allá. Parte en India, parte en Inglaterra, parte en Estados Unidos. Me ha dado otras posibilidades y las uso”.
Salman Rushdie es la celebridad literaria por excelencia: ha sido, tal vez, el escritor más famoso del mundo durante toda mi vida profesional, que, debido a esa movilidad de locos que invocó en nuestra conversación, lo ha rozado siempre. La primera fiesta literaria realmente glamurosa a la que fui invitado –una cena en casa de Carmen Boullosa, hace poco menos de veinte años, a la que asistió todo el radical chic de la Ciudad de México– lo tenía como invitado central. Por entonces todavía estaba protegido por un aparato de seguridad intimidante. En la fiesta, el escritor británico pasaba de grupo en grupo a la velocidad de un ángel. Yo, que probablemente nunca he hablado con un escritor extranjero, no me atreví a acercarme. Lo vi muchas veces después de esa primera, en distintas ciudades del mundo, y siempre me pareció que se movía demasiado rápido para atraparlo. O tiene un talento natural para desplazarse por el mundo como una celebridad, o ha pertenecido durante tanto tiempo a la camarilla mínima de los autores más famosos del mundo que ocupa los espacios centrales a los que es difícil acercarse con naturalidad porque siente que debe estar en ellos.

Mi vida se ha caracterizado por el movimiento. Envidio a los escritores que pasan toda su vida en un solo sitio y lo conocen magníficamente”
En el último Hay Festival de Xalapa lo vi leer una conferencia en un auditorio inmenso y repleto; lo vi en la cena del Consejo Británico, al mero centro de una mesa tan larga que ocupaba todo un patio del restorán. Luego, en el cóctel de la editorial mexicana Sexto Piso –siempre la fiesta más rumbosa–, estaba ocupando una mesa que hubiera sido apropiada para el señor Gerónimo: estaba tal vez un metro por arriba de todas las demás.
Cuando conversé con él en la oficina de ­Andrew Wylie, insistí solo en el tema de la movilidad. “Voy muchísimo a España”, me dijo. “Voy mucho. Es por eso que tantos paisajes de mis novelas están ahí. Son sitios en los que he estado en persona y en mis libros porque el periodo árabe de España ha sido siempre muy interesante para mí”. Carmen Boullosa recuerda haber viajado con él a Cholula y ­Oaxaca, haber visitado más sitios arqueológicos de los que se podría recordar. Él mismo me contó de una viaje a Tequila, Jalisco, que hizo con Carlos Fuentes. Entornó los ojos justo antes de arrancarse con la historia y prefirió guardársela: “Acabamos muy mal”. Conoce Nicaragua a la perfección, habla de Buenos Aires con familiaridad.
Aproveché el momento para preguntarle sobre su relación con la literatura latinoamericana: Carlos Fuentes está presentísimo en su Hijos de la media noche (1980); García Márquez es la figura totémica que respira debajo de la decisiva Los versos satánicos (1988) y la más reciente Dos años, ocho meses y veintiocho noches. “Una de las cosas que siento sobre Latinoamérica como lugar, pero también como casa literaria, es que tiene muchas similitudes con India”, dijo. “Ambas son regiones que padecieron un sistema colonial fuerte, en ambos casos una lengua europea se desarrolló de manera vigorosa, la religión es importantísima, tienen problemas políticos similares. Son regiones con diferencias abismales entre ricos y pobres, y la vida en la villa y la ciudad es diametralmente distinta. Recuerdo que cuando empecé a leer literatura latinoamericana tuve un shockde reconocimiento. Son mundos parecidos también en el hecho de que la literatura se mueve libremente por ambas regiones”.
En todas las ocasiones en que vi a Rushdie antes de poder hablar con él, me pareció un hombre potente, ubicuo, cinético, enganchado en lo que estaba haciendo con todo su vigor. Durante los años en que Rushdie fue el presidente del Festival de Voces del Mundo del PEN en Nueva York, este pasó de ser una reunión de lectores con curiosidad sobre las literaturas extranjeras a una maquinaria que detiene la ciudad una semana al año. Es además un hombre con un entrenamiento mediático perfecto. Cuando le pregunté cómo veía su condena a muerte a 15 años de su cancelación, me respondió con cortesía tan exquisita como tajante: “Una de las cosas buenas de escribir mis memorias fue quitarme al mono de encima: no tener que volver a hablar de esos años. Puse 600 páginas sobre la mesa: si alguien quiere ­hablar de eso, que vaya a esa ventanilla”. Sabe dirigir, perfecta y gentilmente, un conversación.
Hace unos meses lo vi esperando para cruzar la garita de entrada a Estados Unidos en el aeropuerto JFK. Estábamos ambos en la triste fila de residentes en el país que ameritan una segunda inspección. Son filas lentas y él no sabía quién era yo, así que lo pude estudiar con cierta impunidad. Ahí, solo y borroso, me pareció, por primera vez, un hombre ya mayor al que le pesaba seguir arrastrando una maletita escuálida y un blazer arrugado. Tal vez este perfil se empezó a cocinar ahí: era más viejo de lo que yo pensaba y estaba cansado, pero tenía una vida interior mucho más vasta que la de los pasajeros que lo rodeaban. No miraba al vacío. Murmuraba, hacía pequeños gestos. Claramente, estaba pensando, tal vez discutiendo con un interlocutor ausente.


Salman Rushdie. / PASCAL PERICH
Rushdie es un hombre que se ha pasado la vida dando guerra. Su crítica al Gobierno y figura de Indira Gandhi en Hijos de la media noche produjo una demanda por difamación de la primera ministra. Recientemente se enzarzó en una polémica brutal contra media República de las Letras neoyorquina, defendiendo un premio que la organización PEN les entregó a los supervivientes del ataque terrorista a Charlie Hebdo. Cuando a pocas horas de la fatwa con la que el ayatolá Jomeini reclamó su vida por considerar blasfemo un episodio de Los versos satánicos, su primera declaración en una entrevista televisada fue: “Ojalá hubiera escrito un libro mucho más crítico”.
Esa habilidad para meterse en problemas viene de una valentía cuando menos notable: habla de lo que le da la gana con una claridad supina, igual cuando se está refiriendo a la agenda política de los otros que cuando habla de su propio trabajo o el de sus colegas. En nuestra conversación me dijo al paso, por ejemplo, sobre Roberto Bolaño: “Fue muy majadero con García Márquez y fue muy grosero conmigo, así que estoy prejuiciado contra él”. La implicación de la frase era que no se iba a molestar en leerlo. Su crítica del otro autor de moda en nuestros días es mucho más ácida y divertida –hablábamos de la victoria absoluta del realismo en la literatura inglesa e hispana–. Dijo: “Todo está homogenizado. Estamos ante la victoria de Knausgård, esta autoficción que consiste en contar cómo lavas la ropa”.
Sospecho que Rushdie se ve a sí mismo como un sobreviviente, pero no por la obviedad de haber librado una fatwa particu­larmente encarnizada y persistente, sino por su devoción a un tipo de escritor más comprometido con la literatura que con el diseño de su propia persona, más diligente para opinar de asuntos políticos urgentes que para entregar un relato enano y exquisito, escritores con ambiciones extraordinarias. Un tipo de autores que tal vez ya no existan, o que salen tan caros que el aparato editorial global mejor se lo ahorra. Desde que la muerte se llevó a Günter Grass, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, Rushdie tal vez se sienta un poco solo –me pregunto si sería con sus fantasmas con los que discutía en JFK–. Habla de ellos y de Kundera con un respeto que no le concede a nadie más. Sus libros pueden gustar o no, pero no se puede decir de él que sea irrelevante.
“Cuando estaba creciendo, en Inglaterra”, dijo, “hubo un cambio de humor y mi generación se benefició de eso, de una urgencia por leer cosas nuevas. Durante 20 años fue así y de pronto algo pasó y volvimos al realismo más bobo”. A veces le brillan los ojos detrás de los párpados dormidos. Entonces habla el Rushdie más profundo, el del principio. No el historiador británico, ni el neoyorquino que ve el béisbol por las noches, sino el niño de Bombay que escuchaba, alucinado, las historias míticas que le contaba su padre: “Pero hay una cosa que he aprendido de la literatura”, concluyó, “y es que es cíclica”. Y se rio, como poseso de una picardía supernatural, prima hermana de la de los ángeles y genios que pueblan sus libros.
Cuando nos despedimos me preguntó con ansiedad notable por la traducción de su novela al castellano. Le dije que estaba muy bien, aunque era un libro difícil. Anotó, cerrándose los botones del saco como si afuera no hicieran 40 grados: “Lo raro es que, mientras más viejo, el momento de lanzamiento se vuelve más y más preocupante”. Insistí en que Javier Calvo, su nuevo traductor al español, había hecho un muy buen trabajo. Se puso el sombrero. “La traducción al inglés también es bastante buena”, respondió.

martes, 29 de septiembre de 2015

POESÍA. "La Venus de Willendorf", de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950). Premio Nacional de Poesía, 2015

 


LA VENUS DE WILLENDORF

Entre las chicas norteamericanas 
que estudian español en la academia 
de enfrente de tu casa, hay una gorda 
que es igual que la Venus de tus sueños. 
Bajo una camiseta de elefante 
que pone «University of Indiana 
(Jones)» y unos pantalones de hipopótamo, 
se mueve por el mundo con el arte 
que le da su ascendencia mitológica. 
Hace ya varios días que vigilo 
desde el balcón su cuádruple barbilla 
y el sol dorado de su cabellera. 
Hace ya varios días que le envío, 
cuando se pone a tiro de mis ojos, 
dardos de amor y flechas de deseo. 
Pero no llegan nunca a su destino.

PRENSA CULTURAL. "La maldad en los cuentos infantiles sirve de pedagogía"

   En "El País":

Grabado de Gustave Doré sobre el cuento de Caperucita.

Mientras los niños saben reconocer el bien y el mal, y diferenciarlo, a través de los cuentos, los adultos parecen haber entrado en una infantilización con libros muy populares que no interpelan al lector en sus matices, sino que juzgan lo ya juzgado y señalan lo ya conocido como algo negativo, sin aportar nada al debate intelectual o moral. En parte, se debe a la alteración genética del virus de lo políticamente correcto.
Esa es una de las conclusiones destacadas por escritores y expertos tan distintos como Victoria Cirlot, Justo Navarro, Félix de Azúa o Marta Fernández en las Conversaciones de Formentor, celebradas este año bajo el lema La novela más mala del mundo. Maldad, perfidia y espanto en la historia de la literatura. Veinticinco autores y críticos literarios debatieron sobre este asunto durante el fin de semana en el cónclave organizado por la Fundación Santillana. La cita mallorquina arrancó el viernes con la entrega del Premio Formentor a Ricardo Piglia. La distinción la recogió Carlota Pedersen, nieta del escritor, enfermo en Argentina, en un acto que supuso también un homenaje al autor.

Por violentos que sean

Los escritores reivindicaron el papel de los cuentos tradicionales infantiles, por muy violentos que resulten, donde se aprecia la lucha del bien y del mal de manera arquetípica, dice Navarro. Los niños “tienen que ponerle cara al mal y esos relatos cumplen una función legislativa: enseñan acciones que tienen castigo o recompensa. Tienen un valor pedagógico y de persuasión sobre los valores dignos de ser asumidos”. Lamenta Navarro el desdén que, a veces, se hace de dicha función. “Los cuentos infantiles son como la ley, aunque evolucionan y se adaptan”.
Ese dualismo entre el bien y el mal ayuda a comprender, desde pequeños, las dos caras de la vida, asegura Cirlot, experta en la cultura y literatura medievales y en el simbolismo. “Todo está en la estructura de la mente. Cada cultura da una explicación al mal y las maldades y la entienden a su manera. En el cerebro están los fenómenos arquetipales”, añade. “No hay que esconderle a los niños esas historias, cuyas atrocidades las pensamos así los adultos. Ellos tienen claro que están en el mundo de la fantasía. El símbolo acoge toda la maldad y toda la bondad. No es excluyente. El mito no es moral”.
Más allá de ese territorio va Félix de Azúa. El narrador y experto en arte opina que “a los niños hay que educarlos en la maldad y el mal”. En esa educación, aclara, hay que hacerles ver que ese comportamiento malvado es producto de la “estupidez, cobardía, falta de recursos y debilidad extrema en una persona”. Ello forma parte del proceso de aprendizaje, según Marta Fernández: “Hay que enseñar el mal, para ver dónde está y reconocerlo”.
A diferencia de los niños, los adultos han abandonado la educación moral, lamenta De Azúa. Es “una arrogancia moral, sobre todo de los políticos, pero debido en parte a que la gente se ha desentendido del tema y ha delegado esa función a ellos, que señalan y etiquetan lo que es bueno y es malo”.
Parte de ese enmascaramiento se aprecia en la literatura más popular, que juega con el cliché y no dialoga con el lector, advierte Justo Navarro. Para el poeta y narrador, muchos libros incluyen juicios ya dictados y evitan los del lector: “La literatura debe plantear, también, cuestiones morales, éticas; si los personajes lo han hecho bien o no, y donde el juez, de existir, debe ser el lector y no el escritor. Un buen libro hace preguntas”.
Cirlot tercia que “la ficción permite explorar la conducta humana. No se trata de plantar verdades inamovibles”. El ser humano se horroriza ante la maldad porque “en el fondo hay una duda sobre la creación. Todo sale de que la gente cree que el mundo es una prisión. Es la pulsión destructora la que crea la gran revuelta”. Frente a esa pulsión, recuerda que la filósofa Simone Weil decía: “No hay que destruir, sino descrear”.

lunes, 28 de septiembre de 2015

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País":

PRENSA CULTURAL. "Homenaje tardío a Rafael Chirbes". Juan Goytisolo

   En "El País":

Homenaje tardío a Rafael Chirbes

El escritor elogia 'Crematorio', la obra del fallecido Rafael Chirbes


Tenía desde hace unos años en mi biblioteca un ejemplar de Crematorio, la penúltima novela de Rafael Chirbes. El día en que la recibí, al descubrir su extensión, cuatrocientas páginas de letra menuda, no me animé a leerla. Mis horarios de lectura se han reducido con la edad: cincuenta páginas por día. No quiero perder el breve lapso del que dispongo, voy a tiro hecho: lecturas y relecturas de novelas rusas, anglosajonas, alemanas que reviven y me hacen revivir, volver atrás para seguir adelante. A raíz de la muerte de Chirbes busqué entre mis libros hasta dar con el suyo. Lo he leído despacio disfrutando de cada página. Erré del todo en el momento de su salida y lamento profundamente no haber escrito antes lo que escribo hoy. Cuando él estaba aún para comentar con él el contenido de su obra.
¿Cómo compendiar en un par de cuartillas una novela de su amplitud y profundidad? Novela social realista, leí en alguna reseña. Sí y no. El panorama que traza de nuestro país de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos es devastador. La costa mediterránea española cubierta de grúas, andamios, chalets adosados, ladrillo y cemento. Zonas urbanizadas o a punto de serlo. Muerte del paisaje, de los olivares, viñedos y almendros. Especulación financiera de antes de la maldita burbuja. Un país colonizado por la corrupción y el capitalismo global. Pero este encuadre realista no es el del realismo decimonónico que se prolongó hasta los años cincuenta del pasado siglo. Proust, Joyce y el huracán Faulkner han pasado por allí, asociando estrechamente literatura y realidad. El espejismo de Misent es el de una sociedad que fue pueblerina y pobre hasta hace unos sesenta años. Una sociedad que ha pasado de la pobreza al boom turístico sin haber tenido tiempo de asimilar la brutalidad del cambio. Hoteles cuatro estrellas, pistas de tenis, golf resorts y también mafias, drogas, puticlubs al borde de las carreteras.
La estructura de la novela se centra en el corto espacio de tiempo que sigue al fallecimiento de su protagonista, Matías, al del traslado de sus restos desde el tanatorio hasta el crematorio. Matías, hijo de propietarios agrícolas que fue revolucionario en su juventud, un miembro de la izquierda radical que predicaba la lucha armada antes de pasarse al PC de Carrillo y, desengañado de este, reciclarse en el ecologismo, en una vuelta a los orígenes campesinos de su familia. Y, en torno a Matías, entremezclando primera, segunda y tercera persona del verbo, monólogos interiores, galerías de voces y evocaciones que funden el pasado y presente de los familiares y parientes del difunto.
Chirbes nos descubre su mezquindad e hipocresía, su afán de poder y dinero, su hambre de sexo. Con una riqueza de lenguaje y un bagaje cultural muy infrecuente en nuestros predios brinda al lector el desfile de unos personajes que son un reflejo de ese “ayer se fue, mañana no ha llegado” quevediano, que es el paso del tiempo de silencio al de destrucción de Luis Martín Santos, en una sucesión de capítulos que mantienen en vilo al lector.
Un elemento primordial del texto consiste en su cruda descripción del paso del tiempo, ese despiadado retrato de la decadencia física, de los estigmas de la vejez en que los lectores de mi edad se reconocen. Una vejez que Chirbes presintió pero no ha llegado a conocer. Al cerrar el libro recordé nuestro breve encuentro de 1981 en Fez, donde él era profesor de español en el centro cultural de nuestro país y hallé en la primera página de Crematorio una dedicatoria: “Con los viejos rescoldos de nuestra amistad”. Ahora la releo con el propósito de seguir su incentiva empresa literaria con una lectura —relectura— de su última novela, En la orilla.

domingo, 27 de septiembre de 2015

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País":

PRENSA CULTURAL. "Escondiéndose en Montaigne". Antonio Muñoz Molina

   En "Babelia":

Escondiéndose en Montaigne

Uno se esconde como puede en la vida privada y se retira a un silencio que está hecho en gran parte de las palabras luminosas y acogedoras de unos cuantos libros


La torre de Montaigne en Saint Michel-de-Montaigne. / ROMAIN CINTRACT

Cuando arrecia la bronca pública y la temperatura del delirio, entre nosotros siempre tan alta, va llegando al punto de ebullición, mi instinto es el de esconderme y el de retirarme. Uno se esconde como puede en la vida privada y se retira a un silencio que está hecho en gran parte de las palabras luminosas y acogedoras de unos cuantos libros, o más bien de las voces de quienes los escribieron, preservadas en ellos desde hace siglos. “El mundo está demasiado encima de nosotros”, decía Saul Bellow. El chantaje de la actualidad y el descrédito de todo lo que no sea nuevo o inmediato lo acosan a uno más insidiosamente que nunca. Por eso, y por supervivencia, por salud mental, cuando el estrépito es ya como un martillo neumático taladrando la acera bajo la ventana, yo busco para esconderme, de manera instintiva, las voces que más me acompañan y me serenan, como hacía Josep Pla cuando pasaba un día entero de invierno en la cama leyendo a Montaigne, que tenía sobre él un efecto a la vez tónico y sedante.

Vivió muy cerca de los horrores de su propia época y los interpretó a la luz de sus lecturas de los clásicos griegos y latinos
A Pla, Montaigne lo abrigaba contra el frío crudo y el tedio funeral de la posguerra franquista. A mí me alivia del espectáculo usual de la palabrería intoxicadora y del encono estéril, y de la extraña propensión española y antiespañola a echar leña al fuego y preferir lo peor a costa de lo razonable. Un dicho americano me viene a la memoria: to cut off your nose to spite your face: literalmente, cortarse uno la nariz para injuriarse la cara, o, en términos de la política española, hacer todo lo posible por perjudicar al otro, sabiendo o no queriendo saber que ese otro está tan entreverado a uno mismo que no es posible hacerle daño o prevalecer sobre él sin precipitar la propia ruina. Montaigne vivió muy de cerca los horrores de su propia época, desatados por la mezcla letal de la ambición política y el fanatismo religioso, y los interpretó a la luz de sus lecturas de los clásicos griegos y latinos, del estoicismo de Séneca, el epicureísmo de Lucrecio, la perspicacia histórica y psicológica de Plutarco. Ahora, el risueño cretinismo de los propagadores de la ignorancia ha puesto de moda la llamada “caducidad de los saberes”: en la Francia trastornada de mediados del siglo XVI, Montaigne reconoció en las obras de escritores romanos de más de mil quinientos años atrás el diagnóstico de las debilidades y las estupideces humanas que había presenciado él mismo: la facilidad del error, el éxito del engaño, lo incierto y variable de las inclinaciones y las capacidades humanas, la utilidad de la ironía, la necesidad de modelar la propia vida autónoma y el ejercicio soberano y escéptico de la razón. Viviendo en tiempos oscuros, Montaigne no concedía ningún crédito intelectual a la pesadumbre, y consideraba que uno de los indicios más seguros de la sabiduría era un disfrute constante de los placeres de la vida, más valiosos todavía por ser pasajeros e inseguros. Los profesionales de la ortodoxia, con independencia de las fantasías políticas o religiosas que los animaban a matarse entre sí, y de paso a cualquiera que se les cruzara por delante, tenían en común la convicción de que sólo existe una manera legítima de pensar y vivir, y que fuera de ella no cabe más que la condenación al fuego eterno, anticipado en ocasiones por el fuego terrenal de un auto de fe: Montaigne se complace en enumerar la variedad inaudita de las creencias y las costumbres en las sociedades no europeas, y hasta hace el elogio de la buena salud, el coraje, la dulzura de trato de los caníbales del Nuevo Mundo, que, al fin y al cabo, dice, mutilan y se comen a sus víctimas cuando ya están muertas, en vez de atormentarlas vivas, como prefieren los matarifes militares y los inquisidores europeos.

A Pla, Montaigne lo abrigaba contra el frío crudo y el tedio funeral de la posguerra franquista. A mí me alivia del espectáculo usual de la palabrería intoxicadora
Cuando vuelvo a Motaigne es raro que no vuelva también a Cervantes. Hay un aire común, una música semejante de naturalidad en el estilo, una observación cercana, meticulosa, escéptica, cordial. Cuando leo, en el Quijote de 1615, los capítulos que suceden en la casa del Caballero del Verde Gabán, me parece que estoy visitando una versión manchega y por lo tanto más modesta del castillo del señor de Montaigne, coronado por esa torre en la que él se retiraba a leer y a escribir, y en la que también habría ese silencio laborioso del que habla con admiración y probablemente con íntima envidia Cervantes, que casi nunca disfrutaría de comodidades semejantes: “El maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un convento de cartujos”. Don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lleva una vida que habría aprobado Montaigne: apartada en el sosiego de su casa y en la lectura —tiene “hasta seis docenas de libros”—, pero también activa, de una manera equilibrada, porque se ocupa de administrar su hacienda y se distrae con la caza menor, y disfruta de recibir invitados y de ofrecerles una comida “limpia, abundante y sabrosa”. Montaigne dice que la conversación es “el ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu”, “más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida”. Don Diego de Miranda, igual que sin duda lo era Cervantes, es un excelente conversador, y hasta Don Quijote, cuando se encuentra en su casa, habla con más conocimiento y lucidez que nunca, y hay momentos en los que sus reflexiones sobre la invención literaria, y sobre el uso noble y natural en ella de la propia lengua en lugar del latín, nos hacen pensar en la prosa de Montaigne.
Que en la política española predomine el monólogo mitinero y que todo diálogo sea un diálogo de sordos y un guirigay de insultos quizás tenga que ver con la falta de la tradición reflexiva y conversadora de Montaigne y Cervantes. En el siglo XVII hubo tentativas de traducción al español de los Ensayos, pero se quedaron en nada por la presión del integrismo religioso y político. Montaigne sólo llegó a nuestro idioma a finales del XIX, cuando ya llevaba varios siglos ejerciendo una influencia vivificadora en la cultura francesa y también en la inglesa, irradiando su espíritu de indagación y de irreverencia, su ejemplo de claridad expresiva. Una gran parte del pensamiento racional y democrático y la escritura crítica vienen de Montaigne, de manera semejante a como la tradición de la novela viene de Cervantes. En los Ensayos, como en Don Quijote, se examina la vida tal y como es, con plena conciencia de la dificultad del conocimiento, y de las fantasías que inventa la imaginación, y de la capacidad humana para ponerlas por encima de la realidad, y para cometer estupideces y atrocidades en su nombre, y para obstinarse en no ver lo que está delante de los ojos.
De la trastienda de uno mismo o la “arrière-boutique” en la que, según Montaigne, hay que saber esconderse a solas aprendió Virginia Woolf la idea de la habitación propia que una mujer necesita para escribir. Entre Montaigne y Cervantes, yo busco el camino para retirarme sin hosquedad ni misantropía y para estar presente con dignidad y con los ojos abiertos, y a ser posible sin angustia.

sábado, 26 de septiembre de 2015

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País":

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

En "El País" (25 junio 2015):

PRENSA. "Los patriotas". David Trueba

David Trueba

   En "El País":

Los patriotas

Qué fácil resulta lograr que las personas anulen su conciencia cívica y la pasión crítica para ponerles a desfilar tras la bandera



Qué chollo es fabricar patriotas. Qué rentable sale lograr que las personas anulen su conciencia cívica y la pasión crítica para enfundarles un uniforme o ponerles a desfilar tras la bandera. Qué útil hacerles confundir la pasión deportiva, donde te identificas con el talento para el gol y la canasta de quienes te son cercanos y familiares, y venderles que esa filiación te explica el mundo, te ordena el mundo, te marca las prioridades. No hay más que verles correr a intentar convencernos de que la genialidad de Pau Gasol justifica la integridad territorial, las concertinas de Melilla, el abandono de los dependientes, la privatización del servicio sanitario. Y no, Gasol solo mete canastas y nos muestra la verdad humilde de tratar de hacer bien tu trabajo.
Hemos leído en estos días asegurar que Jeremy Corbyn es un mal patriota y que pone en peligro la seguridad de su país, tan solo porque es escéptico ante los himnos y defiende unas ideas propias prefiriendo la grandeza de perder las elecciones encarnando unos valores a ganarlas siguiendo las encuestas. Es populista, seguro, pero también es populista privatizar el ferrocarril británico sosteniendo que así se abarata y funciona mejor, pese a que cada día constatamos el fracaso. Fueron sin duda más patriotas la señora Thatcher o el señor Blair, con su fervor guerrero para aplastar a muchachos que eran enviados a primera línea de fuego por generales corruptos y decadentes o sátrapas aprovechados y dementes. Es seguro más patriota David Cameron, con su juego de ambigüedades frente a una Europa a la que solo defiende si es para hacer negocio.
No se confundan, patriota no es el senador McCarthy, que diciendo defender las esencias de su nación expedía certificados de buen norteamericano en su cruzada indecente, sino que patriotas fueron Marlene Dietrich, que cantaba para las tropas que luchaban contra su patria natal cuando ésta se dejó enloquecer por el nazismo, y patriota fue Thomas Bernhard cada vez que denunciaba la corrupción moral de su Austria fascista. Qué éxito han logrado los que en el siglo XXI, después de ejemplos innumerables del daño que ha causado la fe ciega, mantienen viva la llama de las esencias nacionales y logran frenar la acogida de los refugiados en nombre de la identidad local. Qué increíble poder de convicción para que la gente se siga considerando ajena al destino común de los seres humanos y tan solo se identifique con los suyos, los que comparten color de piel, lengua, supersticiones, tradición. Felicitémosles por lograr convertir cada canasta y cada gol en un certificado de pureza para su indecencia.

viernes, 25 de septiembre de 2015

PRENSA. Viñeta de EL ROTO

   En "El País":

PRENSA. ANTROPOLOGÍA. "El extraño caso del decapitado más antiguo de América"

   En "El País":
ANTROPOLOGÍA

El extraño caso del decapitado más antiguo de América

El cadáver de un hombre asesinado hace 9.000 años en un acto ritual desconocido sorprende a los científicos


Los restos del decapitado hallados en la cueva de Lapa do Santo / D.B.

En 2007, en una remota cueva de Lagoa Santa, en el este de Brasil, un equipo de científicos encontró un enterramiento que parecía único en el mundo. Dentro de la cavidad descubrieron un cementerio con decenas de tumbas. Se trataba de cazadores y recolectores que comenzaron a habitar en esta zona de América del Sur hace más de 12.000 años. Eran grupos reducidos que se alimentaban de plantas, frutos y caza. Nada fuera de lo normal. Pero, en una de las tumbas, la número 26, los excavadores encontraron algo que aún hoy no pueden explicar. A medio metro bajo tierra, bajo grandes losas de piedra, hallaron la calavera de un hombre. Sobre su cara, o lo que quedaba de ella, habían colocado sus dos manos tapándole los ojos. En la mandíbula y las vértebras había marcas de corte indicando que fue decapitado.
La decapitación es un comportamiento bien conocido en pueblos ancestrales de América. En este continente, los actos de este tipo más antiguos datan de hace unos 3.000 años. Este y otro tipo de sacrificios formaban parte de los rituales bélicos y religiosos de los incas y otros pueblos. Lo raro de lo encontrado en la cueva brasileña de Lapa do Santo, donde se han realizado los nuevos hallazgos, es, primero, su ubicación. Hasta ahora, todos los decapitados hallados en América del Sur antes de la Conquista estaban en la zona de los Andes y se atribuyen a las civilizaciones que allí se asentaron: incas, nazcas, moche, wari, lo que llevó a pensar que estas prácticas rituales eran exclusivas de los pueblos de la zona. Pero Lagoa Santa está muy lejos de los Andes y su decapitado es mucho más antiguo.

Sobre su cara, o lo que quedaba de ella, habían colocado sus dos manos tapándole los ojos
Eso es lo que dice un estudio de los restos hallados en Brasil publicado ayer en la revista PLoS One. El trabajo lo ha dirigido André Strauss y en él ha participado Domingo Salazar-García, un investigador español que trabaja a caballo entre el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, la Universidad de Valencia y la Universidad de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Él ha sido el encargado de extraer colágeno de los huesos para datar la muerte gracias a los átomos de carbono-14 que conserva el cadáver. Su veredicto es que el hombre de Lagoa Santa murió hace 9.000 años, lo que le convierte de lejos en el decapitado más antiguo de América y uno de los más viejos del mundo.
“En Europa, durante el periodo Magdaleniense, se conocen casos en los que la parte superior del cráneo era preparada para usarse como recipiente, pero no hay signos de decapitación tan clara como en este caso”, explica. Las marcas de corte que se han hallado en los huesos apuntan a que el corte se hizo con lascas de piedra afilada de unos 2 centímetros. Los investigadores creen que se trataba de un hombre joven, de unos treinta años.


Cráneo completo de la tumba 26
“A partir de aquí barajamos varias hipótesis”, explica Salazar-García. “La decapitación puede ser una medida punitiva dentro del grupo o explicarse en el contexto de una guerra”, señala. “En muchas ocasiones se mutilaba a los enemigos derrotados y sus restos se transforman en trofeos que se lucían en lo alto de un palo o colgados con una cuerda”.
Al analizar el cráneo de la tumba 26, los expertos comprobaron que, más allá de las marcas de corte, no tenía otras lesiones que podrían mostrar que su cabeza fue conservada como trofeo. “Además, estos objetos solían exhibirse durante un largo tiempo y en este caso sabemos que le enterraron poco después de morir”, detalla Salazar-García.

Ritual religioso

Los dientes de aquel hombre han aportado otra prueba importante. Los alimentos y el agua que consume cualquier persona dejan una marca del lugar en el que transcurrió su infancia en forma de isótopos de estroncio. Salazar-García analizó el esmalte dental del decapitado y lo comparó con el del resto de individuos encontrados en el cementerio de Lapa do Santo. Los resultados indican que todos tenían la misma proporción de isótopos, es decir, probablemente todos crecieron en el mismo entorno geográfico y pertenecían al mismo grupo. Así las cosas, la hipótesis de un acto de violencia entre enemigos pierde fuerza. El hecho de que las manos y otras partes del esqueleto apareciesen articuladas junto al cráneo apoyan que se tratara de una forma de transmitir un mensaje, posiblemente religioso.
“Que yo sepa no existe ningún otro enterramiento con estas características”, explica Salazar-García. “No se ha encontrado ningún otro objeto junto al decapitado, por lo que pensamos que, en esta época, la forma de expresar sus principios cosmológicos respecto a la muerte era a través de la manipulación del cadáver”, detalla. “Este individuo no tenía las manos dejadas caer aleatoriamente de cualquier manera, sino que las colocaron, amputadas, sobre la cara, una mirando hacia arriba y otra en posición contraria. Tal vez esta composición corporal podría asociarse a un ritual en el que se utilizara la muerte, algo tan personal, como herramienta de cohesión del grupo al compartirla entre los miembros de la comunidad", añade. Todo esto es importante porque sitúa el comienzo de estos ritos en tiempos anteriores al de las grandes civilizaciones americanas, en un lugar insospechado hasta ahora y por razones diferentes al de otras culturas posteriores, explican los autores del estudio.
Aún quedan muchas dudas sobre el decapitado más antiguo de América. Aunque el estudio antropológico, la disposición de los restos y el carbono apuntan a que las manos y el cráneo son de la misma persona, solo el ADN puede confirmarlo. El equipo de investigación está actualmente realizando esas pruebas, entre otras. También, en la misma cueva, han encontrado otros rastros de rituales, como una calota (parte superior de un cráneo) llena de dientes de varios individuos. Su significado, al igual que el del ritual de las manos y la cabeza cortada, es aún un misterio difícil de aclarar.


Esquema de los restos encontrados /GIL TOKYO
Juan José Ibáñez, investigador del CSIC, ha estudiado otros enterramientos rituales de hace más de 10.000 años hallados en Siria. En su caso encontró varios cráneos a los que se les había machacado la cara y que interpreta como una venganza ritual. En el caso de la investigación en Lapa do Santo, el experto destaca que “es un estudio muy bien elaborado en el aspecto técnico”. Está de acuerdo en que no se trata de un episodio de violencia entre grupos, pero cree que puede haber más explicaciones posibles. “En caso de que se tratara de un ritual de veneración a los ancestros, se esperaría que el cráneo hubiera sido manipulado y expuesto entre su extracción y su deposición en la fosa en que se encontró. ¿Cuándo, si no, se realizó la supuesta veneración?”, se pregunta.
En su opinión, habría una tercera vía para entender aquel acto. “Como interpretábamos en el caso de los depósitos de cráneos de Tell Qarassa Norte [Siria], el enterramiento de Lapa do Santo muestra indicios de que se pretendía limitar la capacidad de interacción del individuo inhumado, quizás con las personas vivas”, opina. “Así se podría explicar que se cortaran sus manos (instrumentos de acción), se tapara su cara (instrumento de relación) y se sellara el conjunto con dos gruesas lajas de piedra. Este tipo de comportamiento de protección de los vivos con respecto a difuntos que se consideran potencialmente dañinos ha sido documentado etnográficamente”, concluye.