sábado, 31 de mayo de 2014

PRENSA CULTURAL. "El poder sanador del arte"

   En "El País":

El poder sanador del arte

El filósofo Alain de Botton ofrece un recorrido terapéutico por el Rijksmuseum a través de 150 obras presentadas como una escuela para mejorar la vida


'Los síndicos de los pañeros' de Rembrandt junto a uno de los textos escritos por Alain de Botton y John Armstrong. / OLIVIER MIDDENDORP
Si del filósofo suizo-británico Alain de Botton dependiera, las visitas a los museos tendrían que prescribirse como un elixir por su poder sanador. Está seguro de que El arte es terapia,y así ha titulado su primera incursión en el mundo de los conservadores a instancias del Rijksmuseum, de Ámsterdam. Para que su fórmula haga efecto, hay que mirar lienzos y objetos guiados por una simple pregunta: ¿Qué puede hacer el arte por mí? Él cree que sirve de guía para soportar los grandes retos humanos, del amor a la muerte, y propone un original recorrido por 150 obras, entre la Edad media y el siglo XX, que forman una auténtica escuela de la vida.
A los 44 años, De Botton es uno de los pensadores más populares y mediáticos del momento, capaz de acercar una disciplina elitista como la filosofía a las masas. Sus fieles, compran sus libros atraídos por títulos con tanto gancho como La arquitectura de la felicidad, Religión para ateos o Miserias y esplendores del trabajo. Con su primera novela, Del amor, vendió dos millones de ejemplares a los 23 años. Sus detractores, por el contrario, le llaman “filósofo pop” y aseguran que le falta hondura. Que dice obviedades con un lenguaje pomposo. Una reputación puesta a prueba por el Rijksmuseum, que ha recibido tres millones de visitantes en el año transcurrido desde su renovación, y ha rendido sus salas y gabinetes al autor. En la empresa le acompaña el también filósofo John Armstrong.

El pensador ve “errónea” la distribución cronológica del museo
Sin miedo a las críticas, lo primero que han hecho es calificar de “errónea” la distribución cronológica de (todas) las colecciones museísticas. “¿Por qué hay que repartir obras por siglos? Imagínense una estantería de libros en sus casas así dispuesta. Sería una estupidez”, dijo De Botton, durante la presentación del trayecto. Su versión del museo ideal es mucho más directa. Emotiva incluso. Sin cambiar de sitio los cuadros de la emblemática sala holandesa, por razones obvias, describen “enfermedades actuales” y proponen lienzos curativos. Así, para la insatisfacción derivada de una vida anónima y carente de glamour, ofrecen La calle (1658), de Johannes Vermeer. “Esta pintura de Delft es una de las más famosas del mundo, y muestra que lo ordinario y doméstico puede ser especial sin necesidad de grandes gestos. Es un mensaje de felicidad”.
Si la dolencia surge del rechazo que produce el consumismo, hay que mirar con otros ojos el bodegón Banquete, de Adriaen van Utrecht (1644). “El consumismo no tiene porqué ser necio”, asegura De Botton. “En el XVII, la vista de unos limones traídos de Nápoles en barcos que soportaban tormentas, de una langosta, y de tanta variedad de quesos, producía admiración hacia los logros humanos. Nuestro problema hoy es que tememos pasar por avariciosos y buscamos siempre el precio más bajo. En cambio, si toda la cadena que deja en nuestra mesa los alimentos estuviera bien pagada, las cosas serían más caras, pero el proceso más justo”.


Alain de Botton, ante el cuadro de Vermeer 'Calle en Delft' (1658). /VINCENT MENTZEL
Wim Pijbes, director del museo, admite que ha pasado momentos “de gran ansiedad”, ante una aventura favorecida por él mismo cuando invitó al dúo de filósofos a “mantener viva la colección”. Al ver entre los elegidos un avión F. K. 23 Bantam, un biplano de combate de la I Guerra Mundial, supo que iba por buen camino. Aquí no hay enfermedad que curar, sino el rechazo producido por la presencia de semejante artefacto en un centro artístico. “Las máquinas tienen mucho en común con el arte. En el avión todo funciona y está ensamblado con estética. Lo malo es negar cualquier finalidad al arte. Y deberíamos preguntarnos sin rubor para qué sirve”, añade De Botton.
Todos los pensamientos terapéuticos figuran impresos en hojas amarillas, similares al papel autoadhesivo (post-it). Una apuesta gráfica pegada junto a las cartelas tradicionales, con la fecha y autor de las obras. Abierta hasta el 7 de septiembre, el Rijksmuseum prefiere no llamar muestra a la empresa de sus filósofos de cabecera. Lo califica de “orientación”, como la ayuda prestada en las ciencias de la salud para llevar una vida productiva. Para terminar, el filósofo se permite casi una broma frente a La ronda de noche, de Rembrandt. “Ellos, los arcabuceros que guardan la ciudad, son el buen grupo. A nosotros, la muchedumbre que les mira, nos queda la soledad de nuestra falta de sentido de comunidad”, apunta, para sacudir el afán individualista de la sociedad contemporánea.

PRENSA CULTURAL. Sobre el lenguaje sexista. Álex Grijelmo

Álex Grijelmo

   En "El País":

Jugamos tranquilas, ¿eh?

Algunos varones empiezan a incluirse en los términos femeninos sin forzar el idioma

 19 OCT 2012

Cierto político proclamó una vez en un acto electoral, hace unos 15 años: “Compañeros y compañeras, lo que defendemos nosotros y nosotras...”.
Y claro, ese “nosotras” sonó raro. Porque “nosotras”, con arreglo a la gramática, es un pronombre inclusivo del sujeto que habla; de modo que quien lo pronuncia se sitúa dentro del grupo que menciona. Así que un hombre no puede decir “nosotras”, en puridad; sino sólo “nosotros”. Quizás aquel político debió elegir para tal frase “nosotros y vosotras”, y nadie le habría tomado el pelo.
Sin embargo, algo está sucediendo en nuestra lengua, porque algunos varones empiezan a incluirse en los términos femeninos con toda naturalidad. Es decir, sin forzar el idioma y probablemente sin darse cuenta.
El 5 de agosto, a las 20.22 horas, dijo el periodista Francisco José Delgado, en la Cadena SER, al transmitir un partido de waterpolo femenino en los Juegos Olímpicos:
- ¡Si ganamos, estamos clasificadas!
Podría parecer anecdótico, fruto de la buena voluntad de un periodista educado en la tolerancia y en el espíritu de igualdad; o tal vez consecuencia de su deseo de implicarse en la victoria de la selección nacional. Pero no se quedó eso en un ejemplo aislado, porque el entrenador del equipo femenino de balonmano aconsejó pocos minutos después a sus jugadoras durante un tiempo muerto, en el minuto 28 de partido y cuando vencían 24-20 a Noruega:
- ¡Jugamos tranquilas, ¿eh?!
Y a partir de ese momento, todos empezamos a jugar tranquilas.
Todavía más. A las 23.25 del mismo día, Manu Carreño, director delCarrusel Olímpico, aventuraba en la misma emisora:

Me parece un avance formidable
- Si estamos entre las siete primeras vamos a ser oro.
(Se refería a las posibilidades de la regatista española Marina Alabau enwindsurf, que iba camino de la medalla).
Disfrutábamos así de tres ejemplos significativos en solamente una hora de radio y televisión (confieso que veo la televisión mientras oigo la radio y ojeo el As). Eran tres casos reales de varones que utilizaban genéricos femeninos incluyéndose ellos en el grupo.
Y aún se añadiría un cuarto ejemplo, el día siguiente, 6 de agosto, a las 20.44 horas: el periodista de la SER José Antonio Ponseti anunciaba, un tanto decepcionado, pues tenía mejores expectativas para las nadadoras de la sincronizada:
- Somos terceras después de las rusas.
Uno se imagina de inmediato a Ponseti siendo tercera después de las rusas, y enseguida se apunta al grupo en solidaridad con él. Yo también era tercera, y me parecía una injusticia que a las nadadoras españolas de sincronizada nos hubieran dado una puntuación tan inferior a nuestros méritos.
¿Un quinto ejemplo? Lo hay, y muchos más que ya dejé de anotar. Jesús Gallego, a las 0.13 del viernes 10, hablando de la derrota en la final de waterpolo: “Hemos pecado un poco de inexpertas”.
Y sí, creo que los españoles fuimos un poco inexpertas en ese partido.
Bienvenida sea esta evolución (por supuesto muy incipiente), que acierta a coincidir en este caso con el criterio de quienes sostienen que la lengua se adapta a la realidad como el agua a la vasija; y que si cambiamos la realidad y fomentamos la presencia de la mujer en todos los órdenes de la vida donde antes estaba discriminada, cambiaremos con el mismo esfuerzo el lenguaje; frente a quienes defienden, con idéntica buena voluntad, que primero hay que cambiar el lenguaje porque así se cambiará más fácilmente la realidad.
Sea como fuere, viene a cuento aquí esa diferencia entre género y sexo tan explicada antes por los gramáticos y tan despreciada ahora por ese lenguaje oficial que habla de la violencia machista como “violencia de género” (la violencia siempre fue “de género femenino” —decimos “mucha violencia” o “violencia innecesaria”, pero no “mucho violencia” ni “violencia innecesario”—; violencia de género femenino aunque la perpetren generalmente hombres y la combatamos todos): el género era un fenómeno gramatical, y existían tres géneros: masculino, femenino y neutro (el, la, lo; él, ella, ello; este, esta, esto); y el sexo, un fenómeno biológico (una silla tiene género, pero no sexo); y sólo hay dos: mujer y hombre. (Para mejor información y mayor precisión, véase el Diccionario Panhispánico de Dudas, entrada “género”). No estoy seguro de que esa antigua diferencia entre género y sexo vaya a sobrevivir, pero permítanme usarla al menos en el siguiente párrafo.
Lo cierto es que en estos tiempos, y por fortuna, ya hay hombres que, cuando se hallan ante una idea que refleja la presencia predominante de mujeres, empiezan a incluirse voluntaria y espontáneamente en el género femenino... sin por ello haber cambiado de sexo. Me parece un avance formidable. Sobre todo porque las españolas hicimos unos sensacionales Juegos Olímpicos.

PRENSA. Viñetas contra la crisis. VV. AA.

   En "El Confidencial":






PRENSA. Viñeta de Forges

   En "El País" (22 enero 2014):

viernes, 30 de mayo de 2014

POESÍA. "Mejor así". Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959)

Karmelo C. Iribarren

MEJOR ASÍ

Por supuesto
que hay un montón de cosas
que no te he dicho todavía.
Qué esperabas.
Si te lo dijese todo de golpe,
en un ataque freudiano de sinceridad,
no sólo no me creerías nada
sino que además
empezarías a mirarme
como a un tipo
seriamente peligroso.
Mejor así. Mejor
que sigas pensando
que tengo mucha vida interior
y que te aguardan
momentos irrepetibles.

PRENSA. Viñeta de Forges

   En "El País" (29 mayo 2014):

PRENSA CULTURAL. ARTE Y GUERRA. "Sangre en la trinchera, arte en el museo"

   En "El País":

Sangre en la trinchera, arte en el museo

El Louvre de Lens recorre en 500 obras la historia del antimilitarismo en los dos últimos siglos


'Today's life and war', fotografía de Gohar Dashti (2008).
Durante siglos, la guerra fue considerada un capítulo necesario e ineludible en la historia de las naciones. Pero, en un momento preciso a principios del siglo XIX, apareció un desencanto respecto al belicismo imperante que nunca se esfumaría del todo. De ese incipiente sentimiento parte la exposición Los desastres de la guerra (1800-2014), que ayer abrió sus puertas en el Louvre de Lens, sucursal que el museo parisino inauguró hace año y medio en el deprimido paisaje minero del norte francés, arrasado hace un siglo por la Gran Guerra. A través de cerca de 500 obras, firmadas por Goya, Picasso, Dix, Grosz, Moore, Capa o Richter, la exposición indaga en la aparición de la sensibilidad antimilitarista en el arte y, por extensión, en el clima cultural.
Esta panorámica sobre la representación artística del conflicto bélico arranca con el célebre retrato ecuestre de Napoleón que firmó Jacques-Louis David, donde el cónsul aparece erguido sobre un caballo blanco, con el índice apuntando hacia delante, listo para emprender la campaña transalpina. El retrato no solo resulta fantasioso –en realidad, Napoleón habría cruzado el desfiladero subido a una mula–, sino que sienta las bases a la representación clásica de cualquier líder en la propaganda política. El resto de obras incluidas en la muestra se oponen diametralmente a la de David. No encontraremos ni frescos soviéticos, ni arte hitleriano, ni devotos retratos a líderes norcoreanos. Un par de salas más allá, Paul Delaroche exhibe su propio retrato napoleónico, pintado a pocos días de su abdicación y en el ocaso de su imperio, convertido en un líder abatido, entrado en carnes y de mirada siniestra. Entre ambos retratos solo habían transcurrido 40 años, pero la percepción de la guerra había cambiado para siempre.
“Existe un antes y un después de Napoleón. Antes, la guerra siempre se había representado de manera heroica. Después de las revoluciones dieciochescas, emerge el concepto de individualidad. El valor del individuo cambia y el soldado deja de formar parte de una masa anónima”, sostiene la comisaria, Laurence Bertrand Dorléac, historiadora especialista en el conflicto armado y que ya orquestó la muestra L’art en guerre, sobre la actuación de los artistas franceses durante la invasión nazi, que pudo verse en París y en el Guggenheim de Bilbao.
Su nueva exposición apunta a dos responsables de este radical cambio de paradigma. En Coracero herido (1814), Géricault fue el primero en pintar a un soldado magullado y aislado del resto del grupo. Goya fue todavía más allá con Los desastres de la guerra, su catálogo de horrores en 82 aguafuertes, repletos de hombres decapitados, ahorcados o enloquecidos, y pintados en plena invasión napoleónica de la Península. Con ellos, evidenciaba el sentimiento de regresión histórica que implicaba todo conflicto, lo que en 1810 era cualquier cosa menos corriente. La exposición, que toma prestado el título de la obra, parte del mismo principio: establecer una serie de macabras viñetas –en doce episodios históricos, de Waterloo a Abu Ghraib– que nos ayuden a entender por qué hoy seguimos prefiriendo la paz a la guerra.
El itinerario abarca desde lúgubres panorámicas nocturnas de Gustave Doré durante la batalla de Sebastopol –en plena Guerra de Crimea, cuando se inventó la telegrafía y la ayuda humanitaria– hasta tropas envueltas en una niebla de explosivos, como Lejeune pintó en Somosierra. También se detiene en las oscuras litografías de Manet sobre las víctimas en las barricadas de la Comuna de París y los torturados, explosivos y caricaturescos cuadros de Grosz, Dix y Beckmann, además de los perturbadores estudios sobre mujeres, niños y otras víctimas colaterales del conflicto en la obra de Käthe Kollwitz. Más tarde, artistas como Martha Rosler y Jenny Holzer tomaron el relevo, demostrando que otra guerra tenía lugar en la retaguardia, a través de irónicos collages sobre la intrusión del belicismo en el frente doméstico, o bien de estudios fotográficos sobre las violaciones en serie practicadas en la Guerra de los Balcanes. La muestra incluye numerosos ejemplos sobre la relación entre fotografía y el conflicto bélico, empezando por las imágenes tomadas por Couppier en la campaña italiana de 1859 –las primeras que mostraron un muerto en el encuadre–, un par de años antes de que otros pioneros, como Gardner o Brady, originaran el escándalo en Nueva York con sus fotos de cadáveres capturadas durante la Guerra de Secesión.


'L'Oublié!', de Emile Betsellère (1872).
Para Dorléac, la guerra es un concepto proustiano. “Todas son distintas y, a la vez, todas contienen las mismas matrices”, asegura. Su exposición incluye imágenes, motivos y discursos de décadas distintas, pero que se acaban superponiendo inevitablemente en nuestro imaginario. A veces, incluso dentro de la misma obra, como en las reinterpretaciones del Tres de mayo de Goya a cargo de Yan Pei-Ming o Robert Morris, en las que parecen resonar otros episodios sanguinarios, como Auschwitz o Tian’anmen. “Para los artistas, el impulso para enfrentarse a la guerra siempre es la conmoción y la herida que supone haberla presenciado. La guerra es algo traumatizante e irresoluble que les persigue hasta el final de sus días, como les sucedió a Aragon o Camus. Todo conflicto genera imágenes que traumatizan a sociedades enteras”, apunta la comisaria. A la vez, cada guerra es distinta, porque ha venido acompañada de una pequeña revolución visual. Durante la Guerra Civil se propagó el fotoperiodismo: ahí están Robert Capa y Agustí Centelles para demostrarlo, junto a un par de esbozos para el Guernica y una máscara de Juli González que lanza un silencioso grito en medio de la sala dedicada a la guerre d’Espagne.
Se anticiparon al dilatado militantismo artístico de los años cuarenta, representado por los dibujos que el gobierno británico encargó a Henry Moore, que retrató a ciudadanos cobijados en el metro durante el blitz londinense. El profético fotoensayo sobre Hitler a cargo de Erwin Blumenfeld y los bustos de víctimas de Hiroshima capturados por Christer Strömholm completan este surtido muestrario, junto al perturbador autorretrato que pintó Nussbaum al lado de su sobrina. El pintor falleció pocos meses más tarde en Auschwitz. Desde los cincuenta, pese a la amenaza de la extinción biológica que impuso la bomba atómica, la guerra se ha encadenado década tras década, de Indochina y Argelia a Afganistán y Siria. Cientos de artistas han seguido documentándolas lejos de la contienda y sirviéndose de otro tipo de artefactos.
Sophie Ristelhueber visitó el sur de Irak a principios de los noventa. Descubrió un paisaje devastado por la guerra, lleno de cavidades informes y otras huellas de destrucción pendientes de cicatrizar. Se pasó una década entera obsesionada con esa tierra baldía, antes de decidir volver al lugar, unos meses antes del 11 de septiembre de 2001, para fotografiar su llamado tríptico iraquí: tres paisajes desérticos, pero en los que no cuesta imaginar detonaciones y bombardeos. “Cuando el responsable de la guerra está ausente, logramos verlo todavía más”, afirmaba ayer desde los pasillos de la exposición. “Mi trabajo no es militante, porque sé que no lograré detener la guerra”, lamentaba. Aún así, no puede evitar que esas palmeras decapitadas –“símbolo de tantos ejércitos sometidos”, dice– la sigan torturando otra década más tarde.

PRENSA CULTURAL. ARTE Y GUERRA. "Pinceles en las línea del frente"

   En "El País":

Pinceles en la línea del frente

En los años previos a la guerra emergieron en Europa movimientos artísticos con afán de ruptura


'Explosion' (1917), de George Grosz.
No extraña que los grandes movimientos artísticos de las primeras décadas del siglo XX se agrupen bajo una palabra cargada de significado militar: las vanguardias. En los campos de batalla la vanguardia la ocuparon los soldados; en la creación, aquellos que distorsionaron el arte tal y como se conocía hasta entonces. Cubismo, expresionismo, futurismo y dadaísmo son los grandes movimientos que nacen y crecen en torno a la Gran Guerra y la huella bélica se dejó sentir entre sus practicantes. A algunos les ordenaron ir al frente, pero la mayor parte se alistó de manera inconsciente y entusiasta. Muchos perecieron, otros volvieron con heridas terribles y los más retornaron a la vida cotidiana marcados para siempre por aquella terrible experiencia.
En un artículo firmado por Apollinaire en Le petit Messager en marzo de 1915, se daba detallada cuenta de la situación en la que se encontraban algunos de los que decidieron tomar las armas: Georges Braque estaba destinado en El Havre como suboficial; Fernand Léger servía en un tren encargado del aprovisionamiento; Derain era motociclista en el norte de Francia; Albert Gleizes luchaba en el frente; el escultor Raymond Duchamp era cabo mayor en Saint-Germain; el pintor Laboureur trabajaba como traductor para el ejército inglés; el futurista italiano Ugo Giannattasio y el polacoaustríaco Kisling se encontraban en los regimientos de infantería extranjeros, y Édouard Férat, en un hospital.
¿Por qué esa necesidad vital de implicarse directamente en la guerra, de luchar cuerpo a cuerpo? La magnífica exposición histórica que se puede ver en el Guggenheim de Nueva York, dedicada al futurismo, apunta muchas claves para entender el afán de los artistas por empuñar las armas. Ahí se cuenta que durante los años previos al estallido del drama estaban emergiendo en toda Europa movimientos artísticos con una vitalidad y ganas de ruptura desconocida hasta entonces.
En el caso de los futuristas hay que tener en cuenta que el contexto de crecimiento económico y la agitación social italiana eran un terreno abonado para despertar simpatías hacia aquellos jóvenes defensores de las máquinas, la velocidad y la violencia como única manera de conseguir las cosas. Tanto en el caso de los futuristas como en el de los cubistas, vorticistas o expresionistas, la guerra evidenció unas contradicciones a las que muchos no supieron hacer frente. En el remate del recorrido de la exposición futurista, se ve cómo muchos acabaron contaminados por el fascismo y otros decidieron encaminar sus pasos hacia campos más seguros como la fotografía o la publicidad.
Muchas cosas cambiaron con el final de la Gran Guerra. París comienza a perder su protagonismo en favor de Nueva York. Algunos de los artistas no alistados se agruparon en Zúrich y en torno al Cabaret Voltaire lanzan un peculiar alegato en contra de todas las guerras. El cuestionamiento de todo, la provocación y la burla eran sus únicos principios. Entre este grupo se encontraba Marcel Duchamp, que dejaría boquiabierto al mundo con una insólita pieza: un urinario, un objeto fabricado en serie con el que inventó el ready-made y transformó para siempre el concepto de arte.
Pero esa es una guerra muy distinta.

jueves, 29 de mayo de 2014

POESÍA. "Las resacas". Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959)

Karmelo C. Iribarren

LAS RESACAS

Las primeras tienen
su cosa, es cierto. Otra vez
con el trago en la mano,
uno se siente a gusto de sentirse
tan mal, de tener ese cuerpo,
de ser al fin el blanco
de miradas y risas (comentarios 
jocosos, vacilones), ya sabes,
de sufrir como un hombre.


Luego vienen las otras,
las de siempre, las clásicas,
sin el encanto de la novedad, 
las que uno ya conoce en su justa
medida, aburridas y tercas,
pegajosas, las que apenas 
sorprenden, las que una mañana 
te avisan que ojo al parche,
pero tú ni te enteras.


Las últimas resacas,
las auténticas, las de verdad, 
las que ni risas ni miradas
que valgan, las del vómito
encima, las del asco
y las lágrimas, las del miedo 
a vivir y a morir de repente,
las de la más absoluta soledad,


esas, amigo mío, mejor
que no las tengas que pasar.

PRENSA CULTURAL. PRIMERA GUERRA MUNDIAL. "Los otros disparos"

   En "El País":

Los otros disparos

La fotografía estalló en las trincheras, donde millones de soldados documentaron su rutina, camaradería y brutal experiencia en sus álbumes privados de guerra


Instantánea de la Tregua de Navidad de 1914, entre los soldados alemanes y británicos en Ploegsteert (Bélgica) / IMPERIAL WAR MUSEUM (Q11745)
Prendieron velas, entonaron canciones y los soldados alemanes invitaron a los británicos de las trincheras enemigas a acercarse. El combate se detuvo un día. En tierra de nadie, los adversarios intercambiaron felicitaciones y tabaco, se sacaron fotos. Esas imágenes, ni heroicas ni triunfalistas, descubrieron el lado más descorazonador y noble del conflicto: los rostros de esos jóvenes que pasaban un buen rato juntos y que, sin embargo, estaban ahí para matarse. Aquellas instantáneas fueron la prueba irrefutable de que la mítica tregua de la Nochebuena de 1914 realmente se celebró. Los Gobiernos no pudieron negarlo y comprendieron rápidamente que el control sobre las cámaras de la tropa debía ser aún más férreo. “Esos suvenires personales acabaron en las páginas de la prensa internacional y el Gobierno decidió estrechar la censura”, dice Hilary Roberts, conservadora jefe de fotografía en el Imperial War Museum de Londres.
Aquel fue un gran momento en la historia de la fotografía de guerra, pero ni mucho menos el único en el conflicto de 1914. La revolución técnica en la captación de imágenes no había hecho más que empezar y las nuevas herramientas fueron empleadas para la inteligencia militar, pero también provocaron una incontrolable y fascinante explosión popular, con millones de soldados armados con objetivos, dispuestos a capturar su experiencia íntima de la Gran Guerra. Los millones de imágenes que dejaron tras de sí conforman una historia tan diversa, personal y compleja como la guerra misma, un relato que todavía hoy se sigue revelando e investigando. Por ejemplo, en el Art Gallery de Ontario, donde en 2004 recibieron el legado de un coleccionista que prefiere mantenerse en el anonimato y que donó 495 álbumes de soldados británicos, franceses, alemanes, estadounidenses, rusos, polacos, checos y australianos. En total, más de 52.000 fotos que aún se están catalogando, algunas de las cuales serán expuestas en la muestra The Great War: The persuasive power of photography, que se celebrará este verano en la National Gallery de Canadá. “La mezcla es increíble, con fotos de bases militares, cabarés, aviones o retratos turísticos de soldados paseando entre ruinas en sus días libres”, apunta Sophie Hackett, desde el Art Gallery de Ontario.


Anuncio comercial de la cámara Kodak Vest Pocket Camera
El enfoque que cada país dio a las regulaciones fotográficas a las que estaban sujetos los soldados varió enormemente, pero lo que se mantuvo como una constante en ambos bandos fue la presencia de cámaras entre los combatientes. Lo cierto es que la mecanización de la guerra en aquel brutal conflicto pasa no sólo por las ametralladoras, sino también por los casi dos millones de cámaras de bolsillo que Kodak había vendido en 1918. La Vest Pocket Camera, pronto conocida como “la cámara de los soldados”, fue el modelo que el astuto George Eastman lanzó al mercado  y cuyas ventas se multiplicaron por cinco en tres años. De tamaño reducido y con un estuche ajustable al cinturón, la variante Autograph permitía escribir directamente en el negativo y se anunciaba como el “mejor regalo de partida” que un soldado podía recibir, una herramienta que les permitiría aliviar el tedio de la rutina y, en el futuro, “tener el libro más interesante de todos: su álbum Kodak”. Otros modelos de la competencia como la Ansco Vest Pocket Camera animaban a los soldados a mantener “la puerta de la memoria abierta”, y la Ensignette se publicitaba como “fuerte, fácil de cargar y útil en cualquier circunstancia”.
Los soldados de ambos frentes se lanzaron con entusiasmo a la fotografía, como prueban los millones de instantáneas que capturaron, mandaron a casa, y en muchos casos guardaron en álbumes. En esas páginas se encuentra la incómoda yuxtaposición entre la confraternización de la tropa, y la destrucción y muerte en las trincheras. “Los álbumes reunían fotos de distinta procedencia, no sólo las que ellos habían sacado, sino también otras que compraban o les regalaban”, explica Roberts, coautora junto a Mark Holborn del libro fotográfico sobre el conflicto elaborado con los fondos del museo, The Great War. A Photographic Narrative (Random House). El Imperial War Museum, creado en 1917 para homenajear el esfuerzo de guerra cuando el conflicto aún se libraba, hizo un llamamiento a los aliados para que mandaran imágenes sin importar su calidad. Llegó un aluvión que no ha cesado desde entonces e incluye en la actualidad fotos desde 1850 hasta las tomadas hace apenas 24 horas en Afganistán, según Roberts. “El documento gráfico de los soldados se planteaba como una experiencia personal, ellos no pretendían crear un informe sistemático, sino registrar la gente y los sitios que conocieron”, apunta. 
La experiencia bélica, entonces y ahora, incluye también el horror y la brutalidad convertidos en rutina: crudas fotos posando con enemigos muertos. En las imágenes de la I Guerra Mundial de ejecuciones de espías o de cadáveres rodeados de soldados sonrientes en las trincheras enemigas se encuentra un claro antecedente de las instantáneas de la soldado Lynndie England en la prisión iraquí de Abu Ghraib en 2004. Todas ellas entran en la categoría de las llamadas “fotos trofeo”, tan viejas como la presencia de cámaras en el frente. En la Gran Guerra gozaron de una increíble popularidad, convirtiéndose en algo parecido a lo que en el ciberespacio se conoce como un fenómeno viral. "La idea de sacar fotos para degradar y humillar al enemigo no es nueva", apunta Janina Struk, autora de Private pictures: Soldier’s Inside View of War (I. B. Tauris, 2010). “La búsqueda de una visión desde dentro de la guerra no es un fenómeno de la cultura de la realidad del siglo XXI. Pero la cruda brutalidad de la guerra, tan frecuentemente descrita en las fotos captadas por soldados, rara vez ha cruzado el umbral y ha entrado en la conciencia pública”.

Las llamadas "fotos trofeo", para degradar y humillar al enemigo, remiten a las tomadas en 2004 en Abu Graib
Desde el arranque de la Gran Guerra, las autoridades británicas no tuvieron dudas sobre el potencial peligro que implicaban tantos obturadores sueltos. Bajo amenaza de arresto, no se permitía sacar fotos, ni mandar copias a casa ni, por supuesto, carretes. Pero las cámaras estaban ahí y los soldados también; y en casa, la prensa —sujeta a un estricto control gubernamental gracias al Official Press Bureau que fundó Churchill— esperaba ansiosa imágenes del frente. En 1915 arrancaron los concursos de fotografía amateur de guerra en el Daily Mirror, dispuesto a pagar mil libras de entonces por la mejor foto que mandara un soldado; su nombre no se haría público y el periódico correría con los gastos de revelado.
La controvertida propuesta no pretendía ensalzar el arte fotográfico sino obtener las mejores fotos posibles, y pronto fue copiada por la competencia. “Nuestro esquema es simple y directo. Queremos fotos sobre el tema de la guerra y las queremos todos los días”, explicaba el Daily Sketch en sus páginas. Esta carrera por hacerse con las fotos de los protagonistas del combate no se detuvo ni siquiera con la llegada al frente de los dos fotógrafos oficiales, Ernest Brooks y John Warwick Brooke. Miles de instantáneas inundaron las redacciones. “La prohibición de sacar fotos fue ignorada, porque esas imágenes eran el vínculo entre el frente y el hogar y mantenían la moral alta”, dice Struk.
En Alemania, por el contrario, se animó desde el principio tanto a soldados como a civiles a que documentaran gráficamente el conflicto. “Había un sentimiento eufórico y entusiasta por parte de los combatientes y de sus familias. Todos coleccionaban fotos porque querían conservar recuerdos de ese momento que pensaban que sería único y triunfal”, explica el doctor Bodo von Dewitz, coleccionista y experto en el legado fotográfico de esta guerra. “No había censura y hasta 1916 los alemanes tenían una actitud casi naíf respecto de la fotografía. Había un elemento turístico en torno al nuevo hobby y eso se mantuvo, porque muchos soldados apenas habían viajado y en sus diarios e instantáneas resuena ese eco entusiasta. Los británicos, sin embargo, tenían muy presente el valor propagandístico desde el principio, y eran conscientes de que podían ser una fuente para el espionaje enemigo”.

En 1918 se habían vendido casi dos millones de cámaras del modelo portátil comercializado por George Eastman
Von Dewitz comenzó su increíble colección en los años setenta rebuscando en mercadillos y escribió su tesis sobre el tema. Cuenta que cerca de doscientas instituciones oficiales en Alemania tienen estas instantáneas en sus fondos, muchas de ellas desde poco después de que terminara la guerra. Y fue en esos años inmediatamente posteriores cuando las imágenes adquirieron un nuevo significado. “En la década de los años veinte, tanto la derecha como la izquierda echaron mano de las fotos sacadas por los soldados para explicar por qué se perdió la guerra”, dice el especialista. Los nazis difundían las imágenes heroicas; la izquierda mostraba las atrocidades y la destrucción.


Foto postal de la ejecución del patrita italiano Cesare Battisti el 16 de junio de 1916 en Trento. /COLECCIÓN DR. BODO VON DEWITZ
En el frente alemán, la mayoría de las instantáneas se hicieron en placas de cristal y había una gran infraestructura en el mismo frente para poder imprimirlas, hacer postales y mandarlas a casa. Los cuartos oscuros estaban mucho más controlados en el bando aliado, y así, el uso del que se montó en el buque Queen Elizabeth, por ejemplo, estaba circunscrito a las fotos oficiales. De las clásicas fotos posadas se pasó a las trincheras, al enfrentamiento cara a cara con la muerte. En ellas encuentra Von Dewitz un tono voyerista muy acorde con los valores victorianos que marcaban la moral de la época. También una funesta premonición de las imágenes de cuerpos apilados que llegarían con la Segunda Guerra Mundial. Cuando ese conflicto estalló ya estaban en el mercado las cámaras de 35 milímetros y las revistas ilustradas. La fotografía había avanzado y también la forma en que se contaban las historias a través de ella.
Aunque fue en la guerra de los bóers la primera vez que los soldados llevaron cámaras al frente, la Gran Guerra fue “la primera gran guerra fotográfica”, como apunta Janina Struk. La conservadora del Museum of Fine Arts de Houston, Anne Wilkes Tucker, que rescató varios álbumes para la enorme muestra War/Photograhy el año pasado, añade que aquel fue el primer conflicto con una dimensión global. “En aquella guerra había soldados profesionales, se hizo una cobertura extensa del conflicto. Las imágenes llegaban con celeridad a los medios. Las fotos no tardaban tres semanas como ocurrió con las de James Fenton en Crimea”. Las instantáneas además muestran la vida normal de los soldados, no la de los oficiales como era costumbre en el siglo XIX, cuando los cuerpos y cadáveres eran retirados antes de retratar el campo de batalla. La experiencia real de lo que es una guerra iba colándose en las imágenes de quienes la combatían. “Aquella fue la primera guerra de medios de comunicación de masas, y aunque la técnica era rudimentaria, en ese momento quedaron establecidos los principios y las dificultades a los que los fotógrafos de guerra han hecho frente desde entonces”, añade Hilary Roberts.
Por encima de las diferencias entre un paisaje y otro, entre un tiempo y el siguiente, Janina Struk señala en su libro los temas recurrentes a los que apuntan las cámaras de los soldados, las narrativas extremadamente personales que construyen en sus álbumes, que, como los familiares, no están pensados para el escrutinio público. En el transcurso de su investigación, un tío suyo rescató su álbum de la I Guerra del fondo de un armario, y esas fotos le cortaron el aliento. Más allá de la imagen idealizada de la guerra que a menudo nos llega, en las instantáneas de los soldados se encuentra una cara cruda, real, insólita y humana de una guerra. Concluye Struk que si fueran vistas, podrían poner en tela de juicio la visión autorizada y aceptada que se tiene de las guerras.