jueves, 31 de diciembre de 2009

POESÍA. PABLO GARCÍA BAENA


Pablo García Baena

Acaba el año en este blog con poesía. Con un fragmento de Tentación en el aire, de Pablo García Baena:

Sabía que vendrías a hablarme
y no te huía,
demonio, ángel mío, tentación en el aire.
Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos
cansados ya de largos horizontes de hastío
y de copiar tranquilos paisajes de remanso.
Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,
como algún fauno joven que con su flauta báquica
avivara en mi carne
un fuego leve, quieto,
amenazado casi de apagarse algún día,
rodeado de hielos, engaños de mí mismo.
Al escuchar mi oído la brisa de tus voces,
ángel mío, demonio, tentación en el aire,
aquel día que el cielo brillaba y era agosto
sentí en mi alma un roce de blandas plumas blancas
como si frescas alas me nacieran de pronto,
y mi ser se llenara de pájaros cantores.

POESÍA. "Antes de nochevieja", de Vladimir Holan


Vladimir Holan

Antes de nochevieja
¿Qué traerá el viento esta noche?
¿La lluvia, la nieve o una carta?
¿Una carta de quién? ¿Una carta buena o mala?
Todo, hasta el mismo silencio
tiene algo que callar.
Pero todo, hasta lo inexpresable,
acabarán por decirlo los celos.
                      Versión de Clara Janés

CUENTO. "Vanka", de Anton Chéjov


Chéjov
Vanka
Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar, dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
"Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...".
Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.
Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil se burlaría de las mujeres.
-¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares.
Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.
El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...
Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
"Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré".
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
"Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y, si no estás contento conmigo, puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y, cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.
Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás como te la da".
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:
-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!
Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...
"¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes que te quiere tu nieto
VANKA CHUKOV.
Ven en seguida, abuelito".
Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
"En la aldea, a mi abuelo".
Tras una nueva meditación, añadió:
"Constantino Makarich".
Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo...

POESÍA. "Nochevieja", de Jorge Valdés Díaz-Vélez


Jorge Valdés Díaz-Vélez

Nochevieja
Miras arder lo que ha quedado
en pie del último sendero:
la luna llena de otro enero
sobre la piel de tu pasado,


un mar que olvidas y ha olvidado
en su esplendor tu verdadero
rostro, la luz que fue primero
verbo y temblor en tu costado


y que hoy dejas partir a solas,
detrás del fuego. Hacia el poniente
moja tu máscara un sol frío.


Ya en ti la noche alza sus olas
mansas. La oyes indiferente
abrir el fuego y tu vacío.

POEMA DEL DÍA. "Los reflejos de la pared", de Hafiz (poeta persa)



Los Reflejos de la Pared
Todavía mi deseo no perdió la esperanza de tu beso,
esperanza siempre viva y que me hace vivir.
En la noche aromada de tu pelo
perdí mi corazón.
¿Qué sería de mí si este amor mío
debiera terminar?
Un día mi nombre subió a los labios de mi amada
y creía descubrir todos los goces de la vida.
El sol hace bailar el reflejo de tu rostro
en las blancas paredes de mi cuarto
y ese reflejo brilla hasta en la sombra de la terraza.
Tu boca escanciadora
me ha vertido un vino que me quema.
¡Qué importa! Escáncialo, puesto que soy
extraño entre quienes poseen la ciencia del amor.
Me dijiste una vez: "Deja tu vida
en mis manos y te daré la paz".
Y mi vida te di sin pesadumbre,
mas la paz no me llegó.

LITERATURA. Sherlock Holmes. "Un caso de identidad" (y 4ª entrega)



Un caso de identidad (y 4)
El hombre que entró era corpulento, de estatura media, de unos treinta años de edad, bien afeitado y de piel cetrina, con modales melosos e insinuantes y un par de ojos grises extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una mirada inquisitiva a cada uno de nosotros, depositó su reluciente chistera sobre un aparador y, con una ligera inclinación, se sentó en la silla más próxima.
––Buenas tardes, señor James Windibank ––dijo Holmes––. Creo que es usted quien me ha enviado esta carta mecanografiada, citándose conmigo a las seis.
––Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero no soy dueño de mi tiempo, como usted comprenderá. Lamento mucho que la señorita Sutherland le haya molestado con este asunto, porque creo que es mucho mejor no lavar en público los trapos sucios. Vino en contra de mis deseos, pero es que se trata de una muchacha muy excitable e impulsiva, como ya habrá notado, y no es fácil controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza. Naturalmente, no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la policía oficial, pero no es agradable que se comente fuera de casa una desgracia familiar como ésta. Además, se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted a poder encontrar a ese Hosmer Angel?
––Por el contrario ––dijo Holmes tranquilamente––, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar al señor Hosmer Angel.
El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le cayeron los guantes.
––Me alegra mucho oír eso ––dijo.
––Es muy curioso ––comentó Holmes–– que una máquina de escribir tenga tanta individualidad como lo que se escribe a mano. A menos que sean completamente nuevas, no hay dos máquinas que escriban igual. Algunas letras se gastan más que otras, y algunas se gastan sólo por un lado. Por ejemplo, señor Windibank, como puede ver en esta nota suya, la “e” siempre queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la “r”. Existen otras catorce características, pero éstas son las más evidentes.
––Con esta máquina escribimos toda la correspondencia en la oficina, y es lógico que esté un poco gastada ––dijo nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con sus ojillos brillantes.
––Y ahora le voy a enseñar algo que constituye un estudio verdaderamente interesante, señor Windibank ––continuó Holmes–. Uno de estos días pienso escribir otra pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas presuntamente remitidas por el desaparecido. Todas están escritas a máquina. En todos los casos, no sólo las “es” están borrosas y las “erres” no tienen rabillo, sino que podrá usted observar, si mira con mi lupa, que también aparecen las otras catorce características de las que le hablaba antes.
El señor Windibank saltó de su silla y recogió su sombrero.
––No puedo perder el tiempo hablando de fantasías, señor Holmes ––dijo––. Si puede coger al hombre, cójalo, y hágamelo saber cuando lo tenga.
––Desde luego ––dijo Holmes, poniéndose en pie y cerrando la puerta con llave––. En tal caso, le hago saber que ya lo he cogido.
––¿Cómo? ¿Dónde? ––exclamó el señor Windibank, palideciendo hasta los labios y mirando a su alrededor como una rata cogida en una trampa.
––Vamos, eso no le servirá de nada, de verdad que no ––dijo Holmes con suavidad––. No podrá librarse de ésta, señor Windibank. Es todo demasiado transparente y no me hizo usted ningún cumplido al decir que me resultaría imposible resolver un asunto tan sencillo. Eso es, siéntese y hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en una silla, con el rostro lívido y un brillo de sudor en la frente.
––No ... no constituye delito ––balbuceó.
––Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros, Windibank, ha sido una jugarreta cruel, egoísta y despiadada, llevada a cabo del modo más ruin que jamás he visto. Ahora, permítame exponer el curso de los acontecimientos y contradígame si me equivoco.
El hombre se encogió en su asiento, con la cabeza hundida sobre el pecho, como quien se siente completamente aplastado. Holmes levantó los pies, apoyándolos en una esquina de la repisa de la chimenea, se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos y comenzó a hablar, con aire de hacerlo más para sí mismo que para nosotros.
––Un hombre se casó con una mujer mucho mayor que él, por su dinero ––dijo––, y también se beneficiaba del dinero de la hija mientras ésta viviera con ellos. Se trataba de una suma considerable para gente de su posición y perderla habría representado una fuerte diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo por conservarla. La hija tenía un carácter alegre y comunicativo, y además era cariñosa y sensible, de manera que resultaba evidente que, con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien, su matrimonio significaba, sin lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué hace entonces el padrastro para impedirlo? Adopta la postura más obvia: retenerla en casa y prohibirle que frecuente la compañía de gente de su edad. Pero pronto se da cuenta de que eso no le servirá durante mucho tiempo. Ella se rebela, reclama sus derechos y por fin anuncia su firme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué hace entonces el astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra más a su cerebro que a su corazón. Con la complicidad y ayuda de su esposa, se disfraza, ocultando con gafas oscuras esos ojos penetrantes, enmascarando su rostro con un bigote y un par de pobladas patillas, disimulando el timbre claro de su voz con un susurro insinuante... Y, doblemente seguro a causa de la miopía de la chica, se presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los posibles enamorados cortejándola él mismo.
––Al principio era sólo una broma ––gimió nuestro visitante––. Nunca creímos que se lo tomara tan en serio.
––Probablemente, no. Fuese como fuese, lo cierto es que la muchacha se lo tomó muy en serio; y, puesto que estaba convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, ni por un instante se le pasó por la cabeza la sospecha de una traición. Se sentía halagada por las atenciones del caballero, y la impresión se veía aumentada por la admiración que la madre manifestaba a viva voz. Entonces el señor Angel empezó a visitarla, pues era evidente que, si se querían obtener resultados, había que llevar el asunto tan lejos como fuera posible. Hubo encuentros y un compromiso que evitaría definitivamente que la muchacha dirigiera su afecto hacia ningún otro. Pero el engaño no se podía mantener indefinidamente. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos. Evidentemente, lo que había que hacer era llevar el asunto a una conclusión tan dramática que dejara una impresión permanente en la mente de la joven, impidiéndole mirar a ningún otro pretendiente durante bastante tiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad pronunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusiones a la posibilidad de que ocurriera algo la misma mañana de la boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland quedara tan atada a Hosmer Angel y tan insegura de lo sucedido, que durante diez años, por lo menos, no prestara atención a ningún otro hombre. La llevó hasta las puertas mismas de la iglesia y luego, como ya no podía seguir más adelante, desapareció oportunamente, mediante el viejo truco de entrar en un coche por una puerta y salir por la otra. Creo que éste fue el encadenamiento de los hechos, señor Windibank.
Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había recuperado parte de su aplomo, y al llegar a este punto se levantó de la silla con una fría expresión de burla en su pálido rostro.
––Puede que sí y puede que no, señor Holmes ––dijo––. Pero si es usted tan listo, debería saber que ahora mismo es usted y no yo quien está infringiendo la ley. Desde el principio, yo no he hecho nada punible, pero mientras mantenga usted esa puerta cerrada se expone a una demanda por agresión y retención ilegal.
––Como bien ha dicho, la ley no puede tocarle ––dijo Holmes, girando la llave y abriendo la puerta de par en par––. Sin embargo, nadie ha merecido jamás un castigo tanto como lo merece usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, le cruzaría la espalda a latigazos. ¡Por Júpiter! ––exclamó acalorándose al ver el gesto de burla en la cara del otro––. Esto no forma parte de mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo de caza y creo que me voy a dar el gustazo de...
Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo, pero antes de que pudiera cogerlo se oyó un estrépito de pasos en la escalera, la puerta de la entrada se cerró de golpe y pudimos ver por la ventana al señor Windibank corriendo calle abajo a toda la velocidad de que era capaz.
––¡Ahí va un canalla con verdadera sangre fría! ––dijo Holmes, echándose a reír mientras se dejaba caer de nuevo en su sillón––. Ese tipo irá subiendo de delito en delito hasta que haga algo muy grave y termine en el patíbulo. En ciertos aspectos, el caso no carecía por completo de interés.
––Todavía no veo muy claros todos los pasos de su razonamiento   –dije yo.
––Pues, desde luego, en un principio era evidente que este señor Hosmer Angel tenía que tener alguna buena razón para su curioso comportamiento, y estaba igualmente claro que el único hombre que salía beneficiado del incidente, hasta donde nosotros sabíamos, era el padrastro. Luego estaba el hecho, muy sugerente, de que nunca se hubiera visto juntos a los dos hombres, sino que el uno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera. Igualmente sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante, factores ambos que sugerían un disfraz, lo mismo que las pobladas patillas. Mis sospechas se vieron confirmadas por ese detalle tan curioso de firmar a máquina, que por supuesto indicaba que la letra era tan familiar para la joven que ésta reconocería cualquier minúscula muestra de la misma. Como ve, todos estos hechos aislados, junto con otros muchos de menor importancia, señalaban en la misma dirección.
––¿Y cómo se las arregló para comprobarlo?
––Habiendo identificado a mi hombre, resultaba fácil conseguir la corroboración. Sabía en qué empresa trabajaba este hombre. Cogí la descripción publicada, eliminé todo lo que se pudiera achacar a un disfraz –las patillas, las gafas, la voz y se la envié a la empresa en cuestión, solicitando que me informaran de si alguno de sus viajantes respondía a la descripción. Me había fijado ya en las peculiaridades de la máquina, y escribí al propio sospechoso a su oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal como había esperado, su respuesta me llegó escrita a máquina, y mostraba los mismos defectos triviales pero característicos. En el mismo correo me llegó una carta de Westhouse & Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en todos sus aspectos con la de su empleado James Windibank. Voilà tout!
––¿Y la señorita Shutherland?
––Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde el antiguo proverbio persa: “Tan peligroso es quitarle su cachorro a un tigre como arrebatarle a una mujer una ilusión”. Hay tanta sabiduría y tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio.

PRENSA. 31 diciembre 2009


En "El País":

1. El libro digital gana el primer asalto. Reportaje de Javier Rodríguez Marcos. Los libreros defienden el punto de venta tradicional ante el desembarco electrónico. Dan Brown vende en Amazon 120 copias electrónicas por cada 100 en papel.

2. Alegar maltrato: ¿una ventaja o una conquista? Reportaje de Carmen Morán. Las denuncias de violencia machista pueden utilizarse para lograr beneficios en el divorcio. Expertos ven la protección de la mujer como un avance histórico. La falta de datos frustra el debate.

3. El año del racismo. Artículo de Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política.

4. El hilo del que pende Obama. Artículo de Lluís Bassets.

5. El otro Bill Gates. Artículo de Xavier Vidal-Folch sobre un empresario hindú.

6. CINE. Sam Peckinpah, el poeta de la violencia, por Carlos Boyero. CRÍTICAS, Por Jordi Costa y Javier Ocaña: Solomon Kane, Los fantasmas de mis ex novias, El mejor, Número 9, Todos están bien.

7. VIÑETAS: Forges, EL ROTO.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

LECTURA. "Cándido", de Voltaire (15)



Capítulo XVIII
Lo que vieron en El Dorado


Cacambo manifestó su curiosidad al huésped, y éste le dijo:
-Yo soy un ignorante, y no me arrepiento de serlo; pero en el pueblo tenemos a un anciano retirado de la corte, que es el hombre más docto del reino, y el más comunicativo.
Dicho esto, llevó a Cacambo a casa del anciano. Cándido, desempeñando un papel secundario, acompañaba a su criado. Entraron ambos en una casa sin pompa, porque las puertas no eran más que de plata y los techos de los aposentos de oro, pero estaban labrados con tan fino gusto, que los más ricos techos no eran superiores a ellos; la antesala sólo estaba incrustada de rubíes y esmeraldas, pero el orden con que todo estaba arreglado reparaba esta excesiva simplicidad.
Recibió el anciano a los dos extranjeros en un sofá de plumas de picaflor y les ofreció varios licores en vasos de diamante; luego satisfizo su curiosidad en estos términos:
-Yo tengo ciento sesenta y dos años, y mi difunto padre, caballerizo del rey, me contó las asombrosas revoluciones del Perú que él había presenciado. El reino donde estamos es la antigua patria de los incas, que cometieron el disparate de abandonarla por ir a sojuzgar parte del mundo, y que al fin fueron destruidos por los españoles. Más prudentes fueron los príncipes de su familia, que permanecieron en su patria y por consentimiento de la nación dispusieron que no saliera nunca ningún habitante de nuestro pequeño reino, por lo cual se ha mantenido intacta nuestra inocencia y felicidad. Los españoles han tenido una confusa idea de este país, que han llamado El Dorado , y un inglés, el caballero Raleigh, llegó aquí hace unos cien años; pero, como estamos rodeados de peñascos inabordables y de precipicios, siempre hemos vivido exentos de la rapacidad de los europeos, que aman con furor inconcebible los pedruscos y el lodo de nuestra tierra y que, para apoderarse de ellos, hubieran acabado con todos nosotros sin dejar uno vivo.
Fue larga la conversación, y se trató en ella de la forma de gobierno, de las costumbres, de las mujeres, de los teatros y de las artes; finalmente, Cándido, que era muy aficionado a la metafísica, preguntó, por medio de Cacambo, si tenían religión los moradores.
Se sonrojó un poco el anciano y respondió:
-Pues ¿cómo lo dudáis? ¿Creéis que tan ingratos somos?
Preguntó Cacambo con mucha humildad qué religión era la de El Dorado. Otra vez se abochornó el anciano y le replicó:
-¿Acaso puede haber dos religiones? Nuestra religión es la de todo el mundo: adoramos a Dios noche y día.
-¿Y no adoráis más que un solo Dios? -repuso Cacambo, sirviendo de intérprete a las dudas de Cándido.
-¡Como si hubiera dos o tres o cuatro! -dijo el anciano-. ¡Vaya, que las personas de vuestro mundo hacen preguntas muy raras!
No se hartaba Cándido de preguntar al buen viejo, y quería saber qué era lo que pedían a Dios en El Dorado.
-No le pedimos nada -dijo el respetable y buen sabio- y nada tenemos que pedirle, pues nos ha dado todo cuanto necesitamos; pero le tributamos sin cesar acción de gracias.
Cándido tuvo curiosidad de ver a los sacerdotes y preguntó dónde estaban; el venerable anciano le dijo sonriéndose:
-Amigo mío, aquí todos somos sacerdotes; el rey y todos los jefes de familia cantan todas las mañanas solemnes cánticos de acción de gracias, que acompañan cinco o seis músicos.
-¿No tenéis frailes que enseñen, disputen, gobiernen, enreden y quemen a los que no son de su parecer?
-Menester sería que estuviéramos locos -respondió el anciano-; aquí todos somos de un mismo parecer y no entendemos qué significan vuestros frailes.
Estaba Cándido como extático oyendo estas razones y decía para sí: "Muy distinto país es éste de Westfalia y del castillo del señor barón; si nuestro amigo Pangloss hubiera visto El Dorado, no diría que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor que había en la tierra. Es necesario viajar".
Acabada esta larga conversación, hizo el buen anciano preparar un coche tirado por seis carneros, y dio a los dos caminantes doce de sus criados para que los llevaran a la corte.
-Perdonad -les dijo- si me priva mi edad de la honra de acompañaros; pero el rey os agasajará de modo que quedéis gustosos, y sin duda disculparéis las costumbres del país, si alguna de ellas os desagrada.
Montaron en coche Cándido y Cacambo; los seis carneros iban volando, y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey, situado en un extremo de la capital. La puerta principal tenía doscientos veinte pies de alto y cien de ancho, y no es dable decir de qué materia era; harto se ve qué superioridad prodigiosa necesitaba tener sobre esos pedruscos y esa arena que nosotros llamamos oro y piedras preciosas.
Al apearse Cándido y Cacambo del coche, fueron recibidos por veinte hermosas doncellas de la guardia real, que los llevaron al baño y los vistieron con un ropaje de plumón de picaflor; luego los principales oficiales y oficialas de palacio los condujeron al aposento de Su Majestad, entre dos filas de mil músicos cada una. Cuando estuvieron cerca de la sala del trono, preguntó Cacambo a uno de los oficiales principales cómo habían de saludar a Su Majestad, si hincados de rodillas o arrastrándose por el suelo; si habían de poner las manos en la cabeza o en el trasero; si habían de lamer el polvo de la sala; en resumen: cuáles eran las ceremonias.
-La práctica -dijo el oficial- es dar un abrazo al rey y besarle en ambas mejillas.
Se abalanzaron, pues, Cándido y Cacambo al cuello de Su Majestad, el cual correspondió con la mayor afabilidad, y los convidó cortésmente a cenar. Entre tanto les enseñaron la ciudad, los edificios públicos que escalaban las nubes, las plazas del mercado, ornadas de mil columnas, las fuentes de agua clara, las de agua rosada, las de licores de caña, que sin parar corrían en vastas plazas empedradas con una especie de piedras preciosas que esparcían un olor parecido al del clavo y la canela. Quiso Cándido ver la sala del crimen y el tribunal, y le dijeron que no los había, porque ninguno litigaba; se informó si había cárcel y le fue dicho que no; pero lo que más sorpresa y satisfacción le causó fue el palacio de las Ciencias, donde vio una galería de dos mil pasos, llena toda de instrumentos de física y matemáticas.
Habiendo recorrido aquella tarde como la milésima parte de la ciudad, los trajeron de vuelta a palacio. Cándido se sentó a la mesa entre Su Majestad, su criado Cacambo y muchas señoras, y no se puede ponderar la delicadeza de los manjares, ni los dichos agudos que de boca del monarca se oían. Cacambo le explicaba a Cándido las frases ingeniosas del rey, y, aunque traducidas, parecían siempre ingeniosas; de todo cuanto asombraba a Cándido, no fue esto lo que menos lo asombró.
Un mes estuvieron en este hospicio, y Cándido decía continuamente a Cacambo:
-Es cierto, amigo mío, que el castillo donde nací no puede compararse con el país donde estamos; pero la señorita Cunegunda no habita en él, y sin duda que a ti tampoco te falta en Europa una mujer que quieras. Si nos quedamos aquí seremos uno de tantos, pero si volvemos a nuestro mundo con sólo una docena de carneros cargados de piedras de El Dorado, seremos más ricos que todos los monarcas juntos, no tendremos que temer a los inquisidores, y con facilidad podremos recobrar a la señorita Cunegunda.
Este razonamiento plació a Cacambo: tal es la manía de correr mundo, de ser considerado entre los suyos, de hacer alarde de lo que ha visto uno en sus viajes, que los dos afortunados resolvieron dejar de serlo, y se despidieron de Su Majestad.
-Cometéis un disparate -les dijo el rey-. Bien sé que mi país vale poco; mas cuando se halla uno medianamente bien en un lugar debe quedarse en él. Yo no tengo, por cierto, derecho para detener a los extranjeros, tiranía tan opuesta a nuestra práctica como a nuestras leyes. Todo hombre es libre, y os podéis ir cuando queráis; pero es muy ardua empresa salir de este país: no es posible subir al raudo río por el cual habéis llegado milagrosamente, y que corre bajo bóvedas de peñascos: las montañas que cercan mis dominios tienen cuatro mil varas de altura, y son derechas como torres; su anchura abarca un espacio de diez leguas, y no es posible bajarlas como no sea despeñándose. Pero si estáis resueltos a iros, voy a dar orden a los intendentes de máquinas para que hagan una que os transporte con comodidad; y cuando os hayan conducido al otro lado de las montañas, nadie os podrá acompañar, porque tienen hecho voto mis vasallos de no pasar nunca su recinto, y no son tan imprudentes que lo quebranten: en cuanto a lo demás, pedidme lo que más os acomode.
-No pedimos que Vuestra Majestad nos dé otra cosa -dijo Cacambo- que algunos carneros cargados de víveres, de piedras y barro del país.
Se rió el rey, y dijo:
-No sé qué pasión sienten los europeos por nuestro barro amarillo; pero llevaos todo el que podáis, y buen provecho os haga.
Inmediatamente dio orden a sus ingenieros de que hicieran una máquina para izar fuera del reino a estos dos hombres extraordinarios: tres mil buenos físicos trabajaron en ella, y se concluyó al cabo de quince días, sin costar arriba de cien millones de duros, moneda del país. Metieron en la máquina a Cándido y a Cacambo: dos carneros grandes encarnados tenían puesta la silla y el freno para que montasen en ellos así que hubiesen pasado los montes, y los seguían otros veinte cargados de víveres, treinta con preseas de las cosas más curiosas que en el país había y cincuenta con oro, diamantes y otras piedras preciosas. El rey dio un cariñoso abrazo a los dos vagabundos. Fue cosa de ver su partida, y el ingenioso modo con que los izaron a ellos y a sus carneros hasta la cumbre de las montañas. Habiéndolos dejado en paraje seguro, se despidieron de ellos los físicos, y Cándido no tuvo otro deseo ni otra idea que ir a presentar sus carneros a la señorita Cunegunda.
-Llevamos -decía- con qué pagar al gobernador de Buenos Aires, si es dable poner precio a mi Cunegunda; vamos a la isla de Cayena, embarquémonos y en seguida veremos qué reino podremos comprar.

LITERATURA. Sherlock Holmes. "Un caso de identidad" (3ª entrega)



Un caso de identidad (3)
Sherlock Holmes permaneció sentado y en silencio durante unos cuantos minutos, con las puntas de los dedos juntas, las piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el techo. Luego tomó del estante la vieja y grasienta pipa que le servía de consejera y, después de encenderla, se recostó en su butaca, emitiendo densas espirales de humo azulado, con una expresión de infinita languidez en el rostro.
––Interesante personaje, esa muchacha ––comentó––. Me ha parecido más interesante ella que su pequeño problema que, dicho sea de paso, es de lo más vulgar. Si consulta usted mi índice, encontrará casos similares en Andover, año 77, y otro bastante parecido en La Haya el año pasado.
––Parece que ha visto en ella muchas cosas que para mí eran invisibles ––le hice notar.
––Invisibles no, Watson, inadvertidas. No sabía usted dónde mirar y se le pasó por alto todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugerentes que son las uñas de los pulgares, de los graves asuntos que penden de un cordón de zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del aspecto de esa mujer? Descríbala.
––Pues bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha y de color pizarra, con una pluma rojo ladrillo. Chaqueta negra, con abalorios negros y una orla de cuentas de azabache. Vestido marrón, bastante más oscuro que el café, con terciopelo morado en el cuello y los puños. Guantes tirando a grises, con el dedo índice de la mano derecha muy desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba pendientes de oro, pequeños y redondos, y en general tenía aspecto de persona bastante bien acomodada, con un estilo de vida vulgar, cómodo y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió suavemente y emitió una risita.
––¡Por mi vida, Watson, está usted haciendo maravillosos progresos! Lo ha hecho muy bien, de verdad. Claro que se le ha escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el método y tiene buena vista para los colores. No se fie nunca de las impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que miro en una mujer son siempre las mangas. En un hombre, probablemente, es mejor fijarse antes en las rodilleras de los pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía terciopelo en las mangas, un material sumamente útil para descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las muñecas, donde la mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente definida. Una máquina de coser del tipo manual deja una marca semejante, pero sólo en la manga izquierda y en el lado más alejado del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte, como en este caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a ambos lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de escribir a máquina siendo corta de vista, que tanto pareció sorprenderla.
––También me sorprendió a mí.
––Pues resultaba bien evidente. A continuación, miré hacia abajo y quedé muy sorprendido e interesado al observar que, aunque sus zapatos se parecían mucho, en realidad estaban desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otro era de punta lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno tenía abrochados sólo los dos de abajo, y el otro el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, cuando ve usted que una joven, por lo demás impecablemente vestida, ha salido de su casa con los zapatos desparejados y a medio abotonar, no tiene nada de extraordinario deducir que salió a toda prisa.
––¿Y qué más? ––pregunté vivamente interesado, como siempre, por los incisivos razonamientos de mi amigo.
––Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero después de haberse vestido del todo, había escrito una nota. Usted ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo índice, pero no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la pluma en el tintero. Ha tenido que ser esta mañana, pues de no ser así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto resulta entretenido, aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la faena, Watson. ¿Le importaría leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Levanté a la luz el pequeño recorte impreso. “Desaparecido, en la mañana del día 14, un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; complexión fuerte, piel atezada, cabello negro con una pequeña calva en el centro, patillas largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el habla. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro con una cadena de oro y pantalones grises de paño, con polainas marrones sobre botines de elástico. Se sabe que ha trabajado en una oficina de Leadenhall Street. Quien pueda aportar noticias, etc., etc.”.
––Con eso basta ––dijo Holmes––. En cuanto a las cartas... – continuó, echándoles un vistazo–– son de lo más vulgar. No hay en ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que cita una vez a Balzac. Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le llamará la atención.
––Que están escritas a máquina ––dije yo.
––No sólo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el pequeño y pulcro “Hosmer Angel” escrito al pie. Y, como verá, hay fecha pero no dirección completa, sólo “Leadenhall Street”, que es algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente... casi podría decirse que concluyente.
––¿De qué?
––Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia que esto tiene en el caso?
––Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para poder negar que la firma era suya, en caso de que se le demandara por ruptura de compromiso.
––No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que dejarán zanjado el asunto. Una, para una firma de la City; y la otra, al padrastro de la joven, el señor Windibank, pidiéndole que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay nada que hacer hasta que lleguen las respuestas a las cartas, así que podemos desentendernos del problemilla por el momento.
Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes deductivas y en la extraordinaria energía de mi amigo, que supuse que debía existir una base sólida para la tranquila y segura desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había llamado a sondear. Sólo una vez le había visto fracasar, en el caso del rey de Bohemia y la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a pensar en el misterioso enredo de El signo de los Cuatro o en las extraordinarias circunstancias que concurrían en el Estudio en escarlata, me sentía convencido de que no había misterio tan complicado que él no pudiera resolver.
Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra, con el convencimiento de que, cuando volviera por allí al día siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas que conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por entonces mi atención, y pasé todo el día siguiente a la cabecera del enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y pude saltar a un coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio.
Sin embargo, encontré a Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su larga y delgada figura enroscada en los recovecos de su sillón. Un formidable despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el olor picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que había pasado el día entregado a los experimentos químicos que tanto le gustaban.
––Qué, ¿lo resolvió usted? ––pregunté al entrar.
––Sí, era el bisulfato de bario.
––¡No, no! ¡El misterio! ––exclamé.
––¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal con la que he estado trabajando. No hay misterio alguno en este asunto, como ya le dije ayer, aunque tiene algunos detalles interesantes. El único inconveniente es que me temo que no existe ninguna ley que pueda castigar a este granuja.
––Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se proponía al abandonar a la señorita Sutherland?
Apenas había salido la pregunta de mi boca y Holmes aún no había abierto los labios para responder, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpes en la puerta.
––Aquí está el padrastro de la chica, el señor James Windibank –dijo Holmes––. Me escribió diciéndome que vendría a las seis. ¡Adelante!

LITERATURA. "La historia interminable", de Michael Ende: fragmento



Pensó que los otros, en la clase de abajo, debían de estar dando precisamente Lengua. Quizá tuvieran que escribir una redacción sobre algún tema aburridísimo.
Bastián miró el libro.
"Me gustaría saber", se dijo, "qué pasa realmente en un libro cuando está cerrado. Naturalmente, dentro hay sólo letras impresas sobre el papel, pero sin embargo... Algo debe de pasar, porque cuando lo abro aparece de pronto una historia entera. Dentro hay personas que no conozco todavía, y todas las aventuras, hazañas y peleas posibles... y a veces se producen tormentas en el mar o se llega a países o ciudades exóticos. Todo eso está en el libro de algún modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes. Me gustaría saber de qué modo".
Y de pronto sintió que el momento era casi solemne. Se sentó derecho, cogió el libro, lo abrió por la primera página y comenzó a leer
                           LA HISTORIA INTERMINABLE

PRENSA. LITERATURA. Sobre "La historia interminable", de Michael Ende



En "El Día de Córdoba":

"¡Cuidado! ¡Aquí empieza el terreno de lo irracional!"


Se cumplen tres décadas de la publicación de 'La historia interminable' de Michael Ende, un soberbio ejercicio de imaginación que ha sido traducido a 45 idiomas.

Ana Ramos

¿Quién no conoce La historia interminable? Sí, el libro de Michael Ende que junto a Jim Botón y Lucas el maquinista y Momo ha sido traducido a 45 idiomas y ha vendido unos 20 millones de ejemplares. Confieso que es uno de mis libros favoritos; mi marido dice que es el tótem de esta familia, así que ya ven. Tenemos varias ediciones: en tapa dura, en rústica con sobrecubierta, de kiosko... y compraremos de buena gana la encuadernada en cuero con incrustaciones de nácar -que es como Ende quiso que fuese editada la novela- cuando la editorial se decida a hacerla. Esta que tengo aquí delante es una edición mucho más modesta: se trata de la reimpresión de Salvat del libro de Alfaguara, un poco maltratada por el uso y los años.
En la portada, dos serpientes se muerden la cola; ambas son naranjas con la cabeza negra; se supone que una de ellas tendría que ser blanca y la otra negra, pues así describe Ende el Áuryn, como representación del mundo de Fantasia en donde lo oscuro y lo luminoso tienen su lugar a partes iguales. Dentro del óvalo formado por estas, un jardín de colores saturados habitado por dos unicornios muestra al fondo una versión sencilla de la torre de marfil donde reside la Emperatriz Infantil. Me parece preciosa; en su primera página reza con la letra enérgica e ingenua de mis ocho años: Ana Belén Ramos Guerrero, y, bajo esta leyenda manuscrita, en letras impresas de molde verde: La historia interminable. Como recordarán, trata de un niño regordete, Bastián Baltasar Bux, al que las cosas le van regular y que se encierra en el desván de su colegio con la intención de no salir nunca jamás, con la única compañía de un libro robado titulado La historia interminable. Maravillas del arte, Bastián se introduce en el propio libro convertido en un esbelto y hermoso guerrero que habrá de salvar el mundo de Fantasia. Si ha decido usted incluir el libro en su lista para los Reyes Magos, ha de saber que justo ahora se cumplen treinta años de la publicación de la novela y ochenta del nacimiento del autor. Es el libro ideal para los niños porque decididamente tiene todo lo que un niño le pide a los libros, a saber: acción trepidante, aventuras peligrosas, misterios por resolver, grandes dosis de amistad y fantasía, y monstruos y extraños animales por doquier: comerrocas, silfos nocturnos, trolls de tres cabezas..., además de dos protagonistas de unos diez años y una hermosa niña de cabellos blancos que reina en el mundo de Fantasia.
Además de La historia interminable tengo frente a mí dos textos teóricos que Ende escribió sobre su propia obra; contienen sus ideas sobre la literatura infantil y aparecen recopilados en un volumen titulado Carpeta de apuntes. Uno de ellos es una conferencia que impartió en Tokio y se titula ¿Por qué escribo para niños? El otro es el artículo Reflexiones de un indígena centroeuropeo. Ende siempre hizo hincapié en que todo lo que uno necesita saber para interpretar la obra de un autor está contenido en sus libros, o dicho con sus propias palabras: "Si Kafka quiso decirnos con sus novelas lo que interpretan sus intérpretes, ¿por qué no lo dijo él?". Sin embargo, en estos dos artículos expuso a las claras sus intenciones artísticas. Como les decía, la novela está muy bien para los niños y les hará pasar unas horas fantásticas, pero tengo que contarles un secreto: detrás de su apariencia infantil, el libro esconde no pocas ideas de provecho para los adultos, y no está de más que recordemos esto cuando el autor se pasó la vida defendiendo un lugar para la literatura infantil dentro de la literatura general y procurando con su obra que la literatura infantil fuese digna de ese lugar.
Junto con los citados textos, tengo delante un cuadro de su padre, el pintor surrealista Edgar Ende, que creo que puede ilustrar muy bien algunos conceptos de su literatura. Viene que ni pintado al caso en estos días porque se llama Navidad: un poderoso caballo contiene una brillante luz en su interior dentro de la cual flota un bebé. Frente al caballo hay una pequeña pelota y toda la escena está rodeada del cielo y la tierra o el mar en tono onírico. Pues bien, muchas pueden ser las interpretaciones de este cuadro y habrá quien diga que no tiene que significar nada, ya que Edgar Ende se encerraba en un cuarto oscuro, dejaba su mente vagar liberándose de todas las ataduras de la realidad y la racionalidad y a veces pasaba allí horas y días hasta que una imagen se hacía nítida en la cámara oscura de su inconsciente. Hay gran influencia de la obra de su padre en la literatura de Michael y ambos trabajaron juntos muchas veces. De su familia, Ende heredó la pasión, el compromiso, la entrega al arte y la convicción de que este está por encima de las cosas materiales, y eso que para ellos la vida no siempre fue fácil pues a veces los cuadros de Edgar se vendieron con dificultad, sin contar que a la familia Ende le tocó vivir e intervenir en la segunda guerra mundial. Pero eso es otra historia.
En un primer nivel de lectura, atendiendo al título del cuadro, Navidad, este podría interpretarse como una representación surrealista o pagana del nacimiento de Cristo en el que el niño dios es presentado como un bebé a punto de nacer de un caballo. Pero en un segundo nivel de lectura, esta podría ser una imagen del poder de la fantasía, del arte -ese caballo encabritado- trayendo al mundo un nuevo ser. Para Michael Ende, la fantasía tenía un poder transformador, poder que se adquiere atendiendo al niño que hay dentro de cada adulto; en la imagen, el adulto estaría representado por un robusto caballo y el bebé que porta en su interior sería el eterno infantil del que habla el autor: "Creo que los grandes filósofos y pensadores no han hecho otra cosa que replantearse las viejísimas preguntas de los niños: ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Adónde voy? ¿Cuál es el sentido de la vida? Creo que las obras de los grandes escritores, artistas y músicos tienen su origen en el juego del eterno y divino niño que hay en ellos: ese niño que, prescindiendo totalmente de la edad exterior, vive en nosotros, ya tengamos nueve o noventa años; ese niño que nunca pierde la capacidad de asombrarse, de preguntar, de entusiasmarse; ese niño en nosotros, tan vulnerable y desamparado, que sufre y que busca consuelo y esperanza; ese niño en nosotros que constituye, hasta nuestro último día de vida, nuestro futuro".
A Michael Ende le tocó vivir una época en la que no estaba bien visto escribir literatura infantil, y mucho menos literatura infantil fantástica; hablamos de la posguerra alemana en la que todo escritor que no hiciera una literatura comprometida histórico-crítico-socio-políticamente era denostado por sus vecinos. Así que se acusó al autor de Momo de "escapista". Sin embargo, Ende proclamó lo contrario, su literatura no escapa de nada, sino que va al encuentro de lo más profundo del ser humano a través de lo misterioso, de lo irracional, de lo maravilloso. De modo que esa "fantasía escapista" en realidad se opone activamente a un mundo donde el ejercicio de lo racional degenera en el sinsentido, pues la racionalidad y la ilustración científica de la civilización ha tenido el efecto contrario -lo estoy parafraseando- de lo que la razón y la lealtad exigen a cada persona. Cito ahora: "Vemos que esas personas, con su Ilustración científica, envenenan el cielo, la tierra y las aguas. Vemos que se destruyen a sí mismos física y psíquicamente. Vemos que la cima de sus conocimientos ha consistido en crear una bomba con la que se puede destruir la vida de la Tierra no sólo una, sino muchas veces."
La poesía, el arte y la fantasía se convierten en Ende en una forma de vida y en una postura política. En una especie de "autoexilio" abandona Alemania y vive en Italia durante 15 años, considerándose un "ser primitivo de la reserva centroeuropea de la literatura infantil", alejado del "gran desierto de la civilización exterior". Y con su particular humor escribe: "Me han contado que hace poco, en las fronteras de todas las reservas parecidas a la nuestra, se han colocado grandes letreros que advierten: ¡Cuidado! ¡Aquí empieza el terreno de lo irracional! ¡Peligro de muerte! ¡Prohibido el paso!".
Y, para terminar de dibujar este boceto del pensamiento de Ende, hay una anécdota de La historia interminable que quiero compartir con ustedes. Remontémonos a 1980, un año después de la publicación de la novela. El escritor vivía todavía en su casa italiana de Genzano a la que Ingeborg Hoffman -su primera mujer- y él llamaron La Casa del Unicornio. El libro tuvo un éxito inmediato y arrollador, tanto que autor y editor firmaron ese mismo año un contrato con un joven productor para adaptarlo al cine. Pero, tras firmar el contrato, Ende fue engañado no una sino dos y hasta tres veces. Sin su conocimiento, los derechos se revendieron a una gran productora, quien contrató al director Wolfang Petersen y excluyó del proyecto al escritor. Convendrán conmigo en que la película hace poca justicia al libro. De ella Ende vino a decir públicamente que era una porquería. Se involucró en un proceso judicial largo y costoso en el que invirtió todos sus derechos de autor y tras el que lo único que pudo conseguir fue quitar su nombre de los créditos. Adujo que los culpables de la cinta la habían despojado de toda poesía. Pero, ¿qué significa que la película carece de poesía? Y ¿por qué era esto tan importante para el escritor cuando a cambio miles o millones de personas más iban a descubrir y a vivir su novela a través del séptimo arte? La respuesta la podemos encontrar en la definición que da de la poesía en Reflexiones de un indígena centroeuropeo: "La poesía es la capacidad creativa que tiene el hombre de vivirse y de reconocerse a sí mismo una y otra vez en el mundo y al mundo en sí mismo. No nos referimos únicamente a poesías y a libros sino a formas de vida y explicaciones del mundo accesibles a la experiencia, a la vida".
Sé que seguramente muchos de ustedes recordarán haber leído La historia interminable de niños y estoy segura de que guardan un entrañable recuerdo del libro. No me gustaría terminar este artículo sin proponerles su relectura. Les aseguro que descubrirán mucho más de lo que recuerdan.

PRENSA. 30 diciembre 2009


En "El País":

1. El Estado debe buscar de una vez a Federico García Lorca. El hispanista Ian Gibson, que ha dedicado su vida al estudio de García Lorca, vuelve a Alfacar (Granada) tras finalizar sin éxito las excavaciones. En este texto denuncia las lagunas de la investigación, la ambigüedad de la familia y la ausencia del Estado en el proceso. El historiador ensancha el perímetro y señala nuevos emplazamientos de las fosas.

2. Un hombre del Sur. Artículo de Manuel Rodríguez Rivero sobre Albert Camus.

3. Médicos mayores, sobradamente preparados, altamente necesarios. Reportaje de Elena G. Sevillano. El déficit de facultativos pone en cuestión la jubilación forzosa a los 65 años y aconseja flexibilizar la edad de retiro. Madrid y Cataluña han dado marcha atrás.

4. Sexo del XXI con patrones del XIX. Reportaje de María R. Sahuquillo. Los hombres priman el deseo y las mujeres el amor romántico. La primera gran encuesta retrata una población satisfecha con sus relaciones.

5. Cuarenta años después... Artículo de Jean-Jacques Dordain y Maurici Lucena, director general y presidente del Consejo de la Agencia Espacial Europea, respectivamente. Europa lidera la investigación espacial en el área del cambio climático y el medio ambiente. El espacio, tras el viaje a la Luna de 1969, es hoy una herramienta para mejorar el bienestar de los ciudadanos.

6. Carrera de las especies para salvarse del cambio climático. Por Alicia Rivera. Los ecosistemas mediterráneos son muy vulnerables por su fragmentación.

martes, 29 de diciembre de 2009

PRENSA. 29 diciembre 2009


En "El País":

1. El móvil omnipotente. Reportaje de Ramón Muñoz. Los 'teléfonos inteligentes' han cambiado las costumbres y están revolucionando el uso y el negocio de las tecnologías. La nueva generación prepara su asalto definitivo a Internet y las redes sociales.  

2. Sobre la identidad democrática. Artículo de Fernando Savater.

3. Ideas no tan locas para 2010. Artículo de Andrés Oppenheimer.

lunes, 28 de diciembre de 2009

PRENSA. 28 diciembre 2009


En "El País":

1. Lo descubrimos en 2009. Artículo de Diego A. Manrique.

2. En medicina, más no es siempre mejor. Reportaje de Mónica L. Ferrado. La propuesta de reducir las mamografías y citologías en EE UU desata el choque entre culturas médicas. Frente a la cantidad de pruebas, crece el número de científicos que demandan racionalidad.

3. Maltratadas bajo sospecha. Por Javier Martín-Arroyo. Hasta el 10% de las víctimas de violencia machista son universitarias. Algunos jueces dudan de que mujeres tan formadas aguanten humillaciones.

4. El silencio en el capitalismo cultural. Artículo de Manuel Fernández-Cuesta, director-editor de Ediciones Península (Grup 62).

5. Si banqueros y políticos fueran ángeles. Artículo de Víctor Lapuente, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia. La crisis financiera de Estados Unidos y la corrupción local en España tienen en común un perjuicio a los intereses de los accionistas y de los ciudadanos por parte de directivos sin contrapesos en sus organizaciones.

domingo, 27 de diciembre de 2009

LITERATURA. Sherlock Holmes. "Un caso de identidad" (2ª entrega)


Un caso de identidad (2)
––Le conocí en el baile de los instaladores del gas ––dijo––. Cuando vivía papá, siempre le enviaban invitaciones, y después se siguieron acordando de nosotros y se las mandaron a mamá. El señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca ha querido que vayamos a ninguna parte. Se ponía como loco con que yo quisiera ir a una fiesta de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba decidida a ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué derecho tenía él a impedírmelo? Dijo que aquella gente no era adecuada para nosotras, cuando iban a estar presentes todos los amigos de mi padre. Y dijo que yo no tenía un vestido adecuado, cuando tenía uno violeta precioso, que prácticamente no había sacado del armario. Al final, viendo que todo era en vano, se marchó a Francia por asuntos de su negocio, pero mamá y yo fuimos al baile con el señor Hardy, nuestro antiguo capataz, y allí fue donde conocí al señor Hosmer Angel.
––Supongo ––dijo Holmes–– que cuando el señor Windibank regresó de Francia, se tomaría muy a mal que ustedes dos hubieran ido al baile.
––Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros y dijo que era inútil negarle algo a una mujer, porque ésta siempre se sale con la suya.
––Ya veo. Y en el baile de los instaladores del gas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel, según tengo entendido.
––Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó para  preguntar si habíamos regresado a casa sin contratiempos, y después le vimos... es decir, señor Holmes, le vi yo dos veces, que salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor Hosmer Angel ya no vino más por casa.
––¿No?
––Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas. Si de él dependiera, no recibiría ninguna visita, y siempre dice que una mujer debe sentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero, por otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita tener un círculo propio, y yo todavía no tenía el mío.
––¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún intento de verla?
––Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana después y Hosmer escribió diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viéramos hasta que se hubiera marchado. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días. Yo recogía las cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba.
––¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese caballero?
––Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer..., el señor Angel... era cajero en una oficina de Leadenhall Street... y...
––¿Qué oficina?
––Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.
––¿Y dónde vivía?
––Dormía en el mismo local de las oficinas.
––¿Y no conoce la dirección?
––No... sólo que estaban en Leadenhall Street.
––Entonces, ¿adónde le dirigía las cartas?
––A la oficina de correos de Leadenhall Street, donde él las recogía. Decía que, si las mandaba a la oficina, todos los demás empleados le gastarían bromas por cartearse con una dama, así que me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero se negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí, pero si estaban escritas a máquina siempre sentía que la máquina se interponía entre nosotros. Esto le demostrará lo mucho que me quería, señor Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles.
––Resulta de lo más sugerente ––dijo Holmes––. Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante. ¿Podría recordar algún otro pequeño detalle acerca del señor Hosmer Angel?
––Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a pasear conmigo de noche y no a la luz del día, porque decía que no le gustaba llamar la atención. Era muy retraído y caballeroso. Hasta su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil y una forma de hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba bien vestido, muy pulcro y discreto, pero padecía de la vista, lo mismo que yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz fuerte.
––Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor Windibank, volvió a marcharse a Francia?
––El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que nos casáramos antes de que regresara mi padre. Se mostró muy ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que, ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que tenía derecho a pedirme aquel juramento, y que aquello era una muestra de su pasión. Desde un principio, mi madre estuvo de su parte e incluso parecía apreciarle más que yo misma. Cuando se pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo pregunté qué opinaría mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara por mi padre, que ya se lo diríamos luego, y mamá dijo que ella lo arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor Holmes. Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más que unos pocos años mayor que yo, pero no quería hacer nada a escondidas, así que escribí a mi padre a Burdeos, donde su empresa tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la mañana misma de la boda.
––¿Así que él no la recibió?
––Así es, porque había partido para Inglaterra justo antes de que llegara la carta.
––¡Ajá! ¡Una verdadera lástima! De manera que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia?
––Sí, señor, pero en privado. Nos casaríamos en San Salvador, cerca de King's Cross, y luego desayunaríamos en el hotel St. Pancras. Hosmer vino a buscarnos en un coche, pero, como sólo había sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogió otro cerrado, que parecía ser el único coche de alquiler en toda la calle. Llegamos las primeras a la iglesia, y cuando se detuvo su coche esperamos verle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero se bajó del pescante y miró al interior, allí no había nadie. El cochero dijo que no tenía la menor idea de lo que había sido de él, habiéndolo visto con sus propios ojos subir al coche. Esto sucedió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he visto ni oído nada que arroje alguna luz sobre su paradero.
––Me parece que la han tratado a usted de un modo vergonzoso – dijo Holmes.
––¡Oh, no señor! Era demasiado bueno y considerado como para abandonarme así. Durante toda la mañana no paró de insistir en que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle fiel, y que si algún imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba comprometida con él, y que tarde o temprano él vendría a reclamar sus derechos. Parece raro hablar de estas cosas en la mañana de tu boda, pero lo que después ocurrió hace que cobre sentido.
––Desde luego que sí. Según eso, usted opina que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista.
––Sí, señor. Creo que él temía algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado así. Y creo que lo que él temía sucedió.
––Pero no tiene idea de lo que puede haber sido.
––Ni la menor idea.
––Una pregunta más: ¿cómo se lo tomó su madre?
––Se puso furiosa y dijo que yo no debía volver a hablar jamás del asunto.
––¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?
––Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, que algo había ocurrido y que volvería a tener noticias de Hosmer. Según él, ¿para qué iba nadie a llevarme hasta la puerta de la iglesia y luego abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado o si se hubiera casado conmigo y hubiera puesto mi dinero a su nombre, podría existir un motivo; pero Hosmer era muy independiente en cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo chelín mío. Pero entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me vuelve loca pensar en ello! No pego ojo por las noches. Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a sollozar ruidosamente en él.
––Examinaré el caso por usted ––dijo Holmes, levantándose––, y estoy seguro de que llegaremos a algún resultado concreto. Deje en mis manos el asunto y no se siga devanando la mente con él. Y por encima de todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, como se ha desvanecido de su vida.
––Entonces, ¿cree usted que no lo volveré a ver?
––Me temo que no.
––Pero, ¿qué le ha ocurrido, entonces?
––Deje el asunto en mis manos. Me gustaría disponer de una buena descripción de él, así como de cuantas cartas suyas pueda usted proporcionarme.
––Puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle del sábado pasado ––dijo ella––. Aquí está el recorte, y aquí tiene cuatro cartas suyas.
––Gracias. ¿Y la dirección de usted?
––Lyon Place 31, Camberwell.
––Por lo que he oído, la dirección del señor Angel no la supo nunca. ¿Dónde está la empresa de su padre?
––Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete de Fenchurch Street.
––Gracias. Ha expuesto usted el caso con mucha claridad. Deje aquí los papeles, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado y no deje que afecte a su vida.
––Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo hacer eso. Seré fiel a Hosmer. Me encontrará esperándole cuando vuelva.
A pesar de su ridículo sombrero y de su rostro inexpresivo, había un algo de nobleza que imponía respeto en la sencilla fe de nuestra visitante. Dejó sobre la mesa su montoncito de papeles y se marchó prometiendo acudir en cuanto la llamáramos.